Winnoc se levantó. —Tampoco los esclavos. Gracias,joven.
Le toqué el brazo para detenerlo un momento: —¿Puedo yo pedirle algo, ahora? Yo mismo he sido torturador. Si ha pasado tantos años temiendo que el maestro Palaemon se lo hubiera dicho sólo para hacerle daño, ¿cómo sabe que yo no acabo de hacer lo mismo?
—Porque habría dicho lo contrario —me dijo—. Buenas noches, joven.
Pensé un rato en lo que había dicho Winnoc, y en lo que el maestro Palaemon le había dicho tanto tiempo atrás. También él había sido vagabundo, entonces, unos diez años antes de que yo naciera. Y sin embargo había regresado a la Ciudadela para ser maestro del gremio. Recordé cómo Abdiesus (a quien yo había traicionado) había deseado que yo fuera maestro. Cualquiera fuese el crimen que el maestro Palaemon había cometido, sin duda más tarde había sido ocultado por todos los hermanos del gremio. Ahora era maestro, aunque, como yo había visto toda mi vida, demasiado acostumbrado para sorprenderme, quien dirigía los asuntos del gremio, pese a ser mucho más joven, era el maestro Gurloes. Fuera, los tibios vientos del verano norteño jugaban entre las cuerdas de las tiendas; pero yo tenía la impresión de que volvía a subir los empinados peldaños de la Torre Matachina y oía cantar los vientos fríos entre los alcázares de la Ciudadela.
Por fin, con la esperanza de volver la mente a asuntos menos dolorosos me levanté y estiré y fui el catre de Foila. Estaba despierta y conversamos un rato, y le pregunté si ya podía juzgar las historías; pero ella me dijo que tendría que esperar al menos un día más.
XIII — Historia de Foila: La hija del armígero
—Hallvard, Melito y aun el ascio tuvieron todos su oportunidad. ¿No creéis que a mí también me corresponde una? Hasta el hombre que corteja a una doncella pensando que no tiene rivales, tiene uno: la propia doncella. Es posible que ella se le entregue, pero también que elija guardarse para sí misma. Él tiene que convencerla de que será más feliz con él que consigo misma, y aunque a menudo los hombres convencen de eso a las doncellas, no siempre es cierto. Voy a participar en esta competencia, y si puedo me ganaré para mí misma. Ya que me caso por cuentos, ¿voy a casarme con alguien que los cuente peor que yo?
»Cada uno de los hombres ha contado una historia de su propio país. Yo haré lo mismo. Mi tierra es la tierra de los horizontes lejanos, del cielo ancho. Es la tierra de la hierba y el viento los cascos al galope. En verano el viento puede ser caliente como el aliento de un horno, y cuando se incendian las pampas la línea de humo se extiende por cien leguas, y los leones, que entonces parecen demonios, huyen atropellando el ganado. Los hombres de mi país son bravos como toros y las mujeres, fieras como halcones.
»Cuando mi abuela era joven, había en mi país una villa tan remota que nadie la visitaba. Pertenecía a un armígero, vasallo del señor de Pascua. Las tierras eran ricas y la casa, excelente, aunque para traer las vigas tuvieron que arrastrarlas con bueyes todo un verano. Los muros eran de barro cocido, como en todas las casas de mi país, y tenían un grosor de tres pasos. Los que viven en los bosques se burlan de esos muros, pero son frescos, y encalados tienen muy buen aspecto, y no se incendian. Había una torre y una amplia sala de banquetes, y un artilugio de sogas y ruedas y cubos, y dos regaderas que se movían en círculo mojaban el jardín del techo.
»El armígero era un hombre gallardo y tenía una mujer adorable, pero de todos sus hijos sólo uno había vivido más de un año. Era una muchacha alta, morena como el cuero pero suave como el aceite, con pelo de color vino pálido y ojos oscuros como nubes de tormenta. Con todo, la villa donde moraban estaba tan remota que nadie lo sabía y nadie iba a verla. Muchas veces cabalgaba todo el día, sola, cazando con su peregrina o lanzándose tras unos manchados gatos de caza que habían avistado un antílope. Muchas otras veces se pasaba todo el día en su aposento, oyendo cantar a la alondra enjaulada y hojeando los viejos libros que la madre había traído.
»Por fin el padre decidió que debía casarse, pues estaba cerca de cumplir veinte años, y después pocos la querrían. Entonces envió a sus criados por doquier en tres leguas a la redonda, a vocear la belleza de la muchacha y prometer que cuando él muriese su heredaría lo que era suyo. Acudieron muchos jinetes magníficos, con sillas guarnecidas de plata y coral en los pomos de las espadas. Él los recibió a todos, y su hija, con el pelo bajo un sombrero de hombre y un largo cuchillo en un cinturón también de hombre, fingió ser uno de ellos y entre ellos se mezcló para oír cuál alardeaba de tener muchas mujeres cuál robaba cuando creía que no lo observaban. Cada noche se reunía con su padre y le decía quiénes estos hombres, y cuando se había retirado él los y les hablaba de las estacas adonde no va nadie, donde hombres atados con cuero crudo mueren al sol; y a la mañana siguiente los pretendientes ensillaban sus caballos y se alejaban.
»Pronto no quedaron más que tres. Entonces la hija del armígero ya no pudo mezclarse con ellos, pues temía que siendo tan pocos la reconocieran. Fue a su aposento y se soltó el pelo y lo cepilló, y se quitó la ropa de caza y se bañó en agua perfumada. Se puso anillos en los dedos y ajorcas en los brazos y anchos pendientes de oro en las orejas, y en la cabeza ese fino aro del mejor oro que llevan las hijas de los armígeros. En suma, hizo todo cuanto sabía para embellecerse, porque era de corazón animoso, y quizá no hubo nunca doncella más hermosa.
»Una vez vestida como deseaba, mandó a la criada a que llamara a su padre y a los tres pretendientes. “Miradme —dijo—. Veis que llevo un aro de oro en la frente y otros más pequeños colgados de las orejas, y en mis dedos hay anillos más pequeños aún. Abierto ante vosotros está mi cofre de joyas, y no hay en él más anillos que encontrar; pero en este cuarto hay un anillo más: un anillo que no llevo puesto. ¿Puede alguno de vosotros descubrirlo y dármelo?”
»Los tres pretendientes buscaron por todas partes, detrás de los tapices y debajo de la cama. Por fin el más joven descolgó la jaula de la alondra y se la llevó a la hija del armígero; pues allí, ciñendo la pata derecha del pájaro, había un diminuto anillo de oro. “Ahora oídme —dijo ella—. Mi esposo será el hombre que me traiga de vuelta este pajarillo marrón.”
»Y diciendo eso abrió la jaula y metió la mano, y llevando la alondra hasta la ventana, la lanzó al aire. Los tres pretendientes vieron cómo el anillo de oro refulgía un momento al sol. La alondra se elevó hasta que sólo fue una mota contra el cielo.
»Entonces los pretendientes se precipitaron escaleras abajo y salieron llamando a sus monturas, los amigos de pies ligeros que ya los habían transportado tantas leguas por las pampas desiertas. Les echa ron al lomo las sillas guarnecidas de oro, y en menos de un momento se perdieron los tres de vista para el armígero y la hija del armígero, y cada uno para los otros también, pues uno se dirigió hacia las selvas del norte, otro hacia las montañas del este y el más joven hacia el oeste, donde estaba el mar incesante.
“Después de cabalgar unos días, el que iba hacia el norte llegó a un río demasiado rápido para cruzarlo a nado y anduvo por la orilla, atendiendo siempre al canto de los pájaros que allí moraban, hasta que encontró un vado. En aquel vado había un jinete vestido de marrón que montaba un destriero marrón. Un pañuelo marrón le enmascaraba la cara, marrones eran el capote, el sombrero y todas sus ropas, y en torno al tobillo de la marrón bota derecha llevaba un anillo de oro.
»“¿Quién eres?” —dijo el pretendiente. La figura de marrón no respondió.