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— ¿Sabe usted lo que son los objetivos inútiles? — dijo Gamboa y el Jaguar murmuró: "¿cómo dice?» — Fíjese, cuando un enemigo está sin armas y se ha rendido, un combatiente responsable no puede disparar sobre él. No sólo por razones morales, sino también militares; por economía. Ni en la guerra debe haber muertos inútiles. Usted me entiende, vaya al Colegio y trate en el futuro de que la muerte del cadete Arana sirva para algo.

Rasgó el papel que tenía en la mano y lo arrojó al suelo.

— Váyase–añadió–Ya va a ser la hora de almuerzo.

— ¿Usted no vuelve, mi teniente?

— No–dijo Gamboa-. Quizá nos veamos algún día. Adiós.

Cogió su maleta y se alejó por la avenida de las Palmeras, en dirección a Bellavista. El Jaguar se quedó mirándolo un momento. Luego recogió los papeles que estaban a sus pies. Gamboa los había rasgado por la mitad. Uniéndolos, se podían leer fácilmente. Se sorprendió al ver que había dos pedazos, además de la hoja de cuaderno en la que había escrito: «Teniente Gamboa: yo maté al Esclavo. Puede pasar un parte y llevarme donde el coronel». Las otras dos mitades eran un telegrama: «Hace dos horas nació niña.

Rosa está muy bien. Felicidades. Va carta. Andrés». Rompió los papeles en pedazos minúsculos y los fue dispersando a medida que avanzaba hacia el acantilado. Al pasar por una casa, se detuvo: era una gran mansión, con un vasto jardín exterior. Allí había robado la primera vez. Continuó andando hasta llegar a la Costanera. Miró al mar, a sus pies: estaba menos gris que de costumbre; las olas reventaban en la orilla y morían« casi instantáneamente.

Había una luz blanca y penetrante que parecía brotar de los techos de las casas y elevarse verticalmente hacia el cielo sin nubes. Alberto tenía la sensación de que sus ojos estallarían al encontrar los reflejos, si miraba fijamente una de esas fachadas de ventanales amplios, que absorbían y despedían el sol como esponjas multicolores. Bajo la ligera camisa de seda su cuerpo transpiraba. A cada momento, tenía que limpiarse el rostro con la toalla. La avenida estaba desierta y era extraño: por lo general, a esa hora comenzaba el desfile de automóviles hacia las playas. Miró su reloj: no vio la hora, sus ojos quedaron embelesados por el brillo fascinante de las agujas, la esfera, la corona, la cadena dorada. Era un reloj muy hermoso, de oro puro. La noche anterior, Pluto le había dicho en el Parque Salazar: «parece un reloj cronómetro». Él repuso: " ¡Es un reloj cronómetro! ¿Para qué crees que tiene cuatro agujas y dos coronas? Y además es sumergible y a prueba de golpes». No querían creerle y él se sacó el reloj y le dijo a Marcela: «tíralo al suelo para que vean». Ella no se animaba, emitía unos chillidos breves y destemplados. Pluto, Helena, Emilio, el Bebe, Paco, la urgían. "¿De veras, de veras lo tiro?» «Sí, le decía Alberto; anda, tíralo de una vez.» Cuando lo soltó, todos callaron, siete pares de ojos ávidos anhelaban que el reloj se quebrara en mil pedazos. Pero sólo dio un pequeño rebote y luego Alberto se lo alcanzó: estaba intacto, sin una sola raspadura y andando. Después, él mismo lo sumergió en la fuente enana del Parque para demostrarles que era impermeable. Alberto sonrió. Pensó: «hoy me bañaré con él en la Herradura». Su padre, al regalárselo la noche de Navidad, le había dicho: «por las buenas notas del examen. Al fin comienzas a estar a la altura de tu apellido. Dudo que alguno de tus amigos tenga un reloj así. Podrás darte ínfulas». En efecto, la noche anterior el reloj había sido el tema principal de conversación en el Parque. «Mi padre conoce la vida», pensó Alberto.

Dobló por la avenida Primavera. Se sentía contento, animoso, caminando entre esas mansiones de frondosos jardines, bañado por el resplandor de las aceras; el espectáculo de las enredaderas de sombras y de luces que escalaban los troncos de los árboles o se cimbreaban en las ramas, lo divertía. «El verano es formidable, pensó. Mañana es lunes y para mí será como hoy. Me levantaré a las nueve, vendré a buscar a Marcela e iremos a la playa. En la tarde al cine y en la noche al Parque. Lo mismo el martes, el miércoles, el jueves, todos los días hasta que se termine el verano. Y después ya no tendré que volver al colegio, sino hacer mis maletas. Estoy seguro que Estados Unidos me encantará.» Una vez más, miró el reloj: las nueve y media. Si a esa hora el sol brillaba así, ¿cómo sería a las doce? «Un gran día para la playa», pensó. En la mano derecha, llevaba el traje de baño, enrollado en una toalla verde, de filetes blancos. Pluto había quedado en recogerlo a las diez; estaba adelantado. Antes de entrar al Colegio Militar, siempre llegaba tarde a las reuniones del barrio. Ahora era al contrario, como si quisiera recuperar el tiempo perdido. ¡Y pensar que había pasado dos veranos encerrado en su casa, sin ver a nadie! Sin embargo, el barrio estaba tan cerca, hubiera podido salir cualquier mañana, llegar a la esquina de Colón y Diego Ferré, recobrar a sus amigos con unas cuantas palabras. «Hola. Este año no pude verlos por el internado. Tengo tres meses de vacaciones que quiero pasar con ustedes, sin pensar en las consignas, en los militares, en las cuadras.» Pero qué importaba el pasado, la mañana desplegaba ahora a su alrededor una realidad luminosa y protectora, los malos recuerdos eran de nieve, el amarillento calor los derretía.

Mentira, el recuerdo del colegio despertaba aún esa inevitable sensación sombría y huraña bajo la cual su espíritu se contraía como una mimosa al contacto de la piel humana. Sólo que el malestar era cada vez más efímero, un pasajero granito de arena en el ojo, ya estaba bien de nuevo. Dos meses atrás, si el Leoncio Prado surgía en su memoria el mal humor duraba, la confusión y el disgusto lo asediaban todo el día. Ahora podía recordar muchas cosas como si se tratara de episodios de película. Pasaba días enteros sin evocar el rostro del Esclavo.

Después de cruzar la avenida Petit Thotiars se detuvo en la segunda casa y silbó. El jardín de la entrada desbordaba de flores, el pasto húmedo relucía. "¡Ya bajo!», gritó una voz de muchacha. Miró a todos lados: no había nadie, Marcela debía estar en la escalera. ¿Lo haría pasar? Alberto tenía la intención de proponerle un paseo hasta las diez. Irían hacia la línea del tranvía, bajo los árboles de la avenida. Podría besarla. Marcela apareció al fondo del jardín: llevaba pantalones y una blusa suelta a rayas negras y granates. Venía hacia él sonriendo y Alberto pensó: «qué bonita es». Sus ojos y sus cabellos oscuros contrastaban con su piel, muy blanca. — Hola–dijo Marcela–Has venido más temprano.

— Si quieres me voy–dijo él. Se sentía dueño de sí mismo. Al principio, sobre todo los días que siguieron a

la fiesta donde se declaró a Marcela, se sentía un poco intimidado en el mundo de su infancia, después del oscuro paréntesis de tres años que lo había arrebatado a las cosas hermosas. Ahora estaba siempre seguro y podía bromear sin descanso, mirar a los otros de igual a igual y, a veces, con cierta superioridad.

— Tonto–dijo ella.

— ¿Vamos a dar una vuelta? Pluto no vendrá antes de media hora.

— Sí–dijo Marcela-. Vamos–se llevó un dedo a la sien. ¿Qué sugería? — Mis papás están durmiendo. Anoche fueron a una fiesta, en Ancón. Llegaron tardísimo. Y yo que regresé del Parque antes de las nueve.

Cuando se hubieron alejado unos metros de la casa, Alberto le cogió la mano.

— ¿Has visto qué sol? — dijo–Está formidable para la playa.

— Tengo que decirte una cosa–dijo Marcela. Alberto la miró: tenía una sonrisa encantadoramente maliciosa y una nariz pequeñita e impertinente. Pensó: «es lindísima»

— ¿Qué cosa?

— Anoche conocí a tu enamorada.

¿Se trataba de una broma? Todavía no estaba plenamente adaptado, a veces alguien hacía una alusión que todos los del barrio comprendían y él se sentía perdido, a ciegas. No podía desquitarse: ¿cómo hacerles a ellos las bromas de las cuadras? Una imagen bochornosa lo asaltó: el Jaguar y Boa escupían sobre el Esclavo, atado a un catre.