Tu madre, tu madre — exclama Vallano, frenéticamente.
Es la una — dice Alberto–Tu turno.
Si me has despertado antes te machuco.
Al otro lado de la cuadra, Boa vocifera contra el Esclavo que acaba de despertarlo.
— Ahí tienes el fusil y la linterna — dice Alberto–Sigue durmiendo si quieres. Pero te aviso que la ronda
está en la segunda sección.
— ¿De veras? — dice Vallano, sentándose. Alberto va hasta su litera y se desnuda.
Aquí todos son muy graciosos — dice Vallano -. Muy graciosos. — ¿Qué te pasa? — pregunta Alberto.
Me han robado un cordón.
Silencio — grita alguien–Imaginaria, que se callen esos maricones.
Alberto siente que Vallano camina de puntillas. Después, oye un ruido revelador.
Se están robando un cordón — grita.
Un día de estos te voy a romper la cara, poeta — dice Vallano, bostezando.
Minutos después, hiere la noche el silbato del oficial de guardia. Alberto no lo oye: duerme.
La calle Diego Ferré tiene menos de trescientos metros de largo y cualquier caminante desprevenido la tomaría por un callejón sin salida. En efecto, desde la esquina de la avenida Larco, donde comienza, se ve dos cuadras más allá, cerrando el otro extremo, la fachada de una casa de dos pisos, con un pequeño jardín protegido por una baranda verde. Pero esa casa que de lejos parece tapiar Diego Ferré pertenece a la estrecha calle Porta, que cruza a aquélla, la detiene y la mata. Entre Porta y la avenida Larco, fragmentan a Diego Ferré otras dos calles paralelas: Colón y Ocharán. Luego de atravesar Diego Ferré terminan súbitamente, doscientos metros al oeste, en el Malecón de la Reserva, una serpentina que abraza Miraflores con un cinturón de ladrillos rojos y que es el límite extremo de la ciudad, pues ha sido erigido al borde de los acantilados, sobre el ruidoso, gris y limpio mar de la bahía de Lima. Encerradas entre la avenida Larco, el Malecón y la calle Porta, hay media docena de manzanas: un centenar de casas, dos o tres tiendas de comestibles, una farmacia, un puesto de refrescos, un taller de zapatería (semioculto entre un garaje y un muro saliente) y un solar cercado donde funciona una lavandería clandestina. Las calles transversales tienen árboles a los costados de la pista; Diego Ferré no. Todo ese sector es el dominio del barrio. El barrio no tiene nombre. Cuando se formó un equipo de fulbito para intervenir en el campeonato anual del «Club Terrazas», los muchachos se presentaron con el nombre de — Barrio Alegre». Pero, una vez terminado el campeonato, el nombre cayó en desuso. Además, los cronistas policiales designaban con el nombre de «Barrio Alegre» al jirón Huatica de la Victoria, la calle de las putas, lo que constituía una semejanza embarazosa. Por eso, los muchachos se limitan a hablar del barrio. Y cuando alguien pregunta cuál barrio, para diferenciarse de los otros barrios de Miraflores, el de 28 de julio, el de Reducto, el de la calle Francia, el de Alcanfores, dicen: «el barrio de Diego Ferré».
La casa de Alberto es la tercera de la segunda cuadra de Diego Ferré, en la acera de la izquierda. La conoció de noche, cuando casi todos los muebles de su casa anterior, en San Isidro, ya habían sido trasladados a ésta. Le pareció más grande que la otra y con dos ventajas evidentes: su dormitorio estaría más alejado del de sus padres y, como esta casa tenía un jardín interior, probablemente lo dejarían criar un perro. Pero el nuevo domicilio traería también inconvenientes. De San Isidro, el padre de un compañero los llevaba a ambos hasta el colegio «La Salle», todas las mañanas. En el futuro tendría que tomar el Expreso, descender en el paradero de la avenida Wilson y, desde allí, andar lo menos diez cuadras hasta la avenida Arica, pues «La Salle», aunque es un colegio para niños decentes, está en el corazón de Breña, donde pululan los zambos y los obreros. Tendría que levantarse más temprano, salir acabando el almuerzo. Frente a su casa de San Isidro había una librería y el dueño le permitía leer los Penecas y Billiken detrás del mostrador y a veces se los prestaba por un día, advirtiéndole que no los ajara ni ensuciara. El cambio de domicilio lo privaría, además, de una distracción excitante: subir a la azotea y contemplar la casa de los NáJar, adonde en las mañanas se jugaba al tenis y cuando había sol se almorzaba en los jardines bajo sombrillas de colores y en las noches se bailaba y él podía espiar a las parejas que disimuladamente iban a la cancha de tenis a besarse.
El día de la mudanza se levantó temprano y fue al colegio de buen humor. A mediodía regresó directamente a la nueva casa. Bajó del Expreso en el paradero del parque Salazar — todavía no conocía el nombre de esa explanada de césped, colgada sobre el mar -, subió por Diego Ferré, una calle vacía, y entró a la casa: su madre amenazaba a la sirvienta con echarla si aquí también se dedicaba a hacer vida social con las cocineras y choferes del vecindario. Acabado el almuerzo, el padre dijo: " tengo que salir. Un asunto importante». La madre clamó: «vas a engañarme, cómo puedes mirarme a los ojos» y luego, escoltada por el mayordomo y la sirvienta, comenzó un minucioso registro para comprobar si algo se había extraviado o dañado en la mudanza. Alberto subió a su cuarto, se echó en la cama, distraídamente fue haciendo garabatos en los forros de sus libros. Poco después oyó voces de muchachos que llegaban hasta él por la ventana. Las voces se interrumpían, sobrevenía el impacto, el zumbido y el estruendo de la pelota al rebotar contra una puerta y al instante renacían las voces. Saltó de la cama y se asomó al balcón. Uno de los muchachos llevaba una camisa incendiaria, a rayas rojas y amarillas y el otro, una camisa de seda blanca, desabotonada. Aquél era más alto, rubio y tenía la voz, la mirada y los gestos insolentes; el otro, bajo y grueso, de cabello moreno ensortijado, era muy ágil. El rubio hacía de arquero en un garaje; el moreno le disparaba con una pelota de fútbol flamante. «Tapa ésta, Pluto», decía el moreno. Pluto, agazapado con una mueca dramática, gesticulaba, se limpiaba la frente y la nariz con las dos manos, simulaba arrojarse y si atajaba un penal reía con estrépito. «Eres una madre, Tico, decía. Para tapar tus penales me basta la nariz.» El moreno bajaba la pelota con el pie, diestramente, la emplazaba, medía la distancia, pateaba y los tiros eran goles casi siempre. «Manos de trapo, se burlaba Tico, mariposa. Esta va con aviso; al ángulo derecho y bombeada.» Al principio, Alberto los miraba con frialdad y ellos aparentaban no verlo. Poco a poco, aquél fue demostrando un interés estrictamente deportivo; cuando Tico metía un gol o Pluto atajaba la pelota, asentía sin sonreír, como un entendido. Luego, comenzó a prestar atención a las bromas de los dos muchachos; adecuaba su expresión a la de ellos y los jugadores daban señales de reconocer su presencia por momentos: volvían la cabeza hacia él, como poniéndolo de árbitro. Pronto se estableció una estrecha complicidad de miradas, sonrisas y movimientos de cabeza. De pronto, Pluto rechazó un disparo de Tico con el pie y la pelota salió despedida a los lejos. Tico corrió tras ella. Pluto alzó la vista hacia Alberto.
Hola — dijo.
Hola — dijo Alberto.
Pluto tenía las manos en los bolsillos. Daba saltitos en el sitio, igual a los jugadores profesionales antes M partido, para entrar en calor;
— ¿Vas a vivir aquí? — dijo Pluto.
— Sí. Nos mudamos hoy.
Pluto asintió. Tico se había acercado. Llevaba la pelota sobre el hombro y la sostenía con una mano. Miró a Alberto. Se sonrieron. Pluto miró a Tico:
Se ha mudado – dijo -. Va a vivir aquí.
Ah –dijo Tico.
¿Ustedes viven acá? — preguntó Alberto.
Él en Diego Ferré — dijo Pluto -. En la primera cuadra. Yo a la vuelta, en Ocharán.
Uno más para el barrio — dijo Tico.
— A mí me dicen Pluto. Y a este Tico. Es una madre pateando. — ¿Tu padre es buena gente? — preguntó Tico.