—Es una garra… —empecé.
—Sólo era una grieta en el corazón de la joya. El Conciliador era un hombre, lictor Severian, no un gato ni un ave. —La mujer se levantó.
—Se estrelló contra las rocas cuando el gigante la tiró desde el parapeto…
—Esperaba calmarlo, pero veo que sólo lo estoy excitando —dijo ella. Inesperadamente sonrió, se inclinó y me dio un beso—. Aquí hay muchos que creen cosas que no son. No muchos tienen creencias que los acrediten, no tanto como a usted las suyas. Ya hablaremos de esto otra vez.
Miré la pequeña figura vestida de escarlata hasta que se perdió de vista en la oscuridad y el silencio de las hileras de camas. Mientras hablábamos, la mayoría de los enfermos se había dormido. Unos pocos roncaban. Entraron tres esclavos, dos de ellos trayendo un herido en camilla mientras el tercero les alumbraba el camino con una lámpara. La luz brillaba en las cabezas rapadas, cubiertas de sudor. Pusieron al herido en un catre, le estiraron los miembros como si estuviese muerto, y se fueron.
Miré la Garra. Mientras la Peregrina la miraba, había estado negra e inerte pero ahora, unos mudos destellos de fuego blanco la recorrían de la base a la punta. Me sentía bien: en verdad, me encontré preguntándome cómo había soportado el día entero echado en ese colchón angosto; pero cuando intenté levantarme, las piernas apenas me sostuvieron. Temiendo a cada momento caer sobre algún herido, di tambaleándome los veinte pasos que había hasta el hombre que acababan de traer.
Era Emilian, a quien yo había conocido como hombre galante de la corte del Autarca. Tanto me asombró verlo que lo llamé por su nombre. —Thecla —murmuró él—. Thecla…
—Sí. Thecla. Me recuerdas, Emilian. Ahora cúrate. —Lo toqué con la Garra.
Abrió los ojos y gritó.
Yo escapé hacia mi catre, pero a mitad de camino me caí. Estaba tan débil que no habría podido, creo, continuar a gatas, pero me las arreglé para esconder la Garra y perderme de vista rodando bajo el catre de Hallvard.
Cuando volvieron los esclavos, Emilian estaba sentado y podía hablar, aunque no pienso que lo que decía se entendiera mucho. Le dieron hierbas, y uno se quedó con él mientras las masticaba y después se fue sin hacer ruido.
Rodé para salir de mi escondite y apoyándome en el borde pude ponerme en pie. Todo estaba de nuevo en calma, pero yo sabía que muchos heridos tenían que haberme visto antes de que me cayera. En vez de dormir, como yo había supuesto, Emilian parecía aturdido.
—Thecla —murmuraba—. Oí a Thecla. Dijeron que había muerto. ¿Qué voces hay aquí de la tierra de los muertos?
—Ya ninguna —le dije—. Has estado mal, pero pronto te pondrás bien.
Alcé la Garra bien alta e intenté concentrar los pensamientos en Melito y en Foilay también en Emi y en todos los enfermos del lazareto. Parpadeó y se oscureció.
IX — La historia de Melito: El gallo, el ángel y el águila
—Hace no mucho tiempo, y no muy lejos del lugar donde nací, había una vez una magnífica granja. Era especialmente célebre por sus aves: bandadas de patos blancos como la nieve, gansos casi tan grandes como cisnes y tan gordos que a duras penas andaban, y pollos coloridos como loros. El granjero que la había construido tenía muchísimas ideas raras sobre su trabajo, pero estas ideas raras le habían dado tanto más provecho que las ideas sensatas a sus vecinos, que pocos tenían el coraje de decirle lo loco que estaba.
»Una de sus nociones extrañas concernía al tratamiento de los pollos. Todo el mundo sabe que cuando se ve que los pollitos son gallos pequeños hay que caparlos. En el gallinero se necesita un solo gallo, y dos se pelearían.
»Pero este granjero se ahorraba el problema. “Déjalos que crezcan decía—. Déjalos que se peleen, y déjame decirte una cosa, vecino. Ganará el gallo me jor, el más gallo, y él será el que dé más pollitos a mi corral. Más aún: sus pollitos serán los más resistentes para superar cualquier enfermedad. Cuando se te mueran los pollos, ven a verme y te venderé unas crías a mi propio precio. En cuanto a los gallos vencidos, nos los podemos comer, mi familia y yo. No hay capón más tierno que un gallo que murió peleando, así como la mejor carne es la del toro que murió en la arena y la del venado que los sabuesos persiguieron todo el día. Además, comer capón mina la virilidad.”
»Este extraño granjero creía también que si necesitaba un ave para la cena, era tarea suya elegir la peor del corral. “Cualquiera que tome la mejor es un impío —decía—. Hay que dejarlas prosperar bajo la mirada del Pancreador, que tanto como al hombre y la mujer hizo al gallo y la gallina.” Quizá porque actuaba con sinceridad, su corral era tan bueno que a veces parecía que no hubiese en él un ave peor que las otras.
»De todo lo que he dicho quedará claro que el gallo de ese corral era excelente. Joven, fuerte y bravo. Tenía una cola magnífica, como la de muchos faisanes, y sin duda habría tenido también una magnífica cresta si no se la hubiera desgarrado en los muchos combates desesperados en que se había metido. Las plumas del pecho eran de un escarlata reluciente —como las túnicas de las Peregrinas—, pero contaban los gansos que había sido blanco antes de teñirse en su propia sangre. Las alas eran tan fuertes que volaba mejor que cualquiera de los patos blancos, los espolones más largos que el dedo medio de un hombre, y el pico filoso como mi espada.
»Ese hermoso gallo tenía mil mujeres, pero la preferida de su corazón era una gallina hermosa como él, hija de una noble raza y reina reconocida de las gallinas en leguas a la redonda. ¡Con qué orgullo se paseaban entre la esquina del granero y el agua del estanque de los patos! Imposible ver nada mejor, no, ni aunque uno viera al mismo Autarca exhibiéndose con su favorita en la Fuente de las Orquídeas; menos aún considerando que, según he oído, el Autarca es capón.
»Para esa feliz pareja todo era vino y rosas hasta que una noche una terrible barahúnda despertó al gallo. Un gran búho orejero había irrumpido en el granero donde dormían los pollos y se abría paso entre ellos en busca de algo para cenar. Por supuesto: se lanzó sobre la gallina favorita del gallo; y llevándola entre las garras abrió las anchas alas silenciosas. Los búhos ven maravillosamente bien en la oscuridad, y aquél tuvo que haber visto al gallo volando hacia él como una furia emplumada. ¿Alguien ha visto nunca un búho con expresión perpleja? Y con todo, seguro que esa expresión tuvo el búho aquella noche en el granero. Los espolones del gallo se movieron más rápido que pies de bailarín, y el pico martilló los ojos redondos ybrillantes como martillaun tronco el pico del pájaro carpintero. El búho dejó caer la gallina, huyó del granero y nunca lo volvieron a ver.
»No hay duda de que el gallo tenía derecho al orgullo, pero se volvió demasiado orgulloso. Habiendo vencido al búho en la oscuridad, le pareció que podía vencer a cualquier ave en cualquier sitio. Empezó a hablar de rescatar a las presas de los halcones y atacar al teratornis, la más grande y terrible de las aves voladoras. Estoy seguro de que si se hubiera rodeado de consejeros sabios, en particular la llama y el cerdo, a quienes la mayoría de los príncipes eligen para conducir sus asuntos, con eficacia y cortesía pronto habrían puesto coto a sus extravagancias. Es una pena, pero no lo hizo. Escuchaba únicamente a las gallinas, que estaban todas locas por él, y a los gansos y los patos, que sentían que como prójimos suyos en el corral compartían en cierto grado la gloria que él ganaba. Hasta que llegó el día, como les llega siempre a los demasiado orgullosos, en que se pasó de la raya.
»Era el amanecer, siempre el momento más peligroso para el que no da un buen paso. El gallo voló más y más y más alto, que pareció que iba a traspasar el cielo, y al fin se posó en la veleta del gablete más encumbrado del granero: el punto más alto de toda la granja. Desde allí, mientras el sol salía de las sombras con trazos de oro y carmesí, gritó una y otra vez que él era el señor de todas las criaturas emplumadas. Siete veces cantó aquello, y habría debido detenerse entonces, pues siete es un número propicio. Pero no pudo conformarse. Una octava vez hizo el mismo alarde, y luego voló abajo.