Rehice mi camino por el lomo de la colina y subí la leve pendiente. Ante mí se abrió el abrupto risco que yo recordaba; en el fondo corría un arroyo rápido cuyo canto llenaba todo el angosto valle. La posición del sol indicaba que me quedaban a lo sumo dos guardias de luz, pero era mucho más fácil bajar por el risco iluminado que trepar por él de noche. En menos de una guardia me encontraba abajo, en el valle estrecho que había dejado la tarde anterior. No vi lámpara en ninguna ventana, pero la última Casa estaba donde había estado, sobre la roca que mis botas habían pisado esa mañana. Meneé la cabeza, me di vuelta y usé la luz agonizante para leer el mapa que Mannea me había dibujado.
Antes de seguir avanzando, quiero aclarar que en modo alguno estoy seguro de que hubiera en lo que he descrito algo sobrenatural. Así pues, vi la Última Casa en dos ocasiones, pero en ambas bajo una luz similar, la primera al final del crepúsculo y la segunda al comienzo. Sin duda es posible que lo que vi no fuera sino una creación de las rocas y las sombras, y la ventana iluminada una estrella.
En cuanto a la desaparición del valle angosto cuando intenté llegar por el otro lado, no hay accidente geográfico que se oculte tanto a la vista como esos declives estrechos. El menor desnivel basta para esconderlos. Algunos pueblos autóctonos de las pampas llegan a construir sus aldeas de esa forma, para protegerse de los merodeadores. Primero cavan un pozo a cuyo fondo se llegará por una rampa; luego excavan casas y establos en las paredes. No bien la hierba cubre la tierra amontonada, lo cual ocurre muy rápidamente tras las lluvias de invierno, uno puede estar a media cadena de un lugar así sin advertir que existe.
Pero aunque puedo haber sido tan tonto, creo que no lo fui. El maestro Palaemon solía decir que lo sobrenatural existe para que el pavoroso viento nocturno no nos humille; pero yo prefiero creer que en torno a aquella casa había un elemento realmente extraño. Hoy lo creo más firmemente que entonces.
Como fuese, en adelante seguí el mapa que me habían dado, y antes de que la noche cumpliese dos guardias me encontré subiendo un sendero que llevaba a la puerta de la última Casa, que se alzaba al borde de un risco que parecía el que yo había visto antes. Como había dicho Mannea, el viaje había durado dos días.
XVI — El anacoreta
Había una galería. Era apenas más alta que la piedra en que se apoyaba, pero se extendía a ambos lados de la casa y alrededor de las esquinas, como esas galerías largas que a veces se ve en las mejores casas de campo, donde hay poco que temer y en el fresco de la tarde los dueños se sientan a mirar cómo Urth cae bajo Luna. Golpeé a la puerta, y como no contestaba nadie, anduve por el porche, primero a la derecha, luego a la izquierda, espiando por las ventanas.
Dentro estaba demasiado oscuro para ver algo, pero descubrí que la galería rodeaba la casa hasta el borde del risco, y allí terminaba sin una baranda. Golpeé de nuevo tan en vano como antes, y me había echado a dormir en la galería (pues, teniendo techo, era mejor que cualquier lugar que pudiese encontrar entre las rocas), cuando oí unos pasos débiles.
En alguna parte en lo alto de esa alta casa caminaba un hombre. Al principio los pasos eran lentos, y pensé que debían de ser de un anciano o un enfermo. Pero a medida que se aproximaban se volvieron más firmes y más rápidos, hasta que al acercarse a la puerta parecieron el paso regular de un hombre resuelto, como el que podría comandar, quizás, un manípulo o una línea de caballería.
Por entonces yo ya me había incorporado y sacudiéndome la capa intenté ponerme presentable, pero apenas estaba preparado para lo que vi cuando se abrió la puerta. Llevaba una vela gruesa como mi muñeca, y a su luz miré un rostro como los de los hieródulos que había conocido en el castillo de Calveros, excepto que éste era un rostro humano; ciertamente, sentí que así como los rostros de las estatuas de los jardines de la Casa Absoluta habían imitado los de seres como Famulimus, Barbatus y Ossipago, los rostros de éstos sólo eran imitaciones, en un medio ajeno, de rostros como el que yo veía ahora. A menudo en este relato he dicho que lo recuerdo todo, y así es; pero cuando intento esbozar ese rostro junto con estas palabras descubro que no lo consigo. Ningún dibujo que haga se le parece. Sólo puedo decir que las cejas eran espesas y rectas, los ojos profundos y hondamente azules como los de Thecla. La piel era fina, como de mujer, pero no había en él nada femenino, y la barba que le caía hasta la cintura era del negro más oscuro. La túnica parecía blanca, pero cuando captaba la luz de la vela, reverberaba como un arco iris.
Me incliné como me habían enseñado en la Torre Matachina y le dije mi nombre y quién me enviaba. Luego agregué: —¿Yusted, sieur, es el anacoreta de la Última Casa?
Asintió. —Soy el último hombre de aquí. Puede llamarme Ash.
Se hizo a un lado, indicándome que entrase, y me llevó a una sala en la parte trasera de la casa, donde una ventana amplia daba al valle de donde yo había subido el día anterior. Había sillas y una mesa de madera. Baúles de metal, que brillaban débilmente a la luz de la vela, descansaban en los rincones y en los ángulos entre el suelo y las paredes.
—Debe perdonar el aspecto de todo esto —dijo—. Es aquí donde recibo a los visitantes, pero tengo tan pocos que he empezado a usarlo como almacén.
—Cuando uno vive solo en un lugar tan solitario, está bien parecer pobre, maestro Ash. Sin embargo esta sala no lo parece.
Yo no había pensado que aquel rostro fuera capaz de sonreír, pero sonrió.
—¿Quiere ver mis tesoros? Mire. —Se levantó y abrió un baúl, alzando la vela para que alumbrara el interior. Había hormas cuadradas de pan duro y paquetes de higos secos. Viendo mi expresión me preguntó: ¿Tiene hambre? Si le dan miedo esas cosas, le diré que no es comida embrujada.
Sentí vergüenza, porque yo había llevado comida para el viaje y aún me quedaba algo para la vuelta; pero dije: —Querría un poco de ese pan, si le alcanza.
Me dio media horma ya cortada (y con un cuchillo muy afilado), queso envuelto en papel de plata y vino blanco seco.
—Mannea es una buena mujer —me dijo—. Y usted, me parece, es uno de esos hombres buenos que no saben que lo son; hay quien dice que son los únicos. ¿Piensa ella que puedo ayudarlo en algo?
—Piensa, en todo caso, que yo puedo ayudarlo a usted, maestro Ash. Los ejércitos de la Mancomunidad están retrocediendo, y pronto los combates asolarán toda esta zona del país; y tras los combates, los ascios. Volvió a sonreír.
—Los hombres sin sombra. Uno de esos nombres, tan abundantes, que son erróneos y sin embargo perfectamente correctos. ¿Qué pensaría si un ascio le dijera que realmente no echa sombra?
—No sé —dije—. Nunca oí nada semejante.
—Es una vieja historia. ¿Le gustan las viejas historias? Ah, veo una luz en sus ojos, y ojalá pudiera contarla mejor. Ustedes llaman a sus enemigos ascios, que por supuesto no es así como se llaman, pues los padres de esta gente pensaban que venían de la cintura de Urth, donde al mediodía el sol está exactamente sobre las cabezas. La verdad es que su hogar se encuentra mucho más al norte. Y sin embargo son ascios. En una fábula inventada en el alba de nuestra raza, un hombre vendía su alma y lo echaban de todas partes. Nadie quería creer que fuese humano.
Sorbiendo vino, pensé en el prisionero ascio cuyo catre había estado junto al mío.
—Ese hombre, ¿recuperó alguna vez su sombra, maestro Ash?
—No, pero durante un tiempo viajó con un hombre que no tenía sombra.
El maestro Ash guardó silencio. Luego dijo: —Mannea es una buena mujer; me gustaría complacerlo. Pero no puedo ir y, no importa cómo marchen sus columnas, aquí la guerra no llegará nunca. —Tal vez —dije— le sea posible venir conmigo y tranquilizar a la chatelaine.