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—Tampoco puedo hacer eso.

Comprendí entonces que tendría que forzarlo a acompañarme, pero de momento no parecía haber razón para apelar a la dureza; por la mañana habría muchas oportunidades. Encogí los hombros como si me resignara y pregunté:

—¿Puedo al menos pasar la noche aquí? Tendré que volver a informar de su decisión, pero son quince o más leguas y hoy no podría caminar mucho más.

Otra vez vi su tenue sonrisa, como la que aparecería en una talla de marfil si el movimiento de una antorcha le alterara las sombras de los labios.

—Esperaba oír de usted noticias del mundo —comentó—. Pero veo que está cansado. Cuando acabe de comer venga conmigo. Le enseñaré su cama.

—No tengo modales de corte, maestro, pero tampoco soy tan maleducado como para dormir cuando mi anfitrión desea que converse; aunque me temo que tengo pocas noticias que dar. Por lo que me contaron en el lazareto mis compañeros de sufrimiento, la guerra continúa y cada día se enciende más. Nosotros contamos con legiones y medias legiones; ellos con ejércitos enteros enviados desde el norte. Ellos tienen también mucha artillería, y por tanto noso— tros dependemos sobre todo de nuestros lanceros montados, que pueden cargar con rapidez y comprometer al enemigo antes de que logre apuntar las piezas pesadas. También tienen más naves volantes que las que exhibían el año pasado, aunque les hemos destruido muchas. El Autarca en persona ha venido a tomar el mando, trayendo muchas de sus tropas personales de la Casa Absoluta. Pero… —encogiéndome otra vez de hombros, hice una pausa para comer un bocado de pan con queso.

—El estudio de la guerra siempre me ha parecido lo menos interesante de la historia. Aun así, hay varias pautas. Cuando en una guerra larga un bando muestra una fuerza repentina, comúnmente hay tres razones. La primera es que ha hecho una nueva alianza. Los soldados de esos ejércitos nuevos, ¿difieren en algo de los del viejo?

—Sí —dije—. He oído que son más jóvenes y menos fuertes en conjunto. Hay entre ellos hombres y mujeres.

—¿No hay diferencias de lengua o vestimenta? Meneé la cabeza.

—Entonces podemos descartar una alianza, al menos por el momento. La segunda posibilidad sería la conclusión de otra guerra. En este caso, los refuerzos serían veteranos. Como usted dice que no lo son, sólo nos queda la tercera. Por alguna razón el enemigo necesita una victoria inmediata y está echando el resto.

Yo había acabado el pan, pero ahora tenía verdadera curiosidad.

—¿Yeso por qué?

—Sin saber más no puedo decirlo. Tal vez los gobernantes teman al pueblo, que se ha hartado de la guerra. Tal vez todos los ascios sean sólo siervos, y sus amos amenacen con actuar por sí mismos.

—Usted da esperanzas en un momento y al siguiente las arrebata.

—Yo no: la historia. ¿Usted ha estado en el frente? Sacudí la cabeza.

—Eso está bien. En muchos aspectos, cuanto más ve un hombre la guerra menos la conoce. ¿Qué ocurre con el pueblo de la Mancomunidad? ¿Está unido detrás del Autarca, o la guerra lo ha agotado tanto que clama por paz?

Al oír eso me reí, y como un torrente volvió el viejo rencor que me había llevado hacia Vodalus. —¿Unido? ¿Clamar? Sé, maestro, que usted se ha aislado para fijar la mente en cuestiones más altas, pero no hubiera pensado que alguien podía conocer tan poco la tierra donde vive. La guerra la hacen arribistas, mercenarios y jóvenes aspirantes a aventureros. Cien leguas al sur es apenas un rumor, salvo en la Casa Absoluta.

El maestro Ash frunció los labios. —Entonces la Mancomunidad es más fuerte de lo que hubiera creído. No me extraña que el enemigo esté desesperado.

—Si eso es fortaleza, que el Misericordioso nos guarde de la debilidad. Maestro Ash, el frente puede desmoronarse en cualquier momento. Sería sensato que viniera conmigo a un lugar más seguro.

Dio la impresión de que no había oído. —Si los propios Erebus, Abaia y los demás entran en la liza, será una lucha nueva. Si entran y cuando entren. Interesante. Pero usted está cansado. Venga conmigo. Le mostraré su cama y las altas cuestiones que, como dijo hace un momento, vine aquí a estudiar.

Subimos dos tramos de escalera y entramos a la estancia en la que yo debía de haber visto luz la noche anterior. Era una amplia cámara de muchas ventanas yocupaba todo el piso. Había máquinas, pero menos y más pequeñas que las que yo había visto en el castillo de Calveros, y también había mesas, y papeles, y muchos libros, y cerca del centro una cama angosta.

—Aquí duermo un rato —explicó el maestro Ashcuando el trabajo impide que me retire. No es has— tante grande para un hombre de su tamaño, pero creo que le resultará cómoda.

La noche anterior yo había dormido sobre piedra; realmente, parecía muy atractiva.

Una vez que me mostró dónde aliviarme y lavarme, se fue. Lo último que atisbé de él antes de que apagara la luz fue la misma sonrisa perfecta que había visto antes.

Un instante después, cuando los ojos se me acostumbraron a la oscuridad, advertí que del otro lado de las ventanas brillaba un ilimitado resplandor de perla. «Estamos más alto que las nubes —me dije (sonriendo a medias yo también)—, o bien unas nubes bajas han venido avelar la cumbre de esta colina, inadvertidas por mí en la oscuridad pero de algún modo conocidas de él. Ahora veo las cumbres de esas nubes, sin duda muy altas cuestiones, como vi las cumbres de las nubes desde los ojos de Tifón.» Y me acosté a dormir.

XVII — Ragnarok: el invierno final

Parecía extraño despertarse sin un arma aunque, por alguna razón que no sé explicar, aquélla era la primera mañana que lo sentía. Tras la destrucción de Terminus Est yo había dormido sin miedo en las ruinas del castillo de Calveros, y sin miedo había viajado después hacia el norte. La noche anterior había dormido inerme y sobre roca desnuda en la cima del risco, y —quizá sólo porque estaba tan cansado— no había tenido miedo. Ahora pienso que todos esos días, y de hecho todos los días desde que abandonara Thrax, había estado dejando el gremio atrás y persuadiéndome de que era aquello por lo que me tomaban quienes se cruzaban conmigo: la especie de aspirante a aventurero que la noche anterior le había mencionado al maestro Ash. Como torturador, no había considerado la espada tanto un arma como una herramienta y una insignia de mi oficio. Ahora, retrospectivamente, se me había convertido en arma, y estaba desarmado.

Pensé en esto mientras yacía de espaldas en el cómodo colchón del maestro Ash, con las manos debajo de la cabeza. Si me quedaba en las tierras arrasadas por la guerra tendría que conseguir otra espada, y lo más sensato era tener una, aunque regresase al sur. La cuestión era: regresar al sur o no. Si permanecía donde estaba, corría el riesgo de ser arrastrado al combate, donde bien podían matarme. Sin duda Abdiesus, el arconte de Thrax, había puesto precio a mi cabeza, y era casi seguro que el.

gremio procuraría asesinarme si se enteraba de que me había acercado a Nessus.

Después de vacilar un rato ante la decisión, como hace uno cuando sólo está medio despierto, recordé a Winnoc y lo que me había dicho de los esclavos de las Peregrinas. Porque es una desgracia que un cliente se nos muera tras el tormento, en el gremio nos enseñan muchas artes de curanderos; a mí me parecía saber ya por lo menos tanto como ellas. Haber curado a la chica aquella de la choza, me había reanimado de inmediato. La chatelaine Mannea ya tenía de mí buena opinión, y la tendría mejor cuando volviera con el maestro Ash.

Unos momentos antes, me había inquietado no tener un arma. Ahora ya la tenía: una decisión y un plan son mejores que una espada, porque en ellos el hombre templa sus propios filos. Aparté las mantas, notando por primera vez, creo, lo suaves que eran. La gran estancia estaba fría pero colmada de luz; era casi como si hubiera soles en los cuatro costados, como si todas las paredes dieran al este. Fui desnudo hasta la ventana más próxima y vi el ondulante campo de blancura que vagamente había advertido la noche anterior.