Me encogí de hombros. —Eso es cierto en cualquier multitud, Maestro. Pero, como dices, posiblemente sea más cierto entre ellos. Y lo que llamas rigidez es terrible, un inverosímil estado de muerte. Individualmente parecen hombres y mujeres, pero juntos son como una máquina de madera y piedra.
El maestro Palaemon se levantó, fue hasta la tronera y miró el tropel de torres. —Aquí somos demasiado rígidos —dijo—. Demasiado rígidos en el gremio, demasiado en la Ciudadela. Para mí es revelador que los hayáis visto de ese modo, vos, que os educasteis aquí; realmente tienen que ser inflexibles. Pienso que pese a esa ciencia, que a lo mejor no es como creéis, la gente de la Mancomunidad quizá sea más capaz de aprovechar las nuevas circunstancias.
—Nosotros no somos flexibles o inflexibles —dije—. Aparte de una memoria excepcional, somos apenas un hombre común.
—¡No, no! —El maestro Palaemon dio un golpe en la mesa y las lentes relampaguearon de nuevo.— Sois un hombre fuera de lo común en tiempos comunes. Cuando erais aprendiz y pequeño, una o dos veces os pegué; sé que lo recordáis. Pero aunque os pegara, yo sabía que llegaríais a ser un personaje extraordinario, el maestro más grande que ha tenido nuestro gremio. Yseréis maestro. ¡Os elegiremos aunque destruyáis el gremio!
—Ya te hemos dicho que nuestra intención es reformar el gremio, no destruirlo. Ni siquiera tenemos la seguridad de poder conseguirlo. Tú nos respetas porque hemos llegado al puesto más alto. Pero hemos llegado por azar, y lo sabes. También nuestro antecesor llegó por azar, y salvo una o dos excepciones, las mentes que nos entregó, y a las que apenas llegamos ahora, no son mentes geniales. La mayoría son hombres y mujeres corrientes, marinos y artesanos, granjeras y libertinos. En el resto hay una mayoría de esos excéntricos eruditos de segunda de los que siempre se reía Thecla.
—Vos no acabáis de llegar al puesto más alto —dijo el maestro Palaemon—: os habéis convertido en él. Vos sois el Estado.
—No. El Estado son los demás: tú, el castellano, los oficiales que hay fuera. Nosotros somos el pueblo, la Mancomunidad. —Ni yo mismo lo había sabido hasta que lo dije. Tomé el libro marrón.— Lo guardaremos. Era una de las cosas buenas, como tu espada. Se alentará otra vez la escritura de libros. No hay bolsillos en estas ropas, pero a lo mejor es útil que nos vean llevarlo cuando salgamos.
—¿Llevarlo adónde? —El maestro Palaemon alzó la cabeza como un cuervo viejo.
—A la Casa Absoluta. Hace más de un mes que perdimos el contacto, o si prefieres lo perdió el Autarca. Tenemos que averiguar qué ocurre en el frente, y tal vez despachar refuerzos. —Pensé en Lomer y Nicara— te y los demás prisioneros de la antecámara.— También tenemos allí otros deberes —dije.
El maestro Palaemon se acarició la barbilla. —Antes de que os vayáis, Severian… Autarca… ¿os gustaría dar una vuelta por las celdas, en honor a los viejos tiempos? Dudo que esos mozos de fuera sepan de la puerta que se abre a la escalera oeste.
Es la escalera menos usada de la torre y acaso la más antigua. Sin duda es la que mejor se conserva. Los escalones son empinados y angostos, y bajan rodeando una columna central, negra de corrosión. La puerta de la cámara en donde, como Thecla, me habían sometido al dispositivo llamado el Revolucionario estaba entreabierta, y aunque no entramos, vi los viejos mecanismos: terroríficos, sí, aunque para mí menos espantosos que las cosas relucientes pero mucho más viejas del castillo de Calveros.
Entrar en la mazmorra fue regresar a algo que desde mi huida de Thrax creía haber perdido para siempre. Sin embargo los pasillos de metal con sus largas filas de puertas no habían cambiado, y cuando espié por uno de los ventanucos, vi rostros familiares, rostros de hombres y mujeres que yo había alimentado y custodiado como aspirante.
—Estáis pálido, Autarca —dijo el maestro Palaemon—. Siento que tembláis.
Yo lo sostenía, tomándolo por el brazo.
—Sabes que los recuerdos nunca se nos borran —dije—. Para nosotros la chatelaine Thecla sigue ahí y el aspirante Severian en otra celda.
—Me había olvidado. Sí, tiene que ser terrible. Iba a llevarte a la que ocupó la chatelaine, pero tal vez prefieres no verla.
Insistí en que la visitáramos; pero cuando llegamos había dentro un cliente nuevo y estaba cerrada. Hice que el maestro Palaemon llamara al hermano de servicio, y cuando éste nos abrió me quedé un momento mirando la cama angosta y la mesita. Por último me volví hacia el cliente, que estaba sentado en la única silla con los ojos dilatados y una expresión indescriptible, mezcla de esperanza y asombro. Le pregunté si me conocía.
—No, exultante.
—No somos un exultante. Somos tu Autarca. ¿Por qué estás aquí?
Se incorporó y cayó de rodillas. —¡Soy inocente! ¡Creedme!
—Muy bien —dije—. Te creemos. Pero queremos que nos cuentes de qué te acusaron y de cómo llegaste a convicto.
Entre temblores, empezó a verter uno de los relatos más complejos y confusos que he oído en mi vida. La madre y una cuñada habían conspirado contra él. Dijeron que pegaba a su mujer, que la descuidaba aunque estaba enferma, que le había robado un dinero que ella guardaba para fines con los que él no estaba de acuerdo. Explicó todo esto (y mucho más) alabando su propia inteligencia mientras censuraba los fraudes, argucias y mentiras ajenas que lo habían mandado a la mazmorra. Dijo que el oro en cuestión no había existido nunca, y que su suegra había usado una parte para sobornar al juez. Dijo que no había sabido que su esposa estaba enferma y que le había buscado el mejor de los médicos.
Después de dejarlo entré en la celda de al lado y escuché al cliente, y luego a la otra y la otra, y así hasta visitar catorce. Once clientes alegaron inocencia, algunos mejor que el primero, otros incluso peor; pero no encontré ninguno cuyas protestas me convencieran. Tres admitieron que eran culpables (si bien uno juró —sinceramente, creo— que, aunque había cometido la mayoría de los delitos que le adjudicaban, le habían adjudicado también varios que no había cometido). Dos de los hombres prometieron de corazón que, si los liberaba, no iban a hacer nada que los llevara de nuevo a la mazmorra; y los dejé en libertad. La tercera —una mujer que después de robar niños los había forzado a hacer de muebles en una habitación, en un caso clavando las manos de una niña al dorso de un tablero de mesa, como para que sirviera de pedestal— me dijo, en apariencia con igual franqueza, que estaba segura de que volvería a lo que llamaba su pasatiempo porque era la única actividad que le interesaba. No pedía que la liberasen, sólo que le cambiaran la sentencia por encarcelamiento simple. Yo tenía la certeza de que estaba loca; y sin embargo, ni en la conversación ni en los claros ojos azules había nada que lo indicara, y me dijo que antes del juicio la habían examinado y declarado cuerda. Le toqué la frente con la Garra Nueva, pero permaneció tan inerte como la anterior, cuando intenté usarla para ayudar a Jolenta y Calveros.
No logro rehuirme a la idea de que el poder de las Garras mana de mí, y que por eso el resplandor que ellas emiten, y que otros declaran cálido, siempre me ha parecido frío. La idea es el equivalente psicológico de aquel doloroso abismo del cielo en el que temía caer cuando dormía en las montañas. La rechazo y la temo porque deseo fervientemente que sea cierta; y siento que aunque no fuera más que un eco de la verdad, la detectaría dentro de mí. No la detecto.
Por lo demás, aparte de esta falta de resonancia hay objeciones profundas, la más importante, convincente y al parecer insalvable es que incuestionablemente la Garra reanimó a Dorcas después de muchas décadas de muerte; y lo hizo antes de que yo supiese que la tenía.
Este argumento parece concluyente; y con todo no estoy seguro de que sea así. ¿Lo sabía yo en realidad? ¿Qué significa saber, en sentido propio? He asu mido que cuando Agia me deslizó la Garra en la alforja yo estaba inconsciente; pero puede que estuviera simplemente aturdido, y en cualquier caso, muchos creen desde hace tiempo que las personas inconscientes perciben lo que las rodea y responden internamente a las palabras y la música. ¿Cómo explicar si no los sueños dictados por sonidos externos? A £m de cuentas, ¿qué porción del cerebro está inconsciente? No todas, porque de lo contrario el corazón no latiría, ni respirarían los pulmones. Gran parte de la memoria es química. Fundamentalmente, todo lo que tengo de Thecla y del Autarca anterior es eso; las drogas sólo sirven para permitir que los complejos compuestos de información entren en el cerebro. ¿No será que cierta información derivada de fenómenos externos se nos imprime químicamente en el cerebro aunque haya cesado la actividad química de la que depende el pensamiento consciente?