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— No es justo — dijo el Esclavo–El serrano sale todos los sábados, muy tranquilo. Y nosotros, aquí adentro por su culpa.

— Qué fregada es la vida — dijo Alberto–No hay justicia.

— Hoy se cumple un mes que no salgo — dijo el Esclavo–Nunca he estado consignado tanto tiempo.

— Ya podías acostumbrarte.

— Teresa no me contesta — dijo el Esclavo–Van dos cartas que le escribo.

— ¿Y qué mierda te importa? — dijo Alberto–El mundo está lleno de mujeres.

— Pero a mi me gusta ésa. Las otras no me interesan. ¿No te das cuenta?

— Sí me doy. Quiere decir que estás fregado.

— ¿Sabes cómo la conocí?

— No. ¿Cón lo puedo saber eso?

— La veía pasar todos los días por mi casa. Y me la quedaba mirando desde la ventana y a veces la saludaba.

— ¿Te hacías la paja pensando en ella?

— No. Me gustaba verla.

— Qué romántico.

— Y un día bajé poco antes de que saliera. Y la esperé en la esquina.

— ¿La pellizcaste?

— Me acerqué y le di la mano.

— ¿Y qué le dijiste?

— Mi nombre. Y le pregunté cómo se llamaba. Y le dije:«mucho gusto de conocerte».

— Eres un imbécil. ¿Y ella qué te dijo?

— Me dijo su nombre, también.

— ¿La has besado?

— No. Ni siquiera he salido con ella.

— Eres un mentiroso de porquería. A ver, jura que no la has besado.

— ¿Qué te pasa?

— Nada. No me gusta que me mientan.

— ¿Por qué te voy a mentir? ¿Crees que no tenía ganas de besarla? Pero apenas he estado con ella, unas tres o cuatro veces, en la calle. Por este maldito colegio no he podido verla. Y a lo mejor ya se le declaró alguien.

— ¿Quién?

— Qué sé yo; alguien. Es muy bonita.

— No tanto. Yo diría que es fea.

— Para mí es bonita.

— Eres una criatura. A mí me gustan las mujeres para acostarme con ellas.

— Es que a esta chica creo que la quiero.

— Me voy a poner a llorar de la emoción.

— Si me esperara hasta que termine la carrera, me casaría con ella.

— Se me ocurre que te metería cuernos. Pero no importa, si quieres, seré tu te9tigo.

— ¿Por qué dices eso?

— Tienes cara de cornudo.

— A lo mejor no ha recibido mis dos cartas.

— A lo mejor.

— ¿Por qué no quisiste escribirme una carta? Esta semana has hecho varias.

— Porque no me dio la gana.

— ¿Qué tienes conmigo? ¿De qué estás furioso?

— La consigna me pone de mal humor. ¿0 tú crees que eres el único que está harto de no salir?

— ¿Por qué entraste al Leoncio Prado?

Alberto se rió. Dijo:

— Para salvar el honor de mi familia.

— ¿Nunca puedes hablar en serio?

— Estoy hablando en serio, Esclavo. Mi padre decía que yo estaba pisoteando la tradición familiar. Y para corregirme me metió aquí.

— ¿Por qué no te hiciste jalar en el examen de ingreso? — Por culpa de una chica. Por una decepción, ¿me entiendes? Entré a esta pocilga por un desengaño y por mi familia.

— ¿Estabas enamorado de esa chica?

— Me gustaba.

— ¿Era bonita?

— Sí.

— ¿Cómo se llamaba? ¿Qué pasó?

— Helena. Y no pasó nada. Además, no me gusta contar mis cosas.

— Pero yo te cuento todas las mías.

— Porque te da la gana. Si no quieres, no me cuentes nada.

— ¿Tienes cigarrillos?

— No. Ahora conseguiremos.

— Estoy sin un centavo.

— Yo tengo dos soles. Levántate y vamos donde Paulino.

— Estoy harto de «La Perlita». El Boa y el injerto me dan náuseas.

— Entonces quédate durmiendo. Yo prefiero ir allá.

Alberto se puso de pie. El Esclavo lo vio colocarse la cristina y enderezar su corbata.

— ¿Quieres que te diga una cosa? — dijo el Esclavo–Ya sé que te vas a burlar de mí. Pero no importa.

52

— ¿Qué cosa?

— Eres el único amigo que tengo. Antes no tenía amigos, sino conocidos. Quiero decir en la calle, aquí ni

siquiera eso. Eres la única persona con la que me gusta estar.

— Eso parece una declaración de amor de maricón–dijo Alberto.

El Esclavo sonrió.

— Eres un bruto–dijo–Pero buena gente.

Alberto salió. Desde la puerta, le dijo:

— Si consigo cigarrillos, te traeré uno.

El patio estaba húmedo. Alberto no se había dado cuenta que llovía mientras conversaban en la cuadra.

Distinguió, a lo lejos, a un cadete sentado en la hierba. ¿Sería el mismo que hacía de vigía el sábado pasado? «Y ahora entraré donde el injerto, y haremos un concurso y el Boa ganará y habrá ese olor y luego saldremos al patio vacío y entraremos a las cuadras y alguien dirá un concurso y yo diré estuvimos donde Paulino y ganó el Boa, el próximo sábado también ganará el Boa, y tocarán silencio y dormiremos y vendrá el domingo y el lunes y cuántas semanas.»

VI Podía soportar la soledad y las humillaciones que conocía desde niño y sólo herían su espíritu: lo horrible era el encierro, esa gran soledad exterior que no elegía, que alguien le arrojaba encima como una camisa de fuerza. Estaba frente al cuarto del teniente, todavía no levantaba la mano para tocar. Sin embargo, sabía que iba a hacerlo, había demorado tres semanas en decidirse, ya no tenía miedo ni angustia. Era su mano la que lo traicionaba: permanecía quieta, blanda, pegada al pantalón, muerta. No era la primera vez. En el Colegio Salesiano le decían «muñeca»; era tímido y todo lo asustaba. «Llora, llora, muñeca», gritaban sus compañeros en el recreo, rodeándolo. Él retrocedía hasta que su espalda encontraba la pared. Las caras se acercaban, las voces eran más altas, las bocas de los niños parecían hocicos dispuestos a morderlo. Se ponía a llorar. Una vez se dijo: «tengo que hacer algo». En plena clase desafió al más valiente M año: ha olvidado su nombre y su cara, sus puños certeros y su resuello.

Cuando estuvo frente a él, en el canchón de los desperdicios, encerrado dentro de un círculo de espectadores ansiosos, tampoco sintió miedo, ni siquiera excitación: sólo un abatimiento total. Su cuerpo no respondía ni esquivaba los golpes; debió esperar que el otro se cansara de pegarle. Era para castigar a ese cuerpo cobarde y transformarlo que se había esforzado en aprobar el ingreso al Leoncio Prado; por ello había soportado esos veinticuatro meses largos. Ahora ya no tenía esperanza; nunca sería corno el Jaguar, que se imponía por la violencia, ni siquiera corno Alberto, que podía desdoblarse y disimular para que los otros no hicieran de él una víctima. A él lo conocían de inmediato, tal como era, sin defensas, débil, un esclavo. Sólo la libertad le interesaba ahora para manejar su soledad a su capricho, llevarla a un cine, encerrarse con ella en cualquier parte. Levantó la mano y dio tres golpes en la puerta.

¿Había estado durmiendo el teniente Huarina? Sus ojos hinchados parecían dos enormes llagas en su cara redonda; tenía el pelo alborotado y lo miraba a través de una niebla.

— Quiero hablar con usted, mi teniente.

El teniente Remigio Huarina era en el mundo de los oficiales lo que él en el de los cadetes: un intruso.

Pequeño, enclenque, sus voces de mando inspiraban risa, sus cóleras no asustaban a nadie, los suboficiales le entregaban los partes sin cuadrarse y lo miraban con desprecio; su compañía era la peor organizada, el capitán Garrido lo reprendía en público, los cadetes lo dibujaban en los muros con pantalón corto, masturbándose. Se decía que tenía un almacén en los Barrios Altos donde su mujer vendía galletas y dulces. ¿Por qué había entrado en la Escuela Militar?

— ¿Qué hay?

— ¿Puedo entrar? Es un asunto grave, mi teniente.

— ¿Quiere una audiencia? Debe usted seguir la vía jerárquica.

No sólo los cadetes imitaban al teniente Gamboa: como él, Huarina había adoptado la posición de firmes para citar el reglamento. Pero con esas manos delicadas y ese bigote ridículo, una manchita negra colgada de la nariz, ¿podía engañar a alguien?