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Entre las alas del Samm, a estribor de la roda, pasaba un largo bauprés. El palo del trinquete, sólo apenas más largo que este bauprés, se alzaba en el castillo de proa. Estaba inclinado hacia adelante como si el estay y el esfuerzo del foque lo hubieran desequilibrado. El palo mayor se erguía derecho como el pino que había sido una vez, pero el de mesana se inclinaba hacia atrás, de modo que las puntas de los tres palos estaban considerablemente más separadas que las bases. Cada palo sostenía una verga oblicua con dos varas ahusadas, que habían sido ramas de arbustos, y cada una de esas vergas llevaba una sola vela triangular del color de la herrumbre.

El casco estaba pintado de blanco por debajo del agua y de negro por arriba, salvo el mascarón y los ojos que ya he mencionado y la regala del alcázar, pintada de escarlata para simbolizar tanto la alta jerarquía del capitán como su historial sanguinario. En realidad el alcázar no ocupaba más que una sexta parte de la longitud del Samru, pero el timón y la bitácora estaban allí y desde allí se tenía la mejor perspectiva, exceptuando la que permitían los cordajes. También estaba allí el único armamento verdadero del barco, un cañón giratorio no mucho más grande que el de Mamiliano, tan preparado contra saqueadores como contra amotinados. Justo detrás de la barandilla de popa, dos postes de hierro delicadamente curvos como cuernos de grillo, sostenían sendas linternas facetadas, una del rojo más pálido, otra iridiscente como la luna.

La noche siguiente estaba junto a esas linternas, escuchando el retumbar del tambor, el suave chapoteo de las palas y el canto de los remeros, cuando vi las primeras luces en la ribera. Allí estaba el agonizante confín de la ciudad, hogar de los más pobres de los más pobres de los pobres; lo que sólo quería decir que allí estaba el confín vivo de la ciudad, que allí acababan los dominios de la muerte. Allí había seres humanos preparándose a dormir, quizá compartiendo aún la comida que marcaba el final del día. En cada una de esas luces yo veía mil bondades, y oía mil historias junto al fuego. En cierto sentido estaba de nuevo en casa; y la misma canción que me había impelido adelante en la primavera me traía ahora de vuelta.

¡Remad, hermanos, remad! A contracorriente vamos. ¡Remad, hermanos, remad! Dios está de nuestro lado. ¡Remad, hermanos, remad! En contra del viento vamos. ¡Remad, hermanos, remad! Dios está de nuestro lado.

No pude evitar preguntarme quién estaría emprendiendo viaje esa noche.

En cualquier historia larga, si está verazmente contada, se encontrarán todos los elementos que han contribuido al drama humano desde que una nave primitiva llegó a las costas de la Luna; no sólo gestas nobles y emociones tiernas sino cosas grotescas, ridículas y otras semejantes. Me he esforzado por consignar aquí la verdad despojada, sin la menor preocupación de que ustedes, mis lectores, considerarán ciertos pasajes inverosímiles y otros insípidos; y si la guerra en las montañas fue escena de proezas (patrimonio más de otros que mío), y mi aprisionamiento por Vodalus y los ascios un período de horror, y mi viaje en el Samru un interludio de tranquilidad, ahora hemos llegado al intervalo cómico.

Nos acercamos a la zona de la ciudad donde está la Ciudadela —hacia el sur pero no en el extremo— de día y con las velas desplegadas. Observé con gran cuidado la ribera oriental dorada por el sol, e hice que el capitán me dejara en los viscosos escalones donde en un tiempo había nadado y peleado. Esperaba pasar por la puerta de la necrópolis y entrar en la Ciudadela por la brecha en el muro cerca de la Torre Matachina; pero la puerta estaba cerrada con llave, y ninguna partida providencial de voluntarios se presentó a admitirme. Me vi obligado, pues, a caminar muchas cadenas por el borde de la necrópolis y varias más a lo largo del muro de la barbacana.

Allí me topé con una tropa numerosa que me llevó ante el oficial de guardia. Cuando le dije que era torturador, me tomó por uno de esos desgraciados que en los primeros fríos invernales intentan que los acepten en el gremio. Decidió (muy apropiadamente, si hubiera tenido razón) ordenar que me azotaran; y para evitarlo me vi forzado a romperles los pulgares a dos de sus hombres, y luego, mientras lo sujetaba a la manera llamada gatito y bola, que me llevara ante su superior, el castellano.

Admito que me inhibía un poco pensar en ese oficial, a quien apenas si había visto en mis tres años de aprendizaje en la fortaleza que él comandaba. Me encontré con un soldado viejo, de pelo plateado y tan cojo como yo. El oficial balbuceó sus acusaciones mientras yo esperaba a un lado: yo lo había atacado e insultado (falso), había lastimado a dos de sus hombres, etcétera. Cuando acabó, el castellano me miró unos instantes; luego se volvió hacia él, lo despidió, y me dijo que me sentara.

—Estás desarmado —dijo. Tenía una voz ruda pero suave, como si la hubiera agotado gritando órdenes. Concedí que así era.

—Pero has combatido, y has estado en la jungla, al norte de las montañas, donde no hay batallas desde que ellos atacaron nuestro flanco, cruzando el Uroboros.

—Es verdad —dije—. ¿Cómo puede saberlo?

—Esa herida que tienes en el muslo es de un venablo de ellos. He visto tantas que ya las reconozco. El rayo te abrió el muslo y el hueso lo reflejó. Quizás estuvieras subido a un árbol y un hastatus te tiró al suelo, supongo, pero lo más probable es que fueras montado y cargaras contra infantes. No eras catafracto, o no te hubieran pillado tan fácilmente. ¿Mediolancero?

—Sólo un irregular de la ligera.

—Tendrás que contármelo más tarde, porque por el acento eres de la ciudad, y la mayoría de los irregulares son eclécticos o gente así. También tienes una cicatriz doble en el pie, limpia y blanca, con marcas muy separadas. Te mordió un murciélago, y sólo en la verdadera jungla de la cintura del mundo los hay tan grandes. ¿Cómo llegaste allí?

—Nuestra nave cayó. Me tomaron prisionero. —¿Yescapaste?

Un momento más y me habría visto obligado a hablar de Agia y el hombre verde, y del viaje desde la jungla hasta la boca del Gyoll, y ésas eran cuestiones de altura que no deseaba revelar tan informalmente. En vez de hablar, pronuncié las palabras de autoridad que se aplican a la Ciudadela y su castellano.

El hombre era cojo, y yo hubiera preferido que no se moviese, pero se puso en pie de un salto y saludó, y luego se arrodilló a besarme la mano. Así, aunque no lo supiera, fue el primero en rendirme homenaje, distinción que le da derecho a tener audiencia privada una vez al año: una audiencia que aún no ha pedido y tal vez no pida nunca.

Desde ese momento me era imposible seguir adelante vestido como estaba. El viejo castellano habría muerto de un infarto si se lo hubiera exigido, y estaba tan preocupado por mi seguridad que cualquier paseo de incógnito hubiera incluido al menos un pelotón de acechantes alabarderos. Pronto me encontré ataviado con jazarán de lapislázuli, coturnos y estefana, todo coronado por un báculo de ébano y una voluminosa capa de damasco adornada con perlas gastadas. Todas estas cosas, indescriptiblemente antiguas, habían salido de un depósito conservado desde el tiempo en que los autarcas residían en la Ciudadela.