En medio día llegué a la boca del Gyoll, tan ancha que la otra orilla se perdía a lo lejos. Había islas triangulares, y entre ellas barcas de velas flameantes se abrían paso como nubes entre picos de montaña. Le hice señas a una que pasó por donde yo estaba y pregunté si me llevarían a Nessus. Debo haber parecido una figura terrible, con la cara marcada, la capa harapienta y las costillas casi a la vista.
De todos modos el capitán me mandó un bote, gentileza que no he olvidado. En los ojos de los remeros vi miedo y reverencia. Quizá sólo fuera el aspecto de mis heridas, que no se habían curado del todo; pero heridas aquellos hombres habían visto muchas, y recordé lo que había sentido en la Casa Azur al ver por primera vez el rostro del Autarca, aunque él no era un hombre alto y en verdad ni siquiera un hombre.
Veinte días con sus noches navegó el Samru remontando el Gyoll. Aprovechábamos el viento cuando se podía, y cuando no usábamos los remos, doce por banda. Para los marineros el trayecto era pesado porque, si bien la corriente es casi imperceptiblemente lenta, fluye día y noche, y los meandros del canal son tan largos y anchos que a menudo un remero ve al atardecer el punto donde empezó a trabajar cuando el primer tambor despertó a la guardia.
Para mí era tan agradable como una excursión en velero. Aunque me ofrecí a tender velas y remar con los demás, no me hicieron caso. Entonces le dije al capitán, un hombre de cara socarrona que daba la impresión de vivir tanto de la navegación como del trapicheo, que cuando llegáramos a Nessus le pagaría bien; pero se negó a oírme e insistió (tirándose del bigote, cosa que hacía cada vez que pretendía parecer sincero) en que para él y su tripulación mi presencia era pago suficiente. No creo que adivinaran que yo era el Autarca, y por miedo a que alguno fuera lo que había sido Vodalus me cuidé de no dar ningún indicio; pero de mis ojos y maneras parecían deducir que yo era un adepto.
El incidente de la espada del capitán tuvo que haber fortalecido esa superstición. Era un craquemarte, la más pesada de las espadas marinas, de hoja ancha como mi palma, y muy curva y grabada con estrellas y soles y otras cosas que el capitán no entendía. Él se la colgaba cuando nos acercábamos a alguna aldea ribereña o a otro barco y pensaba que la ocasión exigía dignidad; pero por lo demás la dejaba en el pequeño alcázar. Allí la encontré yo, y como no tenía nada que hacer excepto mirar palitos y cáscaras meciéndose en el agua verde, saqué mi media piedra y la afilé. Al rato él me vio probando el filo con el pulgar y empezó a jactarse de su destreza. Considerando que el craquemarte pesaba al menos dos tercios menos que Terminus Fst, y tenía pomo corto, oírlo era divertido; durante alrededor de media guardia lo escuché encantado. Resultó que enrollado por ahí había un cable de cáñamo del grosor de mi muñeca, y cuando las invenciones del hombre comenzaron a decaer, le pedí que entre él y el ayudante sostuvieran unos tres codos. El craquemarte cortó el cable como si fuera un pelo; luego, sin darles tiempo a recobrar el aliento, lo arrojé relampagueando hacia el sol y lo atrapé por la empuñadura.
Como el episodio muestra, quizá sobradamente, me empezaba a sentir mejor. El descanso, el aire fresco y la comida sencilla no tienen nada que pueda subyugar al lector; pero las heridas y el agotamiento obran prodigios.
Si lo hubiese dejado, el capitán me habría dado su camarote, pero yo dormía en la cubierta envuelto en mi capa, y en la única noche de lluvia me refugié bajo el bote, que iba izado casco arriba en medio del barco. Como aprendí a bordo, las brisas tienden a morir cuando Urth da la espalda al sol; así que la mayoría de las noches me dormí con el canto de los remeros en los oídos. Por la mañana me despertaba el traqueteo de la cadena del ancla.
Algunas veces, sin embargo, me despertaba antes del amanecer, cuando estábamos cerca de la ribera con un solo vigía soñoliento en la cubierta. Y otras me despertaba con la luna y veía cómo nos deslizábamos bajo velas recogidas, con el ayudante al timón y la guardia dormida junto al foque mayor. Una noche de ésas, poco después de que traspusiéramos la Muralla, fui a popa y vi la fosforescencia de la estela como fuego frío en el agua oscura y por un momento pensé que los hombres-mono de la mina venían a que la Garra los curase, o a cobrarse una vieja venganza. No era, por supuesto, algo realmente extraño: apenas el necio error de una mente todavía en duermevela. Lo que sucedió a la mañana siguiente tampoco fue realmente extraño, pero me afectó mucho.
Los remeros trabajaban a ritmo lento para llevarnos por un recodo de una legua hasta un punto donde pudiéramos embolsar el poco viento que había.
El sonido del tambor y el chapoteo del agua que cae de los largos filos de los remos son hipnóticos, creo que porque se parecen mucho al latido del corazón en el sueño y el ruido que hace la sangre cuando en camino hacia el cerebro pasa junto al oído interior.
Yo estaba en la regala mirando la costa, pantanosa todavía allí donde el Gyoll sofocado de cieno inundó las llanuras de antaño; y en los montes y altozanos me parecía ver formas, como si ese vasto páramo blanco tuviera (como ciertos cuadros) un alma geométrica que se desvanecía cuando la miraba fijamente, para reaparecer cuando apartaba los ojos. El capitán vino a pararse a mi lado; le conté que, según había oído, las ruinas de la ciudad se extendían largo trecho río abajo y le pregunté cuándo íbamos a avistarlas. Él se rió y me explicó que hacía dos días que estábamos entre ellas, y me prestó el catalejo para dejarme ver que lo que yo había tomado por un tronco de árbol era en realidad una columna rota y torcida cubierta de musgo.
En seguida pareció que todo salía de la sombra —muros, calles, monumentos— así como se había reconstruido la ciudad de piedra mientras la mirábamos con las dos brujas desde el techo de la tumba. Fuera de mi mente no había cambiado nada, pero, mucho más rápido que en la embarcación del maestro Malrubius, yo había sido transportado del campo desolado al centro de una ruina inmensa y antigua.
Aún hoy no puedo dejar de preguntarme cuánto de lo que vemos está frente a nosotros. Semanas enteras mi amigo Jonas me había parecido sólo un hombre con una mano protésica, y estando con Calveros y el doctor Talos, había pasado cien claves que debieran haberme dicho que el amo era Calveros. Cómo me impresionó en la Puerta de la Piedad que Calveros no aprovechara la oportunidad de escapar del doctor.
A medida que declinaba el día, las ruinas se fue ron haciendo más y más claras. Con cada rizo del río los muros verdes, cada vez más altos, se asentaban en un suelo cada vez más firme. A la mañana siguiente, cuando desperté, algunos de los edificios más fuertes conservaban los pisos superiores. No mucho después vi un bote pequeño, recién construido, amarrado aun antiguo muelle. Se lo señalé al capitán, que sonrió y explicó: — Hay familias que de abuelo a nieto viven de cribar estas ruinas.
—Eso me han contado, pero el bote no puede ser de ellos. Con ese tamaño no puede transportar mucho botín.
Joyas o monedas. Aquí no desembarca nadie más. No hay ley: los saqueadores se matan entre ellos y acaban con cualquiera que pise la costa.
—Tengo que ir allí. ¿Puede esperarme?
Me miró como si estuviera loco. —¿Cuánto tiempo?
—Hasta el mediodía. No más.
—Mire —dijo él, y señaló—: adelante está el último recodo largo. Bájese aquí y reúnase con nosotros allí, donde el canal vuelve a dar una curva. Nosotros no llegaremos hasta la tarde.
Estuve de acuerdo, y él hizo bajar el bote del Samru y le dijo a cuatro remeros que me llevaran a la costa. Cuando estábamos por partir se quitó el eraquemarte del cinto y me lo dio.