— No quiero que nadie se entere, mi teniente. Es algo grave.
El teniente se hizo a un lado y él entró. La cama estaba revuelta y el Esclavo pensó de inmediato en la celda de un convento: debía ser algo así, desnuda, lóbrega, un poco siniestra. En el suelo había un cenicero lleno de colillas; una humeaba todavía.
— ¿Qué hay? — insistió Huarina.
— Es sobre lo del vidrio.
— Nombre y sección — dijo el teniente, precipitadamente.
— Cadete Ricardo Arana, quinto año, Primera sección.
— ¿Qué pasa con el vidrio?
Era la lengua ahora la cobarde: se negaba a moverse, estaba seca, la sentía como una piedra áspera. ¿Era miedo? El Círculo se había ensañado con él; después del Jaguar, Cava era el peor; le quitaba los cigarrillos, el dinero, una vez había orinado sobre él mientras dormía. En cierto modo, tenía derecho;
todos en el colegio respetaban la venganza. Y sin embargo, en el fondo de su corazón, algo lo acusaba.
«No voy a traicionar al Círculo, pensó, sino a todo el año, a todos los cadetes.»
— ¿Qué hay? — dijo el teniente Huarina, irritado- ¿Ha venido a mirarme la cara? ¿No me conoce?
— Fue Cava — dijo el Esclavo. Bajó los ojos: — ¿Podré salir este sábado?
— ¿Cómo? — dijo el teniente. No había comprendido, todavía podía inventar algo y salir.
— Fue Cava el que rompió el vidrio–dijo–El robó el examen de Química. Yo lo vi pasar a las aulas. ¿Se suspenderá la consigna?
— No — dijo el teniente-. Ya veremos. Primero repita lo que ha dicho.
La cara de Huarina se había redondeado y habían surgido unos pliegues en sus mejillas, cerca de la comisura de los labios, que estaban separados y temblaban ligeramente. Sus ojos mostraban satisfacción.
El Esclavo se sintió tranquilo. Había dejado de importarle el colegio, la salida, el futuro. Se dijo que el teniente Huarina no parecía agradecido. Después de todo era natural, no era de su mundo, tal vez lo despreciaba.
— Escriba — dijo Huarina-. Ahora mismo. Ahí tiene papel y lápiz.
— ¿Qué cosa, mi teniente?
— Yo le dicto. «Vi al cadete, ¿cómo se llama?, Cava, de tal sección, tal día, a tal hora, pasar hacia las aulas, para apropiarse indebidamente del examen de Química.» Escriba claro. «Hago esta declaración a pedido del teniente Remigio Huarina, que descubrió al autor del robo y también mi participación…
— Mi teniente, yo no…
— «…mi involuntaria participación en el asunto, como testigo.» Fírmelo. Y escriba su nombre en letras de imprenta. Grandes.
— Yo no vi el robo — dijo el Esclavo-. Sólo que pasaba hacia las aulas. Hace cuatro semanas que no salgo,
mi teniente.
— No se preocupe. Yo me encargo de todo. No tenga miedo–No tengo miedo–gritó el Esclavo y el teniente levantó la vista, sorprendido–Hace cuatro semanas que no salgo, mi teniente. Este sábado harán cinco.
Huarina asintió.
— Firme ese papel–dijo–Le doy permiso para que salga hoy después de clase. Vuelva a las once.
El Esclavó firmó. El teniente leyó el papel; sus ojos bailaban en las órbitas; movia los labios al leer.
— ¿Qué le harán? — dijo el Esclavo. La pregunta era estúpida Y él lo sabía; pero había que decir algo. El teniente tenía cogida la hoja de papel con la punta de los dedos, cuidadosamente, no quería arrugarla.
— ¿Ha hablado con el teniente Gamboa de esto? — Un instante la imagen de ese rostro sin ángulos y lampiño quedó suspendida; aguardaba la respuesta del Esclavo con alarma. Hubiera sido fácil apagar la alegría de Huarina, quitarle, sus aires de vencedor; bastaba decir sí.
— No, mi teniente. Con nadie.
— Bien. Ni una palabra–dijo el teniente-. Espere mis instrucciones. Venga a verme después de clase, con uniforme de salida. Lo llevaré hasta la Prevención.
— Sí, mi teniente. — El Esclavo vaciló antes de añadir: — No quisiera que los cadetes supieran…
— Un hombre–dijo Huarina, de nuevo en posición de firmes-, debe asumir sus responsabilidades. Es lo primero que se aprende en el Ejército.
— Sí, mi teniente. Pero si saben que yo lo denuncié…
— Ya sé — dijo Huarina, llevándose a los ojos el papel por cuarta vez-. Lo harían papilla. Pero no tema. Los Consejos de Oficiales son siempre secretos.
«Quizá me expulsen a mi también», pensó el Esclavo. Salió del cuarto de Huarina. Nadie podía haberlo visto, después del almuerzo los cadetes se tendían en sus literas o en la hierba del estadio. En el descampado, observó a la vicuña: esbelta, inmóvil, olfateaba el aire. «Es un animal triste», pensó. Estaba sorprendido: debería sentirse excitado o aterrado, algún trastorno físico debía recordarle la delación.
Creía que los criminales, después de cometer un asesinato, se hundían en un vértigo y quedaban como hipnotizados. Él sólo sentía indiferencia. Pensó: «estaré seis horas en la calle. Iré a verla pero no podré decirle nada de lo que ha pasado». ¡Si hubiera alguien con quien hablar, que pudiera comprender o al menos escucharlo! ¿Cómo fiarse de Alberto? No sólo se había negado a escribir en su nombre a Teresa, sino que los últimos días lo provocaba constantemente–a solas, es verdad, pues ante los otros lo defendía-, como si tuviera algo que reprocharle. «No puedo fiarme de nadie, pensó. ¿Por qué todos son mis enemigos? — Un leve temblor en las manos: fue la única reacción de su cuerpo al empujar los batientes de la cuadra y ver a Cava, de pie junto al ropero. «Si me mira se dará cuenta que acabo de fregarlo», pensó. — ¿Qué te pasa? — dijo Alberto. — Nada. ¿Por qué?
— Estás pálido. Anda a la enfermería, seguro que te internan. — No tengo nada.
— No importa — dijo Alberto-. ¿Qué más quieres que te internen, si estás consignado? Ojalá pudiera ponerme así de pálido. En la enfermería se come bien y se descansa. — Pero se pierde la salida — dijo el Esclavo.
— ¿Cuál salida? Todavía tenemos para rato aquí adentro. Aunque dicen que tal vez haya salida general el próximo domingo. Es cumpleaños del coronel. Eso dicen, al menos. ¿De qué te ríes? — De nada.
¿Cómo podía hablar Alberto con esa indiferencia de la consigna, cómo podía acostumbrarse a la idea de no salir?
— Salvo que quieras tirar contra — dijo Alberto-. Pero de la enfermería es más fácil. En la noche no hay control. Eso sí, tienes que descolgarte por el lado de la Costanera y te puedes ensartar en la reja como un anticucho.
— Ahora tiran contra muy pocos — dijo el Esclavo–Desde que pusieron la ronda.
— Antes era más fácil — dijo Alberto–Pero todavía salen muchos. El cholo Urioste salió el lunes y volvió a las cuatro de la mañana.
Después de todo, ¿por qué no ir a la enfermería? ¿Para qué salir a la calle? Doctor, se me nubla la vista, me duele la cabeza, tengo palpitaciones, sudo frío, soy un cobarde. Cuando estaban consignados, los cadetes trataban de ingresar a la enfermería. Allí se pasaba el día sin hacer nada, en pijama, y la comida era abundante. Pero los enfermeros y el médico del colegio eran cada vez más estrictos. La fiebre no bastaba; sabían que poniéndose cáscaras de plátano en la frente un par de horas, la temperatura sube a treinta y nueve grados. Tampoco las gonorreas, desde que se descubrió la estratagema del Jaguar y el Rulos que se presentaron a la enfermería con el falo bañado en leche condensada. El Jaguar había inventado también los ahogos. Conteniendo la respiración hasta llorar, varias veces seguidas, antes del examen médico, el corazón se acelera y empieza a tronar como un bombo. Los enfermeros decretaban: «internamiento por síntomas de taquicardia». — Nunca he tirado contra — dijo el Esclavo.
— No me extraña — dijo Alberto–Yo sí, varias veces, el año pasado. Una vez fuimos a una fiesta en la Punta con Arróspide y volvimos poco antes del toque de diana. En cuarto año, la vida era mejor. — Poeta–gritó Vallano- ¿Tú has estado en el colegio «La Salle»? — Sí–dijo Alberto-. ¿Por qué? Dicen que todos los de «La Salle» son maricas.