— Un fantasma–insistió Pluto-. ¡Vivito y coleando!
— Ya basta–dijo el Bebe-. Todos estamos muy contentos con la venida de Alberto. Pero déjanos hablar.
— Tenemos que ponernos de acuerdo para el paseo–dijo Molly.
— Claro–dijo Emilio–Ahora mismo.
— De paseo con un fantasma–dijo Pluto-. ¡Qué formidable!
Alberto caminaba de vuelta a su casa, ensimismado, aturdido. El invierno moribundo se despedía de Miraflores con una súbita neblina que se había instalado a media altura, entre la tierra y la cresta de los árboles de la avenida Larco: al atravesarla, las luces de los faroles se debilitaban, la neblina estaba en todas partes ahora, envolviendo y disolviendo objetos, personas, recuerdos: los rostros de Arana y el Jaguar, las cuadras, las consignas, perdían actualidad y, en cambio, un olvidado grupo de muchachos y muchachas volvía a su memoria, él conversaba con esas imágenes de sueño en el pequeño cuadrilátero de hierba de la esquina de Diego Ferré y nada parecía haber cambiado, el lenguaje y los gestos le eran familiares, la vida parecía tan armoniosa y tolerable, el tiempo avanzaba sin sobresaltos, dulce y excitante como los ojos oscuros de esa muchacha desconocida que bromeaba con él cordialmente, una muchacha pequeña y suave, de voz clara y cabellos negros. Nadie se sorprendía al verlo allí de nuevo, convertido en un adulto; todos habían crecido, hombres y mujeres parecían más instalados en el mundo, pero el clima no había variado y Alberto reconocía las preocupaciones de antaño, los deportes y las fiestas, el cinema, las playas, el amor, el humor bien criado, la malicia fina. Su habitación estaba a oscuras; de espaldas en el lecho, Alberto soñaba sin cerrar los ojos. Habían bastado apenas unos segundos para que el mundo que abandonó le abriera sus puertas y lo recibiera otra vez en su seno sin tomarle cuentas, como si el lugar que ocupaba entre ellos le hubiera sido celosamente guardado durante esos tres años. Había recuperado su porvenir.
— ¿No te daba vergüenza? — dijo Marcela.
— ¿Qué?
— Pasearte con ella en la calle.
Sintió que la sangre afluía a su rostro. ¿Cómo explicarle que no sólo no le daba vergüenza, sino que se sentía orgulloso de mostrarse ante todo el mundo con Teresa? ¿Cómo explicarle que, precisamente, lo único que lo avergonzaba en ese tiempo era no ser como Teresa, alguien de Lince o de Bajo el Puente, que su condición de miraflorino en el Leoncio Prado era más bien humillante?
— No–dijo–No me daba vergüenza.
— Entonces estabas enamorado de ella–dijo Marcela–Te odio.
Él le apretó la mano; la cadera de la muchacha tocaba la suya y Alberto, a través de ese breve contacto, sintió una ráfaga de deseo. Se detuvo.
— No–dijo ella–Aquí no, Alberto.
Pero no resistió y él pudo besarla largamente en la boca. Cuando se separaron, Marcela tenía el rostro arrebatado y los Ojos ardientes.
— ¿Y tus papás? — dijo ella.
— ¿Mis papás?
— ¿Qué pensaban de ella?
— Nada. No sabían.
Estaban en la alameda Ricardo Palma. Caminaban por el centro, bajo los altos árboles que sombreaban a trozos el paseo. Había algunos transeúntes y una vendedora de flores, bajo un toldo. Alberto soltó el hombro de Marcela y la tomó de la mano. A lo lejos, una línea constante de automóviles ingresaba a la avenida Larco. «Van a la playa», pensó Alberto.
— ¿Y de mí, saben? — dijo Marcela.
— Sí–repuso él–Y están encantados. Mi papá dice que eres muy linda.
— ¿Y tu mamá?
— También.
— ¿De veras?
— Sí, claro que sí. ¿Sabes lo que dijo mi papá el otro día? Que antes de mi viaje te invite para que vayamos de paseo, un domingo, a las playas del Sur. Mis papás, tú y yo.
— Ya está–dijo ella-. Ya hablaste de eso.
— Oh, pero si vendré todos los años. Estaré aquí las vacaciones íntegras, tres meses cada año. Además, es
una carrera muy corta. En Estados Unidos no es como aquí, todo es más rápido, más perfeccionado.
— Prometiste no hablar de eso, Alberto–protestó ella-. Te odio.
— Perdóname–dijo él-. Fue sin darme cuenta. ¿Sabes que mis papás se llevan ahora muy bien?
— Sí. Ya me contaste. ¿Y ya no sale nunca tu papá? Él tiene la culpa de todo. No comprendo cómo lo soporta tu mamá.
— Ahora está más tranquilo–dijo Alberto-. Están buscando otra casa, más cómoda. Pero a veces mi papá se escapa y sólo aparece al día siguiente. No tiene remedio.
— ¿Tú no eres como él, no?
— No–dijo Alberto–Yo soy muy serio.
Ella lo miró con ternura. Alberto pensó: «estudiaré mucho y seré un buen ingeniero. Cuando regrese, trabajaré con mi papá, tendré un carro convertible, una gran casa con piscina. Me casaré con Marcela y seré un donjuan. Iré todos los sábados a bailar al Grill Bolívar y viajaré mucho. Dentro de algunos años ni me acordaré que estuve en el Leoncio Prado».
— ¿Qué te pasa? — dijo Marcela-. ¿En qué piensas?
Estaban en la esquina de la avenida Larco. A su alrededor había gente; las mujeres llevaban blusas y faldas de colores claros, zapatos blancos, sombreros de paja, anteojos para el sol. En los automóviles convertibles se veía hombres y mujeres en ropa de baño, conversando y riendo.
— Nada–dijo Alberto-. No me gusta acordarme del Colegio Militar.
— ¿Por qué?
— Me pasaba la vida castigado. No era muy agradable.
— El otro día–dijo ella-, mi papá me preguntó por qué te habían puesto en ese Colegio.
— Para corregirme–dijo Alberto-. Mi papá decía que yo podía burlarme de los curas pero no de los militares.
— Tu papá es un hereje.
Subieron por la avenida Arequipa. A la altura de Dos de Mayo, de un coche rojo les gritaron: «oho, oho, Alberto, Marcela»; ellos alcanzaron a ver a un muchacho que los saludaba con la mano. Le hicieron adiós.
— ¿Sabías? — dijo Marcela-. Se ha peleado con Úrsula. — ¿Ah, sí? No sabía.
Marcela le contó los pormenores de la ruptura. Él no comprendía bien, involuntariamente se había puesto a pensar en el teniente Gamboa. «Debe seguir en la puna. Se portó bien conmigo y por eso lo sacaron de Lima. Y todo porque me corrí. Tal vez pierda su ascenso y se quede muchos años de teniente.
Sólo por haber creído en mí.»
— ¿Me estás oyendo, o no? — dijo Marcela.
— Claro que sí–dijo Alberto-. ¿Y después?
— La llamó por teléfono montones de veces, pero ella apenas reconocía su voz, colgaba. Bien hecho, ¿no te parece?
— Por supuesto–dijo él-. Muy bien hecho.
— ¿Tú harías algo como lo que hizo él?
— No–dijo Alberto-. Nunca.
— No te creo–dijo Marcela-. Todos los hombres son unos bandidos.
Estaban en la avenida Primavera. A lo lejos vieron el automóvil de Pluto. Éste, desde la calzada, les hizo ademanes amenazadores. Llevaba una reluciente blusa amarilla, un pantalón caqui arremangado hasta los tobillos, mocasines y medias cremas.
— ¡Son ustedes unos frescos! — les gritó-. ¡Unos frescos!
— ¿No es lindo? — dijo Marcela–Lo adoro.
Corrió hacia Pluto y éste, teatralmente, simuló degollarla. Marcela se reía y su risa parecía una fuente, refrescaba la mañana soleada. Alberto sonrió a Pluto y éste le lanzó un puñete afectuoso al hombro.
— Creí que la habías raptado, hermano–dijo Pluto.
— Un segundo–dijo Marcela-. Voy a sacar mi ropa de baño.
— Apúrate o te dejamos–dijo Pluto.
— Sí–dijo Alberto-. Apúrate o te dejamos.
— ¿Y ella qué te dijo? — preguntó el flaco Higueras.
Ella estaba inmóvil y atónita. Olvidando un instante su turbación, él pensó: «todavía se acuerda». En la luz gris que bajaba suavemente, como una rala lluvia, hasta esa calle de Lince ancha y recta, todo parecía de ceniza: la tarde, las viejas casas, los transeúntes que se aproximaban o alejaban a pasos tranquilos, los postes idénticos, las veredas desiguales, el polvo suspendido en el aire.