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Pienso que, aunque fue la más corta y la más simple que he registrado en este libro, de esa historia aprendí varias cosas de importancia. Ante todo, cuánto de lo que decimos, y que creemos recién acuñado en nuestras bocas, consiste en locuciones establecidas. Parecía que el ascio sólo hablaba con frases que había aprendido de memoria, aunque hasta ese momento nunca las había oído. Foila parecía hablar como hablan comúnmente las mujeres, y si me hubieran preguntado si empleaba expresiones hechas, yo habría respondido que no; y sin embargo muy a menudo el principio de estas frases habría permitido predecir el final.

Segundo, aprendí lo dificil que es eliminar la necesidad de expresarse. El pueblo de Ascia hablaba sólo con la voz de sus amos; pero de esa voz habían hecho una lengua nueva, y después de oír al ascio, no tuve dudas de que a él le servía para expresar cualquier pensamiento.

Y tercero, aprendí una vez más qué cosa polifacética es narrar un cuento. Seguramente, no habría podido haber ninguno más simple que el ascio; y sin embargo, ¿qué quería decir? ¿Pretendía elogiar al Grupo de los Diecisiete? El mero terror de este nombre había puesto en fuga a los malvados. ¿Pretendía condenarlo? Había oído las quejas del hombre justo, pero no habían hecho más por él que apoyarlo con palabras. No había habido la menor sugerencia de que alguna vez fueran a hacer más.

Pero escuchando al ascio y a Foila no había descubierto lo que más quería saber. ¿Qué motivo había tenido ella para permitir que el ascio compitiera? ¿Mera malicia? Por sus ojos risueños me era fácil creerlo. ¿Se sentía en realidad atraída por él? Dar crédito a esto me resultaba más arduo, pero sin duda no era imposible. ¿Quién no ha visto mujeres atraídas por hombres faltos de la menor cualidad? Estaba claro que Foila había tenido mucho que ver con el ascio, y que él no era unrsoldado corriente, ya que le habían enseñado nuestro idioma. ¿Esperaba extraerle algún secreto?

Y él, ¿qué? Melito y Hallvard se habían acusado uno a otro de contar cuentos con propósitos ulteriores. ¿Había hecho él lo mismo? Si era así, sin duda su propósito había sido decirle a Foila —y también a los demás— que nunca se daría por vencido.

XII — Winnoc

Esa noche tuve otro visitante más: uno de los esclavos rapados. Yo estaba sentado, intentando hablar con el ascio, cuando vino y se sentó junto a mí.

—¿Se acuerda de mí, lictor? —preguntó—. Me llamo Winnoc.

Negué con la cabeza.

—Fui yo quien lo bañó y lo cuidó la primera noche —me dijo—. He estado esperando que se repusiera lo suficiente para hablar. Habría venido anoche, pero lo vi conversando muy enfrascado con una de las postulantes.

Le pregunté de qué deseaba hablarme.

—Hace un momento lo llamé lictory no lo negó. ¿Es realmente lictor? Aquella noche iba vestido así. —He sido lictor —dije yo—. Ésa es la única ropa que tengo.

—¿Pero ya no lo es?

Sacudí la cabeza. —Vine al norte para entrar en el ejército.

—Ah —dijo. Por un momento desvió la mirada. —Seguro que hay otros que hacen lo mismo.

—Sí, unos pocos. La mayoría se enrolan en el sur, o los obligan a enrolarse. Unos pocos vienen al norte como usted, porque buscan cierta unidad donde ya tienen un amigo o un pariente. La vida del soldado… Esperé a que continuara.

—Se parece mucho a la del esclavo, pienso. Yo nunca he sido soldado, pero he hablado con muchos.

—¿Tan desgraciada es tu vida? Habría dicho que las Peregrinas son amas bondadosas. ¿Les pegan?

Al oír eso sonrió y se dio vuelta para que le viese la espalda.

—Usted ha sido lictor. ¿Qué opina de mis cicatrices?

En la luz declinante apenas podía verlas. Las recorrí con los dedos.

—Sólo que son muy viejas y que fueron hechas con un látigo —dije.

—Me las hicieron antes de los veinte, y ahora tengo casi cincuenta. ¿Fue lictor mucho tiempo?

—No, no mucho.

—¿Entonces no conoce bien el oficio? —Lo suficiente para practicarlo.

—¿Yeso es todo? El hombre que me azotó me dijo que era del gremio de los torturadores. Pensé que tal vez usted supiera algo de ellos.

—Sé algo.

—¿De veras existen? Hay gente que me ha contado que desaparecieron hace mucho, pero el hombre que me azotó no decía lo mismo.

Le dije: —Por lo que yo sé, todavía existen. ¿Por casualidad recuerda el nombre del que lo flageló? —Se llamaba Aspirante Palaemon… ¡Ah, usted lo conoce!

—Sí. Durante un tiempo fue mi maestro. Ahora es un anciano.

—¿Entonces todavía está vivo? ¿Volverá a verlo? —Creo que no.

—A mí me gustaría verlo. Quizás alguna vez pueda. Al fin y al cabo el Increado lo ordena todo. Ustedes los jóvenes viven vidas desbocadas… Sé que yo a su edad vivía así. ¿Ya sabe que él moldea todo lo que hacemos?

—Tal vez.

—Es así, créame. He visto mucho más que usted. Es posible entonces que yo nunca vuelva a ver al Aspi— rante Palaemon, y que a usted lo hayan traído aquí para que sea mi mensajero.

Exactamente en ese punto, cuando yo esperaba que me transmitiera el mensaje, se quedó callado. Los pacientes que con tanta atención habían escuchado la historia del ascio conversaban ahora entre ellos; pero, en algún lugar de la pila, uno de los platos sucios que había recogido el esclavo cambió de posición con un leve chasquido, y yo lo oí.

—¿Qué sabe de las leyes de la esclavitud? —al fin me preguntó—. Quiero decir, ¿qué sabe de las maneras en que la ley puede convertir a un hombre o una mujer en esclavos?

—Muy poco —dije—. A cierto amigo mío (pensaba en el hombre verde) lo llamaban esclavo, pero sólo era un extranjero con mala suerte que había sido capturado por gente inescrupulosa. Yo sabía que eso no era legal.

Asintió en señal de acuerdo. —¿Era de piel oscura? —Podría decirse que sí.

—En los tiempos de antes, al menos eso he oído, la esclavitud dependía del color de la piel. Cuanto más oscuro era un hombre, más esclavo lo hacían. Es dificil de creer, lo sé. Pero en la orden teníamos una chatelaine que sabía mucho de historia, y ella me lo contó. Era una mujer sincera.

—Eso se explica sin duda porque a menudo los esclavos deben trabajar al sol — observé—. Muchos usos del pasado hoy nos parecen meros caprichos.

Eso lo enfadó un poco.

—Créame, joven, he vivido en los tiempos de antes y en los de ahora, y sé mucho mejor que ustedes cuáles fueron mejores.

—Lo mismo solía decir el maestro Palaemon. Como yo esperaba, el comentario lo devolvió al tema principal. —Sólo hay tres maneras de ser esclavo —dijo—. Para la mujer, sin embargo, es diferente, con el casamiento y cosas así.

»Si a un hombre, un esclavo, lo traen a la Mancomunidad de un lugar extranjero, esclavo se queda, y el amo que lo trajo puede venderlo si quiere. Esa es una. Los prisioneros de guerra, como este ascio, son esclavos del Autarca, Señor de los Señores y Esclavo de los Esclavos. Si quiere, el Autarca puede venderlos. Muchas veces lo hace, y como la mayoría de los ascios no sirven de mucho salvo en trabajos tediosos, a menudo uno los encuentra remando en los ríos superiores. Ésa es la segunda.

»La tercera es que un hombre se venda al servicio de alguien, porque un hombre libre es amo de su propio cuerpo: ya es su propio esclavo, por así decir.

—A los esclavos —señalé— rara vez los azotan los torturadores. ¿Qué falta hace, cuando pueden hacerlo los mismos amos?

—En aquel entonces yo no era esclavo. Eso es parte de lo que quería preguntar al Aspirante Palaemon. Yo era sólo un jovencito que habían sorprendido Una mañana, cuando iban a darme los azotes, el Aspirante Palaemon vino a hablar conmigo. Me pareció que era una amabilidad, aunque fue entonces cuando me dijo que era del gremio de los torturadores.