»Pero no quería hablar de Valeria sino de Dorcas. Dorcas también es hermosa, aunque muy delgada, casi como un chico. Tiene cara de peri, y la tez pecosa con pecas como motas de oro. Antes de cortárselo, llevaba el pelo largo; siempre se ponía flores.
Hice otra pausa. Había seguido hablando de mujeres porque al parecer le llamaba la atención. Ahora no podía decir si todavía me escuchaba.
—Antes de marcharme de Thrax fui aver a Dorcas. La encontré en su habitación, en una posada llamada El Nido del Pato. Estaba en la cama, desnuda, pero se tapaba con la sábana, como si nunca hubiéramos dormido juntos: nosotros, que habíamos andado y cabalgado tantas leguas, acampando en lugares donde no se había oído ninguna voz desde que la tierra asomó desde el mar, y subiendo colinas que ningún pie había pisado nunca excepto los del sol. Me iba a dejar, y yo a ella, y ninguno de los dos deseaba otra cosa, aunque al final ella se asustó y me pidió que fuera con ella.
»Dijo que pensaba que la Garra tenía sobre el tiempo el mismo poder que se atribuye a los espejos del padre Inire sobre la distancia. Entonces no le hice mucho caso a la observación. En realidad, supongo, no soy muy inteligente, para nada un filósofo; pero ahora me resulta interesante. Dorcas me dijo: “Cuando devolviste al ulano a la vida fue porque la Garra dobló el tiempo para él hasta el punto en que todavía vivía. Cuando curaste a medias las heridas de tu amigo, dobló el momento sobre otro en que estarían casi curadas”. ¿No te parece interesante? Un poco antes de que te pinchara la frente con la Garra tú hiciste un ruido extraño. Creo que puede haber sido el castañeteo de tu muerte.
Aguardé. El soldado no habló, pero cuando menos lo esperaba, sentí su mano en el hombro. Yo había estado hablando casi frívolamente; el gesto me hizo comprender la seriedad de lo que había dicho. Si era verdad —o incluso una aproximación insignificante a la verdad—, había jugado con poderes que no comprendía, así como el hijo de Casdoe, a quien había tratado de hacer hijo mío, no había comprendido el anillo gigante que le quitó la vida.
—No me asombra que estés aturdido. Tiene que ser terrible retroceder en el tiempo, y más terrible hacerlo pasando por la muerte. Iba a decir que sería como nacer de nuevo; pero creo que sería mucho peor, porque el niño ya vive en el vientre de la madre. — Titubeé.— Yo… es decir, Thecla… nunca di un hijo a luz.
Tal vez sólo porque había estado pensando en la confusión de él, descubrí que era yo quien estaba confundido, tanto que apenas sabía quién era. Al fin dije mansamente: — Debes perdonarme. Cuando estoy cansado, y a veces antes de quedarme dormido, casi llego a convertirme en otra persona. —Por alguna razón, cuando lo dije, su mano me apretó más el hombro.— Es una historia larga que no tiene nada que ver contigo. Quería decir que cuando en el Atrio del Tiempo se rompió el pedestal los cuadrantes solares quedaron ladeados, de modo que lo que señalaban los gnomons ya no era cierto, y he oído que en ese caso las guardias del día se detienen, o corren hacia atrás durante una parte de cada día. Tú, que llevas un cuadrante de bolsillo, sabes que para saber el tiempo verdadero has de dirigir el gnomon hacia el sol. El sol permanece estacionario mientras Urth baila en torno, y es por esta danza que conocemos el tiempo, así como un sordo podría marcar el ritmo de una tarantela observando el balanceo de los bailarines. Pero ¿qué pasaría si se pusiera a bailar el sol? Quizás entonces la marcha de los momentos se volvería retirada.
»No sé si crees en el Sol Nuevo; yo no estoy seguro de haber creído alguna vez. Pero si llega a existir, será el regreso del Conciliador, y por tanto Conciliador y Sol Nuevo son dos nombres del mismo individuo, y podemos preguntarnos por qué a ese individuo habrá que llamarlo Sol Nuevo. ¿Qué opinas? ¿No será tal vez porque puede mover el tiempo?
La verdad, yo ahora sentía que el tiempo mismo se había detenido. A nuestro alrededor los árboles se alzaban oscuros y silenciosos; la noche había refrescado el aire. No se me ocurría nada más que decir, y me daba vergüenza decir disparates porque sentía que de algún modo el soldado me había estado escuchando con atención. Delante, al borde del camino, vi dos pinos mucho más separados que los demás; entre ellos se abría paso un pálido sendero blanco y verde.
—¡Allí! —exclamé.
Pero cuando los alcanzamos tuve que parar al soldado y tomarlo por los hombros y hacerlo girar para que me siguiera. Noté en el polvo una mancha oscura y me agaché a tocarla. Era sangre coagulada.
Vamos por buen camino —le dije—. Por aquí han traído a los heridos.
IV — Fiebre
No puedo decir qué distancia recorrimos, ni cuánto había pasado de la noche cuando llegamos a nuestro destino. Sé que cierto tiempo después de apartarnos del camino principal empecé a tambalearme, y que eso se volvió una especie de enfermedad; así como algunos enfermos no pueden evitar que les tiemblen las manos, yo tropezaba, y pocos pasos más adelante tropezaba una vez más, y luego otra. A menos que no pensara en otra cosa me pisaba el talón del pie derecho con la punta del izquierdo, y no podía concentrarme: con cada paso se me escapaban los pensamientos.
A los lados del sendero las luciérnagas destellaban en los árboles, y si durante un tiempo no apuré el paso, fue porque supuse que las luces que se veían adelante eran también insectos. En seguida, me pareció que de repente, nos encontramos bajo techo; hombres y mujeres con lámparas amarillas se movían de un lado a otro entre largas filas de catres velados. Una mujer en ropas que me parecieron negras se hizo cargo de nosotros y nos llevó a otro lugar con sillas de cuero y asta y un brasero con fuego. Entonces vi de cerca la túnica de la mujer, de color escarlata, como también la capucha, y por un momento pensé que era Cyriaca.
—Su amigo está muy enfermo, ¿no? —dijo—. ¿Sabe qué le ocurre?
Y el soldado sacudió la cabeza y contestó: —No. Ni siquiera estoy seguro de quién es.
Yo estaba demasiado atónito como para hablar. Ella me tomó la mano, luego la soltó y tomó la del soldado.
—Tiene fiebre. Usted también. Ahora que ha llegado el calor del verano vemos cada día más enfermedades. Habrían debido hervir el agua y despiojarse todo lo posible.
Se volvió hacia mí: —Usted también tiene muchos cortes leves, y algunos están infectados. ¿Esquirlas de piedra?
—El que está enfermo no soy yo —me las arreglé para decir—. Vine a traer a mi amigo.
—Están enfermos los dos, y sospecho que se trajeron uno a otro. Dudo de que alguno hubiera llegado solo. ¿Fueron esquirlas de piedra? ¿Algún arma del enemigo?
—Sí, esquirlas de piedra. Un arma de un amigo. —Me han dicho que es lo peor: quedar bajo el fuego del propio bando. Pero lo que más me preocupa es la fiebre. —Vaciló, volviendo la mirada del soldado a mí y de nuevo a él.— Me gustaría meterlos ahora mismo en cama, pero antes tendrán que bañarse. Dio unas palmadas para llamara un hombre fornido de cabeza rapada. Tomándonos del brazo, nos alejó de allí y luego se detuvo y me alzó, para cargarme en brazos como una vez yo había cargado a Severian chico. En unos momentos estuvimos desnudos y sentados en una tina de agua calentada con piedras. El hombre fornido nos echó más agua encima, y luego nos hizo salir por turno para cortarnos el pelo con una tijera. Después nos dejaron remojarnos un rato. —Ya puedes hablar —le dije al soldado.
A la luz de la lámpara vi que asentía. —Entonces, ¿por qué no hablaste en el camino? Titubeó, y se le movieron un poco los hombros. —Pensaba en muchas cosas, y tú tampoco hablabas. Parecías muy cansado. Una vez te pregunté si no era mejor que parásemos, pero no contestaste.
—A mí no me pareció así —dije—, pero quizá tenemos razón los dos. ¿Recuerdas qué te pasó antes de encontrarme?