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Se levantó y salió de la cuadra. El patio estaba lleno de cadetes. Era la hora ambigua, indecisa, en que la tarde y la noche se equilibran y como neutralizan. Una media sombra destrozaba la perspectiva de las cuadras, respetaba los perfiles de los cadetes envueltos en sus gruesos sacones, pero borraba sus facciones, igualaba en un color ceniza el patio que era gris claro, los muros, la pista de desfile casi blanca y el descampado desierto. La claridad hipócrita falsificaba también el movimiento y el ruido: todos parecían andar más de prisa o más despacio en la luz moribunda y hablar entre dientes, murmurar o chillar y cuando dos cuerpos se juntaban, parecían acariciarse, pelear. Alberto avanzó hacia el descampado, subiéndose el cuello del sacón. No percibía el ruido de las olas, el mar debía estar en calma. Cuando encontraba un cuerpo extendido en la hierba, preguntaba: "¿Jaguar?». No le contestaban o lo insultaban: «no soy el Jaguar pero si buscas un garrote, aquí tengo uno. Camán». Fue hasta el baño de las aulas. En el umbral del recinto sumido en tinieblas–sobre los excusados brillaban algunos puntos rojos–gritó: ¡Jaguar! Nadie respondió, pero comprendió que todos lo miraban: las candelas se habían inmovilizado. Regresó al descampado y se dirigió hacia los excusados vecinos a «La Perlita»: nadie los utilizaba de noche porque pululaban las ratas. Desde la puerta vio un punto luminoso y una silueta. — ¿Jaguar? — ¿Qué hay?

Alberto entró y encendió un fósforo. El Jaguar estaba de pie, se arreglaba la correa; no había nadie más. Arrojó el fósforo carbonizado. — Quiero hablar contigo.

— No tenemos nada que hablar–dijo el Jaguar–Lárgate. — ¿Por qué no les has dicho que fui yo el que los acusó a Gamboa?

El Jaguar rió con su risa despectiva y sin alegría que Alberto no había vuelto a oír desde antes de todo lo ocurrido. En la oscuridad, oyó una carrera de vertiginosos pies minúsculos. «Su risa asusta a las ratas», pensó.

— ¿Crees que todos son como tú? — dijo el Jaguar–Te equivocas. Yo no soy un soplón ni converso con soplones. Sal de aquí.

— ¿Vas a dejar que sigan creyendo que fuiste tú? — Alberto se descubrió hablando con respeto, casi cordialmente-. ¿Por qué?

— Yo les enseñé a ser hombres a todos ésos–dijo el Jaguar- ¿Crees que me importan? Por mí, pueden irse a la mierda todos. No me interesa lo que piensen. Y tú tampoco. Lárgate.

— Jaguar–dijo Alberto-. Te vine a buscar para decirte que siento lo que ha pasado. Lo siento mucho. — ¿Vas a ponerte a llorar? — dijo el Jaguar». Mejor no vuelvas a dirigirme la palabra. Ya te he dicho que no quiero saber nada contigo.

— No te pongas en ese plan–dijo Alberto-. Quiero ser tu amigo. Yo les diré que no fuiste tú, sino yo. Seamos amigos. — No quiero ser tu amigo–dijo el Jaguar–Eres un pobre soplón y me das vómitos. Fuera de aquí.

Esta vez, Alberto obedeció. No volvió a la cuadra. Estuvo tendido en la hierba del descampado, hasta que tocaron el silbato para ir al comedor.

EPILOGO … en cada linaje el deterioro ejerce su dominio Carlos Germán Belli Cuando el teniente Gamboa llegó a la puerta de la secretaría del año, el capitán Garrido colocaba un cuaderno en un armario; estaba de espaldas, la presión de la corbata cubría su cuello de arrugas.

Gamboa dijo «buenos días» y el capitán se volvió.

— Hola, Gamboa–dijo, sonriendo-. ¿Listo para partir?

— Sí, mi capitán-. El teniente entró en la habitación. Vestía el uniforme de salida; se quitó el quepí: un fino surco ceñía su frente, sus sienes y su nuca como un perfecto círculo–Acabo de despedirme del coronel, del comandante y del mayor. Sólo me falta usted.

— ¿Cuándo es el viaje?

— Mañana temprano. Pero todavía tengo muchas cosas que hacer.

— Ya hace calor–dijo el capitán–El verano va a ser fuerte este año, vamos a cocinarnos. — Se rió-. Después de todo, a usted qué le importa. En la puna, verano o invierno es lo mismo.

— Si no le gusta el calor–bromeó Gamboa-, podemos hacer un cambio. Yo me quedo en su lugar y usted se va a Juliaca.

— Ni por todo el oro del mundo–dijo el capitán, tomándolo del brazo–Venga, le invito un trago.

Salieron. En la puerta de una de las cuadras, un cadete con las insignias color púrpura de cuartelero, contaba un alto de prendas.

— ¿Porqué no está en clase ese cadete? — preguntó Gamboa.

— No puede con su genio–dijo el capitán, alegremente ¿Qué le importa ya lo que hagan los cadetes?

— Tiene usted razón. Es casi un vicio.

Entraron a la cantina de oficiales y el capitán pidió una cerveza. Llenó él mismo los vasos. Brindaron.

— No he estado nunca en Puno–dijo el capitán–Pero creo que no está mal. Desde Juliaca se puede ir en tren o en auto. También puede darse sus escapadas a Arequipa, de vez en cuando.

— Sí–dijo Gamboa–Ya me acostumbraré.

— Lo siento mucho por usted–dijo el capitán–Aunque no lo crea, yo lo estimo, Gamboa. Recuerde que se lo advertí. ¿Conoce ese refrán? «Quien con mocosos se acuesta…» Y, además, no olvide en el futuro que en el Ejército se dan lecciones de reglamento a los subordinados, no a los superiores.

— No me gusta que me compadezcan, mi capitán. Yo no me hice militar para tener la vida fácil. La guarnición de Juliaca o el Colegio Militar me da lo mismo.

— Tanto mejor. Bueno, no discutamos. Salud.

Bebieron lo que quedaba de cerveza en los vasos y el capitán volvió a llenarlos. Por la ventana se veía el descampado; la hierba parecía más alta y clara. La vicuña pasó varias veces: corría muy agitada mirando a todos los lados con sus ojos inteligentes.

— Es el calor–dijo el capitán, señalando al animal con el dedo–No se acostumbra. El verano pasado estuvo medio loca.

— Voy a ver muchas vicuñas–dijo Gamboa-. Y a lo mejor aprenderé quechua.

— ¿Hay compañeros suyos en Juliaca?

— Muñoz. El único.

— ¿El burro Muñoz? Es buena gente. ¡Un borracho perdido!

— Quiero pedirle un favor, mi capitán.

— Claro, hombre, diga no más.

— Se trata de un cadete. Necesito hablar con él a solas, en la calle. ¿Puede darle permiso?

— ¿Cuánto tiempo?

— Media hora a lo más.