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De modo que en vez de entrar en la torre con la misma capa con que había partido, como era mi intención, regresé como un personaje irreconocible de lujoso atuendo ceremonial, esquelético, y con abominables cicatrices. Así entré en el estudio del maestro Palaemon, y estoy seguro de que lo asusté, porque sólo unos momentos antes le habían dicho que el Autarca estaba en la Ciudadela y quería hablarle.

Me pareció que había envejecido mucho. Quizá yo no lo recordaba tal como era en el momento de mi exilio, sino como lo había visto en la pequeña aula de mi infancia. Con todo, me gusta pensar que estaba afligido por mí, y en realidad no era tan improbable: yo siempre había sido su mejor alumno y su favorito. El voto de Palaemon, sin ninguna duda, había contrarrestado el del maestro Gurloes para salvarme la vida; me había dado su espada.

Pero afligido o no, tenía las líneas de la cara más profundas que antes; y el pelo escaso, que yo había creído gris, era de ese tono amarillo que cobra el marfil viejo. Se arrodilló y me besó los dedos, y me miró sorprendido cuando lo invité a sentarse de nuevo detrás de la mesa.

—Sois demasiado amable, Autarca —dijo. Y luego, usando una vieja fórmula—: Vuestra piedad se extiende de sol a Sol.

—¿No nos recuerdas?

—¿Estuvisteis confinado aquí? —Me oteó a través del curioso dispositivo de lentes, único que le permitía ver algo, y decidió que los agotados mucho antes de nacer yo en la borrosa tinta de los archivos del gremio, se le habían deteriorado todavía más.Veo que habéis sufrido tormento. Pero es demasiado tosco, espero, para ser obra nuestra.

—No fue cosa vuestra —dije, tocándome las cicatrices de la mejilla—. Sin embargo, estuvimos un tiempo confinados en la mazmorra de debajo de esta torre.

Suspiró —un corto aliento de viejo— y bajó los al gris desorden de papeles. No pude oír lo que decía y tuve que pedirle que repitiera.

—Ha llegado —dijo—. Sabía que iba a pasar, pero esperaba que estuviese muerto y olvidado. ¿Nos despediréis, Autarca? ¿O nos daréis otra tarea?

—Aún no hemos decidido qué haremos contigo y con el gremio al que sirves.

—No valdrá de nada. Si os ofendo, Autarca, os pido indulgencia a mi edad… pero de todos modos no valdrá de nada. Al fin descubriréis que alguien ha de hacer lo que hacemos nosotros. Podéis llamarlo curación, si deseáis. Eso se ha hecho a menudo. O ritual, también eso se ha hecho. Pero descubriréis que con esos disfraces, se vuelve todavía más terrible. ¿Encarcelaréis a los que no merezcan morir? Os encontraréis con un poderoso ejército encadenado. Descubriréis que estáis manteniendo prisioneros cuya fuga sería una catástrofe, y que necesitáis servidores que inflijan justicia a quienes han causado a docenas una muerte espantosa. ¿Qué otros lo harán?

—Nadie infligirá justicia como vosotros. Dices que nuestra piedad se extiende de sol a Sol, y espero que así sea. Pero nuestra piedad garantizará una muerte rápida incluso al más vil. No porque les tengamos lástima, sino porque es intolerable que hombres buenos se pasen la vida administrando dolor. Levantó la cabeza y las lentes fulguraron un instante. Por única vez en todos los años que lo había tratado, pude vislumbrar al joven que había sido. —Deben hacerlo hombres buenos. ¡Estáis mal aconsejado, Autarca! Lo intolerable es que lo hagan hombres malos.

Sonreí. En ese momento la cara de Palaemon me recordó algo que unos meses antes yo me había arrancado de la mente. Era que ese gremio era mi familia, y mi único hogar: nunca tendría otro. Si no podía tener amigos allí, nunca encontraría un amigo en el mundo.

—Entre nosotros, Maestro —le dije—, hemos decidido que no ha de hacerse en absoluto.

No respondió, y vi en su expresión que ni siquiera había oído mis palabras. En cambio me había estado escuchando la voz, y en el rostro viejo, gastado, duda y alegría parpadearon como sombra y fuego.

—Sí —dije—. Es Severian. —Y, mientras él luchaba por volver a dominarse, fui hasta la puerta y tomé mi alforja, que un oficial me había traído. La había envuelto en lo que fuera la capa fulígena del gremio, deslucida ahora a un mero negro mohoso. Extendiendo la capa sobre la mesa del maestro Palaemon, abrí la alforja y vacié el contenido.

—Esto es todo lo que hemos traído de vuelta —dije. Él sonrió como acostumbraba sonreír en el aula cuando me pillaba en alguna cuestión menor. —¿Eso y el trono? ¿Me lo querréis contar?

Ylo hice. Requirió un rato largo, y más de una vez mis protectores llamaron a la puerta como para corroborar que estaba ileso, y al final ordené que nos llevaran una comida; y cuando el faisán era meros huesos y habíamos comido los pasteles y bebido el vino, aún seguíamos hablando. Fue entonces cuando concebí la idea que al cabo ha resultado en esta crónica de mi vida. La intención original fue empezar por el día en que partí de la torre y terminarla con el de mi regreso. Pero pronto comprendí que aunque una construcción así tendría sin duda la simetría que tanto valoran los artistas, sería imposible que alguien entendiera estas aventuras sin saber nada de mi adolescencia. Del mismo modo, ciertos elementos de la historia quedarían incompletos si no la extendiera (como me propongo) hasta unos días después de mi regreso. Tal vez he urdido un Libro de Oro para alguien. Bien puede ser, por cierto, que todas mis andanzas no hayan sido más que un invento de los bibliotecarios para reclutar ayudantes; pero quizás aun esto sea esperar demasiado.

XXXIV — La llave del universo

Después de haber oído todo, el maestro Palaemon fue hasta el pequeño montón de mis posesiones y tomó la empuñadura, el pomo y la guarda de plata que eran todo lo que quedaba de Terminus Est.

—Era una buena espada —dijo—. Por poco os doy la muerte, pero era una buena espada.

—Siempre nos enorgullecimos de llevarla y nunca nos dio motivos de queja.

Él suspiró, y el aliento pareció atascársele en la garganta. —Se ha ido. Es la hoja lo que hace la espada, no las guarniciones. El gremio las preservará en algún lugar, junto con la capa y la alforja, porque han sido tuyas. Muchos siglos después de nuestra muerte, viejos como yo se las mostrarán a los aprendices. Es una pena que no tengamos también la hoja. Yo la usé mucho, años antes de que tú llegaras al gremio; nunca pensé que iba a quedar destruida combatiendo con un arma diabólica. —Dejó el pomo de ópalo y me miró frunciendo el ceño.— ¿Qué os inquieta? He visto a algunos sobresaltarse menos cuando les arrancaban los ojos.

—Hay muchas clases de armas diabólicas, como las llamas, que el acero no puede resistir. Algo de ellas vimos en Orithya. Y hay decenas de miles de soldados nuestros rechazándolas con lanzas y jabalinas de fuego artificial y espadas no tan bien forjadas como TerminusEst. Dentro de todo tienen éxito porque las armas de energía ascias no son numerosas, y los ascios no tienen con qué producirlas. ¿Qué pasará si a Urth se le concede un Sol Nuevo? ¿No serán capaces los ascios de usar esa energía mejor que nosotros? —Puede que sí —reconoció el maestro Palaemon. —Hemos estado pensando con los autarcas que nos han precedido; nuestros hermanos, por así decir, en un nuevo gremio. El maestro Malrubius dijo que en los tiempos modernos sólo nuestro antecesor se atrevió a enfrentar la prueba. Cuando indagamos a los otros, a menudo descubrimos que se negaron porque pensaban que el enemigo tendría aún más ventaja siendo más versado que nosotros en ciencias antiguas. ¿No es posible que tuvieran razón?

El maestro Palaemon pensó mucho tiempo antes de responder.

—No lo sé. Me consideráis sabio porque en un tiempo os enseñé, pero no he estado en el norte como vos. Vos habéis visto ejércitos ascios y yo nunca. Me halaga que me pidáis mi opinión. Con todo… por lo que decís parecen rígidos, esquemáticos. Diría que no son muchos los que piensan.