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—¡Lo sabe!

—Me lo contó su enfermera. Dijo que estaba loco, pero de una manera agradable, y que no creía que pudiera hacer daño. Entonces le pregunté más, y me contó. Usted tiene la Garra, y aveces cura a los enfermos y resucita a los muertos.

—¿Usted piensa que estoy loco? Sonriendo aún, ella asintió.

—¿Por qué? No importa lo que le dijo la Peregrina. ¿He dicho esta noche algo que le hiciera pensarlo? —Tal vez hechizado. No es nada que haya dicho. O al menos no mucho. Pero usted no es sólo un hombre.

En seguida hizo una pausa. Creo que esperaba que yo lo negase, pero no dije nada.

—Está en su cara y en la forma como se mueve: ¿sabe que ni siquiera sé su nombre? Ella no me lo dijo.

—Severian.

—Yo soy Ava. Severian es uno de esos nombres para hermano y hermana, ¿no? Severian y Severa. ¿Tiene una hermana?

—No sé. Si tengo una, es bruja.

Ava lo lo pasó por alto. —La otra, ¿tiene nombre? —Entonces sabe que es una mujer.

—¡Hum! Cuando estaba sirviendo la comida, por un momento pensé que había venido a ayudarme una de las hermanas exultantes. Entonces me volví y era usted. Primero me pareció que sólo había sido al verlo de reojo, pero ahora, sentados aquí, a veces la veo incluso cuando lo miro de frente. Hay momentos, cuando aparta los ojos, en que usted desaparece y hay una mujer y pálida que usa su cara. Por favor, no me diga que ayuno demasiado. Lo mismo me dicen todas y no es verdad, y aunque lo fuera, aquí no se trata de eso.

—Se llama Thecla. ¿Recuerda lo que acaba de decir sobre la pérdida de la humanidad? ¿Intentaba hablarme de ella?

Ava sacudió la cabeza.

—Creo que no. Pero quería preguntarle una cosa. Había aquí otro paciente como usted, y me han contado que llegaron juntos.

—Se refiere a Miles. No, son casos totalmente diferentes. No le contaré nada de él. Tiene que hacerlo él mismo o nadie. Pero le contaré algo de mí. ¿Ha oído hablar de los comedores de cadáveres?

—Usted no es de ellos. Hace unas semanas tuvimos tres cautivos insurgentes. Sé cómo son.

—¿En qué se diferencian?

—Con ellos… —buscó las palabras a tientas—. Con ellos no hay control… Hablan consigo mismos, claro que mucha gente lo hace, y miran cosas que no están ahí. Eso tiene algo de solitario, y algo de egoísta. Usted no es de ellos.

—Pero lo soy —dije. Y, sin entrar en grandes detalles, le conté el banquete de Vodalus.

—Lo obligaron —dijo ella cuando hube acabado—. Si hubiera dicho lo que pensaba lo habrían matado.

—Eso no importa. Bebí el alzabo. Comí la carne de ella. Yal principio fue repugnante, como usted dice, aunque la había amado. Ella estaba en mí, y yo compartía la vida que había sido suya, y sin embargo estaba muerta. La sentía pudrirse allí dentro. La primera noche tuve de ella un sueño maravilloso; es uno de los recuerdos que más atesoro. Después empezó a haber algo horrible, y a veces tenía la impresión de soñar despierto: creo que son las conversaciones y las miradas que usted mencionó. Ahora, y por mucho tiempo, parece que ha vuelto a vivir, pero dentro de mí.

—Creo que para los otros no es lo mismo.

—Yo también. Al menos por lo que he oído. Hay muchísimas cosas que no entiendo. La que le he contado es una de las principales.

Ava estuvo callada un momento. Luego se le dilataron los ojos.

—Esa cosa en la que cree, la Garra. ¿Entonces la tiene?

Asentí.

—¿Pues no lo ve? Claro que la ha revivido. Antes dijo que a veces incluso actuaba sin que usted lo supiera. Usted tenía la Garra, y la tenía a ella, como dijo, pudriéndose dentro de usted.

—Sin el cuerpo.

—Como todos los ignorantes, es materialista. Pero no por eso el materialismo es verdad. ¿No lo sabe? En definitiva, lo que importa es el espíritu y el sueño, el pensamiento y el amor y los actos.

Las ideas que se agolpaban sobre mí me tenían tan pasmado que por un rato, en vez de hablar, permanecí envuelto en especulaciones. Cuando por fin volví en mí, me sorprendió que Ava no se hubiera ido e intenté agradecérselo.

—Era apacible estar aquí con usted, y si hubiera venido alguna hermana le habría dicho que me había quedado por si los enfermos llamaban.

—Todavía no me he decidido sobre lo que dijo de Thecla. Tendré que pensarlo, quizá durante varios días. La gente me dice que soy algo tonto.

Sonrió, y la verdad es que, al menos en parte, yo había dicho lo que había dicho (aunque era verdad) para que ella sonriese.

—Yo no lo creo. Concienzudo, en todo caso. —Como sea, pero tengo otra pregunta. A menudo, mientras trato de dormirme o cuando me despierto de noche, intento encontrar alguna relación entre mis fracasos y mis éxitos. Hablo de las veces que usé la Garra y reviví a alguien, y de las veces en que lo intenté pero la vida no volvió. Me parece que no se trata de un mero azar, aunque acaso el vínculo sea algo que yo no puedo conocer.

—¿Cree que ahora lo ha encontrado?

—Lo que usted dijo sobre la gente que pierde su humanidad: tal vez en parte sea eso. Hubo una mujer así, me parece, aunque era muy bella. Y un hombre, mi amigo, que sólo se curó en parte. Si es posible que alguien pierda su humanidad, sin duda es posible también que la encuentre otro que no la tenía. Por todas partes lo que pierde uno lo encuentra otro. Me parece que él era así. Claro que también el efecto siempre parece menor cuando la muerte esviolenta… —Yo diría que sí —dijo Ava.

—La Garra curó al hombre-mono a quien yo había mano. Quizá fue porque lo había hecho yo mismo. Yayudó a jonas, pero los látigos aquellos los había usado yo, Thecla.

—El poder de curar nos protege de la Naturaleza. ¿Por qué el Increado habría de protegernos de nosotros mismos? De eso podríamos encargarnos nosotros. Quizás él nos ayude cuando nos arrepintamos de lo que hemos hecho.

Asentí, todavía pensando.

Ahora voy a la capilla. Usted está lo bastante bien como para andar unos pasos. ¿Vendrá conmigo?

Durante el tiempo que había estado debajo, el ancho techo de lona me había parecido el lazareto entero. Ahora veía, aunque sólo débilmente y de noche, que había muchas tiendas y pabellones. Como el nuestro, casi todos tenían las paredes recogidas para dejar pasar el fresco, plegadas como las velas de un barco anclado. Sin entrar en ninguno, caminamos entre ellos por senderos sinuosos que me parecieron largos, hasta que llegamos a uno con las paredes bajas. Era de seda, no de lona, y las luces de dentro le daban un brillo carmesí.

—En un tiempo —me dijo Ava— tuvimos una gran catedral. Cabían diez mil, y sin embargo se podía cargarla en un solo vagón. La Domnicellae la hizo incendiar justo antes de que yo entrara en la orden. —Lo sé —dije—. Yo lo vi.

Dentro de la tienda de seda nos arrodillamos ante un sencillo altar colmado de flores. Ava rezó. Yo, que no sabía ninguna oración, hablé en silencio con alguien que a veces estaba dentro de mí, y a veces, como había dicho el ángel, parecía infinitamente remoto.

XI — La historia del leal al Grupo de los Diecisiete: El hombre justo

A la mañana siguiente, cuando ya habíamos comido y todo el mundo estaba despierto, me atreví a preguntarle a Foila si ya me tocaba juzgar entre Melito y Hallvard. Ella meneó la cabeza, pero antes de que pudiera hablar el ascio anunció: —Todos deben hacer lo suyo al servicio del populacho. El buey arrastra el arado y el perro cuida las ovejas, pero el gato caza ratones en el granero. Así el hombre, la mujer y hasta el niño pueden servir al populacho.

Foila hizo relampaguear esa sonrisa deslumbrante. —Nuestro amigo también quiere contar una his —¿Cómo?—Por un momento pensé que realmente Melito iba a sentarse.— Vais a dejar que… dejar que uno de ellos… tener en cuenta…