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Creo que nadie se había dado cuenta de que nos había escuchado. Estábamos todos un poco atónitos al oírlo hablar. Al cabo de un momento, Foila dijo: —Quiere decir que no debes juzgar el contenido de las historias sino lo bien que cada cual contó la suya. No sé si estoy de acuerdo; y sin embargo, habría que pensarlo.

—Yo no estoy de acuerdo —gruñó Hallvard—. Los trucos del narrador cansan rápido a los que escuchan. La mejor manera de contar es la más sencilla.

Otros apoyaron el argumento, y estuvimos largo rato hablando de eso y del gallito.

X — Ava

Mientras estaba enfermo nunca me había fijado mucho en los que nos traían la comida, aunque si reflexionaba podía recordarlos con claridad, como recuerdo todo. Una vez nos había servido una Peregrina, la que había hablado conmigo la noche anterior. Otras habían sido los esclavos rapados, o postulantes de hábito marrón. Esa noche, la del día en que Melito había contado su historia, nos trajo la cena una postulante que yo no había visto hasta entonces, una muchacha delgada de ojos grises. Me levanté y la ayude a repartir las bandejas.

Cuando terminamos me dio las gracias y dijo: —Usted no se quedará mucho más.

Le dije que tenía algo que hacer allí, y ningún otro lugar adonde ir.

—Tiene una legión. Y si a la suya la han destruido, le asignarán otra.

—Yo no soy soldado. Vine al norte con la vaga idea de alistarme, pero antes de tener una oportunidad me enfermé.

—Habría podido esperar en su ciudad natal. Me dicen que los piquetes de reclutamiento pasan por todas, al menos dos veces al año.

—Me temo que mi ciudad natal es Nessus. —La vi sonreír.—Pero me fui de allí hace algún tiempo, y no me habría gustado sentarme a esperar medio año en cualquier sitio. De todos modos, nunca se me ocurrió. ¿Usted también es de Nessus?

—Le cuesta estar de pie.

—No, estoy bien.

Me tocó el brazo, gesto tímido que en cierto modo me hizo pensar en el ciervo domesticado del jardín del Autarca.

—Se está tambaleando. Aunque se le haya ido la fiebre, no está acostumbrado a caminar. Tiene que comprenderlo. Se ha pasado varios días en cama. Ahora quiero que vuelva a acostarse.

—Si lo hago sólo podré hablar con los mismos con que he hablado todo el día. El hombre que tengo a la derecha es un prisionero ascio, y el de la izquierda viene de una aldea que ni usted ni yo hemos oído nombrar.

—De acuerdo, si se acuesta me sentaré a que conversemos un rato. De todos modos hasta el toque de silencio no tengo nada que hacer. ¿De qué sector de Nessus es?

Mientras me escoltaba hasta mi catre, le dije que no quería hablar sino escuchar; y le pregunté de qué sector era el hogar de ella.

—Cuando una vive con las Peregrinas, el hogar está donde se plantan las tiendas. La orden pasa a ser la familia y las amigas, como si de pronto todas las amigas de una fueran también hermanas. Pero antes de venir aquí vivía en la punta noroeste de la ciudad, a la vista del Muro.

—¿Cerca del Campo Sanguinario? —Sí, muy cerca. ¿Conoce el lugar? —Una vez luché allí.

Se le agrandaron los ojos. —¿De veras? Nosotras íbamos allí a mirar. Se suponía que no debíamos, pero íbamos de todos modos. ¿Ganó?

Nunca había pensado en eso y tuve que considerarlo. —No —dije—. Perdí.

—Pero sobrevivió. Seguro que es mejor perder y vivir que quitarle la vida a otro.

Me abrí la túnica y le mostré la cicatriz que la hoja de averno de Agilus me había dejado en el pecho.

—Tuvo mucha suerte. Aquí llegan muchos soldados con heridas así, pero pocasveces podemos salvarlos. —Titubeando, me tocó el pecho. Había en su cara una dulzura que no he visto en otras caras de mujer. Me acarició un momento la piel, hasta que retiró la mano de un tirón.— No pudo ser muy profunda.

—No lo fue —le dije.

—Una vez vi un combate entre un oficial y un exultante enmascarado. Como armas usaban plantas envenenadas; quizá porque con la espada el oficial habría tenido una ventaja injusta. El exultante murió y yo me fui, pero después se armó una barahúnda enorme pues el oficial perdió la cabeza. Se abalanzó contra mí blandiendo la planta, pero alguien le arrojó una porra a los pies y lo derribó. Creo que nunca vi un combate más emocionante.

—¿Lucharon con valor?

—No mucho. Discutieron un montón de cuestiones legales… Ya sabe, como hacen los hombres cuando no quieren empezar.

—«Me honrará hasta el fin de mis días que se me hayacreído digno de un desafío que ninguna otra ave había recibido hasta hoy. Lamento profundamente tener que deciros que no puedo aceptar, y esto por tres razones, la primera de las cuales es que, aunque vos tenéis plumas en las alas, como decís, no es contra vuestras alas que yo lucharía.» ¿Conoce esta historia? Sonriendo, ella negó con la cabeza.

—Es muy buena. Alguna vez se la contaré. Si vivía tan cerca del Campo Sanguinario, la familia de usted tiene que ser importante. ¿Era armígera?

—Prácticamente todas nosotras éramos armígeras o exultantes. Me temo que es una orden bastante aristocrática. De vez en cuando admiten a una hija de optimate como yo, cuando el optimate es viejo amigo de la orden; pero sólo somos tres. Algunos optimates, me han dicho, piensan que para que acepten a sus hijas bastará que hagan donaciones más cuantiosas, pero en realidad no es así: tienen que haber ayudado de varias maneras, no sólo con dinero, y haberlo hecho durante muchos años. ¿Sabe?, el mundo no está tan corrompido como a la gente le gusta creer.

Pregunté: —¿Cree que está bien limitar así la orden? Ustedes sirven al Conciliador. ¿Les preguntó él a los que levantó de entre los muertos si eran armígeros o exultantes?

Ella volvió a sonreír: —Esa cuestión se ha discutido en la orden muchas veces. Pero hay otras órdenes abiertas del todo a los optimates, y también a y conservándonos como somos conseguimos dinero abundante para nuestro trabajo y tenemos mucha influencia. Si únicamente cuidáramos y alimentáramos a cierto tipo de gente, le daría la razón. Pero no es así: si podemos, ayudamos incluso a los animales. A Conexa Epicharis le gustaba decir que nuestro límite eran los insectos, pero luego encontró a una de nosotras, una postulante, quiero decir, intentando emparcharle el ala a una mariposa.

—¿No les molesta que estos soldados hayan estado haciendo lo posible por matar ascios?

La respuesta fue muy diferente de lo que esperaba: —Los ascios no son humanos.

—Ya le he dicho que el paciente que tengo al lado es un ascio. Ustedes lo están cuidando, y por lo que he visto tan bien como nos cuidan a nosotros.

—Yyo le he dicho a usted que cuando podemos nos ocupamos de animales. ¿No sabe que los seres humanos pueden perder su humanidad?

—Se refiere a los zoántropos. Me he cruzado con alguno.

—Ellos, claro. Abandonan su humanidad deliberadamente. Pero hay otros que la pierden sin querer, a menudo pensando que van a ampliarla o a elevarse por encima del estado en que nacieron. Y a otros más, como los ascios, se la arrancan.

Pensé en Calveros zambulléndose en el lago Diuturna desde la pared del castillo.

—Sin duda esas… criaturas merecen nuestra compasión.

—Los animales merecen nuestra compasión. Por eso en la orden nos ocupamos de ellos. Pero matar uno no es asesinato.

Me senté y le aferré el brazo con un entusiasmo que apenas podía contener. ¿Cree usted que si algo existiera, un brazo del Conciliador, digamos, capaz de curar a los humanos, con los no humanos podría fracasar?

—Habla de la Garra. Cierre la boca, por favor, que cuando la deja abierta así me hace reír y se supone que no debemos hacerlo con gente que no es de la orden.