El martillo que empuñan amenaza con hacernos retroceder por los corredores del tiempo o precipitarnos al futuro. (En esencia, este poder es el mismo que les permitió escapar a la muerte del universo: entrar en los corredores del tiempo es dejar el universo.) En Urth al menos, el yunque es el imperativo de vida: la necesidad de luchar contra un mundo cada vez más hostil con los recursos de unos continentes agotados. El método es tan cruel como el que usaron para forjarlos a ellos, y así hay cierta justicia; pero la aparición del Sol Nuevo significará que al menos las primeras operaciones de la forja están ya terminadas.
XXXV — La carta del padre Inire
Las habitaciones que me asignaron se encontraban en la parte más antigua de la Ciudadela. Habían estado tanto tiempo vacías que el viejo castellano y el mayordomo encargado de mantenerlas supusieron que las llaves se habían perdido, y con muchas excusas y gran reticencia, se ofrecieron a romper las cerraduras. No me permití el lujo de mirarles las caras, pero los oí respirar hondo cuando pronuncié las sencillas palabras que gobernaban las puertas.
Esa noche fue fascinante ver qué diferentes de las nuestras eran las modas del período en que se amueblaron aquellas cámaras. Se las arreglaban sin sillas como las que conocemos ahora, y de asiento usaban complicados cojines; las mesas carecían tanto de cajones como de la simetría que hemos llegado a considerar esencial. Según nuestros patrones, además, había demasiada tela e insuficientes madera, cuero, piedra y hueso; el efecto me resultó a la vez sibarítico e incómodo.
Pero me era imposible ocupar otra suite que la antiguamente reservada a los autarcas; e imposible también reamueblarla de un modo que implicase criticar a mis predecesores. Ysi los muebles eran más recomendables para la mente que para el cuerpo, qué delicia fue descubrir los tesoros que esos mismos predecesores habían dejado: había papeles relativos a asuntos hoy totalmente olvidados y no siempre identificables; dispositivos mecánicos ingeniosos y enigmáticos; un microcosmos que al calor de mis manos se agitaba de vida, y cuyos habitantes parecían volverse más grandes y humanos, un laboratorio que contenía el fabuloso «banco esmeralda» y muchas otras cosas. La más interesante era una mandrágora en alcohol. La retorta en la que flotaba tenía unos nueve palmos de alto y la mitad de anchura; el homúnculo en sí no medía más de dos palmos. Cuando di un golpecito en el vidrio, volvió hacia mí unos ojos como cuentas empañadas, en apariencia mucho más ciegos que los del maestro Palaemon. Aunque no oí ningún sonido cuando arrugó los labios, en seguida adiviné las palabras; y de una manera inexplicable sentí que el pálido fluido en que estaba sumergida la mandrágora se había transformado en mi propia orina teñida de sangre.
—aPor qué, Autarca, me llamas desde la contemplación de tu mundo?
Yo pregunté: —¿Es realmente mío? Ahora se que hay siete continentes, y sólo una parte obedece las frases sagradas.
—Tú eres el heredero —dijo la mustia criatura y se volvió, no sé si por accidente o por voluntad, hasta no darme más la cara.
Volví a golpear la retorta: —¿Y tú quién eres?
—Un ser sin progenitores, que se pasa la vida inmerso en sangre.
—¡Caramba, yo he sido lo mismo! Entonces tú y yo deberíamos ser amigos, como suele hacer la gente de origen semejante.
—Te burlas.
—En absoluto. Siento verdadera simpatía por ti; creo que nos parecemos más de lo que crees.
La pequeña figura se volvió de nuevo hasta mirarme.
—Ojalá pudiera creerte, Autarca.
—Lo digo en serio. Nadie me ha acusado nunca de ser un hombre honrado, y he dicho hartas mentiras cuando pensé que podían servirme, pero ahora soy muy franco. Si puedo hacer algo por ti, dime qué es. —Rompe el vidrio.
Vacilé. —¿No te morirás?
—Nunca he vivido. Dejaré de pensar. Rompe el vidrio. —Pero vives.
—No crezco, ni me muevo ni respondo a ningún estímulo excepto el pensamiento, que no se considera una respuesta. Soy incapaz de propagarmi especie o cualquier otra. Rompe el vidrio.
—Si de verdad no vives, preferiría encontrar una forma de darte vida.
—Te agradezco la fraternidad. Cuando estabas encarcelada aquí, Thecla, y aquel muchacho te llevó el cuchillo, ¿porqué no buscaste más vida?
La sangre se me encrespó en las mejillas y alcé el báculo de ébano, pero no di el golpe.
—Vivo o muerto, tienes una inteligencia penetrante. Thecla es mi parte más propensa a la ira.
—Si junto con sus recuerdos hubieras heredado sus glándulas, habrías triunfado.
—Y tú lo sabes. ¿Cómo puedes saber tanto, tú que eres ciego?
—Los actos de las mentes groseras crean minúsculas vibraciones que agitan el agua de esta botella. Te oigo los pensamientos.
—Yo noto que oigo los tuyos. ¿Cómo es posible que los oiga y no los de algún otro?
Ahora que miraba directamente la cara afligida, iluminada por el último rayo de sol que entraba por un tronera polvorienta, no estaba seguro de que los labios se moviesen.
—Como de costumbre, te oyes a ti mismo. No puedes oír a los demás porque tu mente está siempre chillando, como un niño que llora en una cesta. Ah, veo que eso lo recuerdas.
—Recuerdo una vez, hace mucho, en que tenía frío y hambre. Estaba de espaldas, entre paredes marrones, y oía el sonido de mis propios gritos. Sí, era un niño sin duda. Ni siquiera sabía gatear, creo. Eres muy listo. ¿Ahora qué estoy pensando?
—Que sólo soy un ejercicio inconsciente de tu poder, como la Garra. Es verdad, por supuesto. Yo era deforme, y morí antes de nacer, y desde entonces me han guardado aquí en coñac blanco. Rompe el vidrio.
—Primero preferiría interrogarte —dije yo. —Hermano, en tu puerta hay un viejo con una carta. Presté atención. Era extraño, después de haber oído nada más que esas palabras en mi mente, oír de nuevo ruidos reales: el canto de los mirlos soñolientos entre las torres y los golpecitos en la puerta.
El mensajero era el viejo Rudesind, que me había guiado a la sala de cuadros de la Casa Absoluta. Lo hice pasar (para sorpresa de los centinelas, pienso) porque quería hablar con él y no necesitaba cumplir con la etiqueta.
—No he estado aquí en toda mi vida —dijo él—. ¿Cómo puedo ayudaros, Autarca?
—Con sólo verte nos damos por servidos. Sabes quiénes somos, ¿no? Nos reconociste la otra vez que nos encontramos.
—Aunque no conociera tu cara, Autarca, de todos modos la reconocería dos docenas de veces. Me lo han dicho a menudo. Aquí parece que nadie hablara de otra cosa. Cómo te pusieron en cintura. Cómo te veían por cualquier lado. Cómo eras y qué decías. No hay cocinero que no te haya convidado con un pastel. Todos los soldados te contaron historias. Te diré que hasta conocí una mujer que te besó y te remendó los pantalones. Tenías un perro…
—Eso sí que es cierto —dije.
—Yun gato y un pájaro y un cotí que robaba manzanas. Y trepabas a todos los muros de este lugar. Y después saltabas, o te descolgabas por una soga, o te escondías y simulabas haberte escondido. Eres todos los niños que se han visto por aquí, y te han atribuido historias de hombres que ya eran viejos cuando yo era un crío, y hasta cosas que hice yo mismo setenta años atrás.
—Ya hemos aprendido que el rostro del Autarca está siempre oculto tras la máscara que le teje el pueblo. Sin duda es mejor así; no hay nada de qué enorgullecerme cuando se comprende que poco nos parecemos a eso que provoca reverencias. Pero queremos oír de ti. El antiguo Autarca nos dijo que eras centinela de la Casa Absoluta, y ahora nos enteramos de que sirves al padre Inire.