—Ha estado conmigo en muchos combates lúgubres —dijo solemnemente—. Búsqueles la cabeza, pero cuídese de que el filo no choque contra las hebillas de los cinturones.
Se lo acepté agradecido y le dije que siempre me había inclinado por el cuello.
—Eso está bien —dijo—, si no se arriesga a herir a un compañero de barco, cuando mueve así la hoja. —Y se tiró del bigote.
Sentado en la popa tuve ocasión de observar las caras de mis remeros, y me quedó claro que tenían casi miedo de la costa como de mí. Atracaron junto al bote y en la prisa por alejarse casi vuelcan el nuestro. Después de determinar que no me había equivocado cuando creí ver desde la regala una marchita amapola roja en el único asiento, los miré remar de nuevo hasta el Samru y noté que, aunque un viento leve favorecía ahora a las velas mayores, los remos estaban bajos y batían el agua a ritmo vivo. Presumiblemente el capitán planeaba rodear el largo meandro lo más rápido posible; si yo no estaba en el punto indicado, podría seguir sin mí, diciéndose (y diciendo a otros, en caso de que otros preguntaran) que era yo y no él quien había fallado a la cita. Separándose del craquemarte se sentía aún más aliviado.
A los costados del muelle había unas escaleras de piedra muy parecidas a aquellas desde las que yo me había zambullido de chico. Arriba, la explanada estaba vacía, y era casi tan frondosa como un parque, con la hierba que crecía entre las lajas. Ante mí se alzaba en calma la ciudad en ruinas, mi ciudad de Nessus, aunque fuera la Nessus de un tiempo muerto hacía mucho. Unos pájaros giraban arriba, pero tan silenciosos como las estrellas veladas por el sol. Gyoll, que susurraba en medio de la corriente, ya parecía apartado de mí y de los vacíos cascos de las construcciones entre las que yo cojeaba. No bien sus aguas me perdieron de vista calló, como un visitante inseguro que deja de hablar cuando alguien entra de pronto en el cuarto.
Pensé que diñcilmente era ése el barrio del cual (como me había dicho Dorcas) se tomaban muebles y utensilios. Al principio miré muchas veces por puertas yventanas, pero no había allí más que despojos y hojas amarillas, caídas de los árboles jóvenes que ya levantaban los adoquines del pavimento. Tampoco vi ningún signo de saqueadores humanos, aunque había deposiciones de animales y algunas plumas y huesos dispersos.
No sé cuánto me adentré. Pareció una legua, aunque acaso haya sido mucho menos. Perder el Samm no me molestaba mucho. Había hecho andando la mayor parte del camino desde Nessus hasta la guerra en las montañas, y aunque aún se me doblaban las piernas, la cubierta me había endurecido los pies. Como en realidad nunca me había acostumbrado a llevar una espada en la cintura, saqué el craquemarte y me lo puse al hombro como a menudo había hecho con TerminusEst. Un atisbo de frío se había infiltrado en el aire matutino y el sol del verano tenía una especial tibieza lujuriosa. Yo lo disfVutaba, y lo habría disfrutado más, y también al silencio y la soledad, si no hubiera estado pensando en lo que le diría a Dorcas, si la encontraba, y en lo que ella me diría a mí.
De haberlo sabido, me habría librado de esa preocupación. Di con ella antes de lo que razonablemente cabía esperar, y no le hablé; ni ella me habló y, hasta donde pude juzgar, ni siquiera me vio.
Hacía mucho que las construcciones, que cerca del río eran amplias y sólidas, habían dado paso a estructuras menores y desmoronadas que en un tiempo tenían que haber sido casas y comercios. No sé qué me guió hasta ella. No se oía ningún llanto, aunque quizás haya habido algún ruido leve, inconsciente, el chirrido de un gozne o el rasguño de un zapato. Quizá fue sólo el perfume de la flor que llevaba, porque cuando la vi tenía prendido un jaro en el pelo, moteado de blanco y dulce como había sido ella misma. Sin duda lo había llevado allí para eso, y se había quitado la amapola y la había dejado en el momento de atar el bote. (Pero me he adelantado a mi historia.) Intenté entrar en el edificio por el frente, pero en los sitios en que los arcos se habían derrumbado, el suelo podrido había caído a los cimientos. El depósito del fondo era más accesible; el silencioso pasaje en sombras, verde de helechos, había sido una vez un callejón peligroso, y las ventanas de las tiendas eran todas pequeñas. No obstante encontré una puerta estrecha oculta bajo la hiedra, una puerta cuyo hierro la lluvia había comido como si fuera azúcar, cuyo roble se deshacía en polvo. Una escalera casi firme llevaba al piso de arriba.
Estaba arrodillada de espaldas a mí. Siempre había sido delgada; ahora los hombros me hicieron pensar en una silla de madera con un jubón de mu jer colgado del respaldo. El pelo, como oro palidísimo, era el mismo: no había cambiado desde que la viera por primera vez en el Jardín del Sueño Infinito. Ante ella, en un féretro, yacía el cuerpo del viejo que había impulsado el esquife hasta el muelle, la espalda tan recta, la cara tan joven en la muerte, que apenas lo reconocí. Cerca, en el suelo, había una cesta —no pequeña pero tampoco grande— y un botellón de agua con corcho.
No dije nada, y después de mirarla un tiempo me marché. Si ella hubiera llevado mucho tiempo allí, la habría llamado para abrazarla. Pero acababa de llegar y me di cuenta de que era imposible. Todo el tiempo que yo había pasado viajando desde Thrax al lago Diuturna y del lago a la guerra, y todo el tiempo que había estado prisionero de Vodalus y remontando el Gyoll, ella había estado regresando a esa casa, donde había vivido hacía cuarenta años o más aunque ahora fuese una ruina.
Lo mismo que yo: un anciano en que zumba la antigtiedad como un enjambre de moscas en un cadáver. No era que las mentes de Thecla y del Autarca muerto, o los centenares de mentes que contenía la de él, me hubieran envejecido. No eran sus recuerdos sino los míos los que me envejecían mientras pensaba en Dorcas temblando a mi lado en el rastro marrón de las juncias flotantes, ambos fríos y empapados, bebiendo juntos de la botella de Hildegrin como dos niños, cosa que en realidad éramos entonces.
Después de aquello no me fijé adónde iba. Caminé derecho por una larga calle viva de silencio, y cuando al fin terminó, doblé al azar. Después de un rato llegué al Gyoll, y mirando corriente abajo vi al Samru anclado en el lugar previsto. No me hubiera dejado más atónito ver un basilosaurio surgiendo de alta mar.
Unos momentos después me encontré entre marineros sonrientes. El capitán me retorció la mano diciendo: —Temí que hubiéramos llegado demasiado tarde. Con el ojo de la mente lo veía defendiendo su vida a la vista del río, y nosotros todavía a una legua.
El ayudante, un hombre tan estúpido que consideraba al capitán un caudillo, me palmeó la espalda y exclamó:
—¡Les ha enseñado cómo se pelea!
XXXIII — La Ciudadela del Autarca
Aunque con cada legua que me separaba de Dorcas el corazón se me desgarraba más, era muchísimo mejor estar en el Samru que ver el sur desierto y silencioso.
Las cubiertas del barco eran del color blanco impuro pero hermoso de la madera recién cortada; todos los días las fregaban con una gran bayeta llamada oso, una especie de pulidora tejida con cordaje viejo y cargada con los gruesos cuerpos de los dos cocineros, a quienes antes del desayuno la tripulación tenía que arrastrar hasta por el último palmo de tabla. Las junturas estaban selladas con brea, de modo que las cubiertas parecían terrazas pavimentadas con un dibujo atrevido y fantástico.
Era alto de proa, con una roda que se curvaba hacia arriba. Los ojos, cada uno con una pupila grande como un plato y un iris pintado de celeste, oteaban el agua verde ayudando a encontrar el camino; el ojo izquierdo lloraba el ancla.
Delante de la roda, sostenido por una riostra triangular, ella misma grabada, perforada, dorada y pintada, estaba el mascarón, el ave de la inmortalidad. Tenía cabeza de mujer, cara larga y aristocrática y ojos negros, pequeños, inexpresivos, con esa calma sombría de los que nunca conocerán la muerte. Unas plumas de madera pintada le crecían del cuero del cráneo vistiéndole los hombros y ahuecándose para dar sitio a los pechos hemisféricos; los brazos eran alas abiertas hacia atrás y hacia arriba; las puntas llegaban más alto que la culminación de la roda, y las primeras plumas, doradas y carmesíes, oscurecían en parte la riostra triangular. Si no hubiera conocido los anpiels del Autarca, me habría parecido una criatura totalmente fabulosa, como sin duda les parecía a los marineros.