»Al fin se cansaron del mar incesante y empeza— ron a pensar en mi tierra, donde en otoño los leones atropellan el ganado cuando arden los pastos, y los hombres son bravos como toros y las mujeres fieras como halcones. Al barco lo llamaban Alondra, y ahora el Alondra surcaba aguas azules, empalando cada mañana el sol rojo en su bauprés. Lo vendieron en el puerto donde lo habían comprado y recibieron tres veces el precio, pues se había vuelto un velero famoso, renombrado en canciones e historias; y en verdad que todos cuantos llegaban al puerto se asombraban de lo pequeño que era, un casco marrón de apenas doce pasos de la roda al codaste. El botín también lo vendieron, y las mercancías que habían obtenido comerciando. Las gentes de mi tierra guardan para ellas los mejores destrieros que crían, pero es a ese puerto adonde llevan los mejores de los que venden, y allí el pretendiente más joven y el ángel compraron buenas monturas y llenaron las alforjas con gemas y oro, y partieron hacia la casa del armígero que está tan alejada que nunca va nadie.
»Muchas escaramuzas tuvieron por el camino, y muchas veces ensangrentaron las espadas que habían lavado a menudo en el mar limpiador y habían secado en las velas o la arena. Pero a la larga llegaron. Con gritos el armígero dio la bienvenida al ángel, y con llanto su mujer, y con parloteo todos los sirvientes. Yallí el ángel se quitó las ropas marrones y una vez más se convirtió en la hija del armígero.
»Se planeó una gran boda. En mi tierra esas cosas ocupan muchos días, pues hay que cavar de nuevo los pozos de asar, y matar ganado, y los mensajeros deben viajar días enteros para avisar a invitados que también viajarán días enteros. Al tercer día, mientras esperaban, la hija del armígero mandó su criada a que dijera al pretendiente más joven: “Hoy mi ama no saldrá a cazar. En cambio, os invita a su aposento a hablar de los tiempos pasados en el mar y la tierra.” El pretendiente más joven se vistió con las mejo res ropas que había comprado al volver al puerto, y pronto estuvo a la puerta de la hija del armígero. “La encontró sentada en el banco de la ventana, hojeando uno de los viejos libros que la madre había traído y oyendo cantar una alondra enjaulada. A esa jaula se acercó, y vio que la alondra tenía un anillo de oro en una pata. Luego miró a la hija del armígero, intrigado.
»“¿No te prometió el ángel que encontraste en la playa que te guiaría hasta esta alondra? —dijo ella—. ¿Ypor el mejor camino? Todas las mañanas le abro la jaula y la echo a volar para que ejercite las alas. Pronto ella regresa a donde tiene comida, agua limpia y seguridad.”
»Dicen algunos que la boda del pretendiente más joven y la hija del armígero fue la mejor que se ha visto en mi tierra.
XIV — Mannea
Esa noche se habló mucho de la historia de Foila, y esta vez fui yo quien pospuso tomar cualquier decisión entre los relatos. La verdad, había desarrollado una especie de horror a juzgar, residuo acaso de mi educación con los torturadores, que desde la infancia enseñan a los aprendices a ejecutar las órdenes de los jueces señalados (como no ocurre con ellos) por los funcionarios de nuestra Mancomunidad.
Por añadidura tenía en la mente algo más apremiante. Había esperado que Ava nos sirviera la comida de la noche pero, cuando vi que no era así, me levanté de todos modos, me vestí con mi ropa y me escabullí en la oscuridad creciente.
Fue una sorpresa —una sorpresa muy agradabledescubrir que mis piernas eran fuertes otra vez. Aunque hacía varios días que no tenía fiebre, me había acostumbrado a considerarme enfermo (tal como me había acostumbrado antes a considerarme sano) y me había quedado en el catre sin quejarme. No cabe duda de que muchos hombres que andan por ahí y hacen su trabajo se están muriendo y lo ignoran, y muchos que yacen todo el día en cama están más sanos que los que le llevan la comida y los lavan.
Intenté recordar, mientras seguía los sinuosos senderos entre las tiendas, cuándo me había sentido tan bien por última vez. No en las montañas o en el lago: allí, las penurias me habían quitado poco a poco la vitalidad hasta enfermarme. No al huir de Thrax, pues ya estaba agotado por las tareas de lic tor. No al llegar a Thrax; en el campo sin caminos, con Dorcas, habíamos pasado privaciones casi tan severas como las que yo iba a pasar solo en las montañas. Ni siquiera mientras había estado en la Casa Absoluta (período que ahora me parecía tan remoto como el reino de Ymar), porque aún sufría los efectos del alzabo y por haber ingerido los recuerdos muertos de Thecla.
Por último lo entendí: me sentía como me había sentido la mañana memorable en que había partido con Agia hacia el Jardín Botánico, mi primera mañana después de dejar la Ciudadela. Aquella mañana, aunque no lo supiese, había obtenido la Garra. Por primera vez me pregunté si no había sido una maldición, tanto como una bendición. Quizá sólo fuera que había necesitado todos esos meses para recobrarme totalmente de la herida que la misma noche me había hecho la hoja de averno. Saqué la Garra y contemplé su resplandor plateado, y cuando la alcé hasta mis ojos vi el escarlata brillante de la capilla de las Peregrinas.
Oía los cánticos, y sabía que iba a pasar un tiempo antes de que la capilla se vaciara, pero no obstante avancé y al fin me deslicé por la puerta y ocupé un lugar al fondo. Nada diré de la liturgia de las Peregrinas. Esas cosas no siempre se pueden describir bien, y aun en ese caso es siempre menos que correcto. El gremio llamado los Buscadores de la Verdad y la Penitencia, al cual yo pertenecí en un tiempo, tiene también sus ceremonias, una de las cuales he descrito con cierto detalle en otra parte. Sin duda tales ceremonias les son peculiares, y tal vez las de las Peregrinas les fuesen peculiares también, aunque una vez pudieran haber sido universales.
Hablando en lo posible como observador desprejuiciado, diría que eran más bellas que las nuestras pero menos teatrales, y quizá por eso a la larga menos conmovedoras. Los trajes de las participantes eran antiguos, estoy seguro, y sorprendentes. Los cánticos tenían un raro atractivo que no he encontrado en otras músicas. Nuestras ceremonias estaban destinadas sobre todo a imprimir el papel del gremio en las mentes de los miembros jóvenes. Es posible que las de las Peregrinas tuvieran una función similar. De no ser así, estaban ideadas para captar la atención particular de El Que Todo Lo Ve, e ignoro si lo conseguían. En este caso, la orden no recibía protección especial.
Cuando acabó la ceremonia y las sacerdotisas cubiertas de escarlata salieron en fila, agaché la cabeza fingiendo que me sumía en la plegaria. Muy pronto, descubrí, lo simulado se hizo cierto. Mantenía la conciencia del cuerpo arrodillado, pero sólo como carga periférica. Mi mente estaba entre los páramos estrellados, lejos de Urth y en verdad lejos del archipiélago de Urth, y me parecía que aquel a quien me dirigía estaba aún más lejos: por así decir, yo había llegado a los muros del universo, y por entre los muros le gritaba ahora a alguien que esperaba fuera.
«Gritaba», he dicho, pero quizás éste no sea el verbo adecuado. Más bien susurraba, como quizá Barnoch, emparedado en su casa, le haya susurrado a un transeúnte compasivo a través de una grieta. Hablé de lo que había sido cuando usaba una camisa raída y observaba a las bestias y los pájaros por la angosta ventana del mausoleo, y de lo que había llegado a ser. Hablé también, no de Vodalus y de su lucha contra el Autarca, sino de los motivos que tontamente le había atribuido una vez. No me engañaba con la idea de que yo fuera capaz de conducir a millones. Sólo pedí poder conducirme a mí mismo; y mientras lo hacía tuve la impresión, con una visión cada vez más clara: a través de esa grieta en el universo veía un nuevo universo bañado en una luz de oro, donde quienes me oían se arrodillaban a escucharme. Lo que había parecido una hendedura en el mundo se había expandido hasta dejarme ver un rostro y unas manos enlazadas y la abertura, como un túnel, que se hundía en una cabeza humana que por un tiempo pareció más grande que la cabeza de Tifón labrada en la montaña. Estaba susurrando a mi propio oído, y cuando me di cuenta entré en él, volando como una abeja, y me levanté.