Es un domingo de mediados de junio; Alberto, sentado en la hierba, mira a los cadetes que pasean por la pista de desfile rodeados de familiares. Unos metros más allá hay un muchacho, también de tercero, pero de otra sección. Tiene en sus manos una carta, que lee y relee, con rostro preocupado. “¿Cuartelero?», pregunta Alberto. El muchacho asiente y muestra su brazalete color púrpura, con una letra C bordada. «Es peor que estar consignado», afirma Alberto. «Sí», dice el otro. «Y más tarde fuimos caminando a la sexta sección y nos echamos y fumamos cigarrillos Inca y me dijo soy iqueño y mi padre me mandó al Colegio Militar porque estaba enamorado de una muchacha de mala familia y me mostró su foto y me dijo apenas salga del colegio me caso con ella y ese mismo día dejó de pintarse y ponerse joyas y de ver a sus amigas y de jugar canasta y cada sábado que salía yo pensaba ha envejecido más.» -¿Ya no te gusta? — dice Alberto- ¿Por qué pones esa cara cuando hablas de ella? El muchacho baja la voz y responde, como a sí mismo: — No sé escribirle. — ¿Por qué? — pregunta Alberto.
— ¿Cómo por qué? Porque no. Ella es muy inteligente. Me escribe cartas muy lindas. — Escribir una carta es muy fácil — dice Alberto-. Lo más fácil del mundo. — No. Es fácil saber lo que quieres decir, pero no decirlo. — Bah — dice Alberto–Puedo escribir diez cartas de amor en una hora. — ¿De veras? — pregunta el muchacho, mirándolo fijamente.
«Y le escribí una y otra y la chica me contestaba y el cuartelero me convidaba cigarros y colas en 'La Perlita' y un día me trajo a un zambito de la octava y me dijo ¿ puedes escribirle una carta a la hembrita que éste tiene en Iquitos? y yo le dije ¿ quieres que vaya a verlo y le hable? y ella me dijo no hay nada que hacer sino rezar a Dios y comenzó a ir a misa y a novenas y a darme consejos Alberto tienes que ser piadoso y querer mucho a Dios para que cuando seas grande las tentaciones no te pierdan como a tu padre y yo le dije Okey pero me pagas.»
Alberto pensó: «ya hace más de dos años. Cómo pasa el tiempo». Cerró los ojos: evocó el rostro de Teresa y su cuerpo se llenó de ansiedad. Era la primera vez que resistía la consigna sin angustia. Ni siquiera las dos cartas que había recibido de la muchacha lo incitaban a desear la salida. Pensó: «me escribe en papel barato y tiene mala letra. He leído cartas más bonitas que las de ella». Las había leído varias veces, siempre a ocultas. (Las guardaba en el forro del quepí, como los cigarrillos que traía al colegio los domingos.) La primera semana, al recibir una carta de Teresa, se dispuso a responderle de inmediato, pero después de escribir la fecha, sintió disgusto, turbación y no supo qué decir. Todo el lenguaje parecía falso e inútil. Destruyó varios borradores y al fin se decidió a contestarle apenas unas líneas objetivas: «estamos consignados por un lío. No sé cuando saldré. Tuve una gran alegría al recibir tu carta. Siempre pienso en ti y lo primero que haré, al salir, será ir a verte». El Esclavo lo perseguía, le ofrecía cigarrillos, fruta, sandwichs, le hacía confidencias; en el comedor, en la fila y en el cine se las arreglaba para estar a su lado. Recordó su cara pálida, su expresión obsecuente, su sonrisa beatífica y lo odió. Cada vez que veía aproximarse al Esclavo, sentía malestar. La conversación de un modo u otro recaía en Teresa y Alberto debía disimular, adoptando un papel cínico; otras veces se mostraba amistoso y daba al Esclavo consejos sibilinos: «no vale la pena que te declares por carta. Esas cosas se hacen de frente, para ver las reacciones. En la primera salida, vas a su casa y le caes» La cara lánguida escuchaba seriamente, asentía sin rebelarse. Alberto pensó -~ «se lo diré el primer día que salgamos, apenas crucemos la puerta del colegio. Ya tiene una cara bastante estúpida para amargarle más la vida. Le diré: lo siento mucho, pero esa chica me gusta y si la vas a ver te parto la cara. Hay más mujeres en el mundo. Y después iré a verla y la llevaré al Parque Necochea» (que está al final del Malecón Reserva, sobre los acantilados verticales y ocres que el mar de Miraflores combate ruidosamente; desde el borde se contempla, en invierno, a través de la neblina, un escenario de fantasmas: la playa de piedras, solitaria y profunda). Pensó: «me sentaré en el último banco, junto a la baranda de troncos blancos». El sol había entibiado su cara y su cuerpo; no quería abrir los ojos para evitar que la imagen se fuera.
Cuando despertó, el sol había desaparecido; estaba en medio de una luz parda. Se movió en el sitio y le dolieron los huesos de la espalda; sentía la cabeza pesada: era incómodo dormir sobre madera. Tenía el cerebro adormecido, no atinaba a ponerse de pie, pestañeó varias veces, sintió ganas de fumar. Luego se incorporó con torpeza y espió. El jardín estaba vacío y los bloques de cemento de las aulas parecían desiertos. ¿Qué hora sería? El silbato para ir al comedor era a las siete y media. Inspeccionó cuidadosamente los alrededores. El colegio estaba muerto. Descendió de la glorieta y cruzó rápidamente el jardín y los edificios sin ver a nadie. Sólo al llegar a la pista de desfile distinguió a un grupo de cadetes que correteaba detrás de la vicuña. Al fondo de la pista, un kilómetro más allá, presentía a los cadetes envueltos en sus sacones verdes, caminando en parejas por el patio, y el gran rumor de las cuadras. Tenía unos deseos enormes de fumar.