En gran parte estaban llenos de los papeles que tanto me habían fascinado antes; pero en vez de pararme a leerlos, como hiciera durante la primera inspección de los cuartos, los levantaba de cada cajón para ver si no había debajo algún eslabón, encendedor, jeringa o amadú.
No encontré ninguno; pero en cambio, en el cajón más grande del armario más grande, escondida bajo un estuche de plumas filigranado, descubrí una pequeña pistola.
Había visto antes armas como ésa: la primera, cuando Vodalus me había dado la moneda falsa que acababa de recuperar. Pero nunca había tenido una en la mano, y ahora descubría que era muy diferente que verla en manos de otros. Una vez, viajando con Dorcas hacia Thrax, habíamos caído en una caravana de vendedores ambulantes y caldereros. Aún teníamos casi todo el dinero que el doctor Talos había dividido en el encuentro del bosque al norte de la Casa Absoluta; pero dudábamos de hasta dónde podría llevarnos y cuánto tendríamos que viajar, de modo que yo ofrecía mi oficio, preguntando en cada pueblo si no había algún malhechor que mutilar o decapitar. Para los vagabundos éramos como ellos, y aunque algunos nos adjudicaban un rango más o menos saliente porque yo sólo trabajaba para las autoridades, otros presumían de despreciarnos como instrumentos de la tiranía.
Una noche, un amolador que había sido más amistoso que la mayoría, y nos había hecho varios favores insignificantes, se ofreció para afilar a Terminus Est. Le dije que yo la mantenía lo suficientemente afilada para el trabajo y lo invité a probarla con un dedo. Después de cortarse levemente (como yo había anticipado) se aficionó mucho a ella, admirando no sólo la hoja sino la suave vaina, la guarda labrada y lo demás. Una vez que le hube respondido a innumerables preguntas respecto a la forja, la historia y los usos de Terminus Est, me preguntó si le permitía empuñarla. Lo previne sobre el peso de la hoja y el peligro de descargar el filo más fino contra algo que pudiera dañarlo; luego se la pasé. Sonriendo, aferró la empuñadura como yo le había dicho; pero no bien empezó a alzar la larga y brillante herramienta de muerte, se puso muy pálido y los brazos se le echaron a temblar tanto que se la arrebaté antes de que la dejara caer. Después de aquello, lo único que decía una y otra vez era Yo he afilado la espada de muchos soldados.
Ahora yo comprendía lo que el hombre había sentido. Dejé la pistola en la mesa tan rápido que casi se me cae, y di vueltas y vueltas alrededor como si fuera una serpiente preparada para atacar.
Era más corta que mi mano, y de una factura tan delicada que parecía una joya; pero cada una de sus líneas hablaba de un lejano origen, de más allá de las estrellas cercanas. El tiempo no había amarilleado la plata, que bien podría haber acabado de salir de la pulidora. Estaba cubierta de ornamentos que acaso fueran escritura: realmente no podía decirlo, y para ojos como los míos, habituados a motivos de líneas rectas y curvas, a veces parecían sólo reflejos complicados y brillantes, pero reflejos de algo que no estaba presente. Incrustadas en el mango había piedras negras cuyo nombre yo ignoraba, gemas como turmalinas pero más luminosas. Al cabo de un rato noté que una, la más pequeña, parecía desvanecerse a menos que yo la mirara con fijeza, y entonces destellaba con un fulgor de cuatro rayos. Examinándola más de cerca, descubrí que no era una gema sino una lente diminuta a través de la cual brillaba un fuego interior. La pistola, pues, conservaba su carga después de tantos siglos.
Por ilógico que fuera, saberlo me tranquilizó. Hay dos maneras en que un arma puede ser peligrosa para quien la usa: hiriéndolo por accidente o fallándole. La primera era aún posible; pero cuando vi el resplandor de ese punto luminoso supe que la segunda podía descartarse.
Debajo del cañón había un botón corredizo que al parecer controlaba la intensidad de la descarga. Mi primera idea fue que quienquiera la hubiese manejado la última vez probablemente la había puesto al máximo, y que invirtiendo la posición podría probarla con cierta seguridad. Pero no era así: el botón estaba en el centro de la guía. Por fin decidí, por analogía con un arco, que probablemente la pistola fuera menos peligrosa cuando el botón estaba lo más adelante posible. Alcé la pistola, apunté el arma al hogar y apreté el gatillo.
El ruido de un disparo es lo más horrible del mundo. Es el grito de la materia misma. Ahora el estampido no fue fuerte sino amenazador, como un trueno lejano. Por un instante —tan breve que casi pude haber creído que lo soñaba— un angosto cono violeta relampagueó entre la boca de la pistola y la leña apilada y desapareció. La madera ardía y láminas de metal quemado y retorcido caían del fondo del hogar con un ruido de campanas rotas. Un riachuelo de plata se derramó hasta la alfombrilla chamuscándola y alzándose en un humo nauseabundo.
Guardé la pistola en la alforja de mi nuevo traje de aspirante.
XXXVII — Cruzando de nuevo el río
Antes del amanecer Roche estaba en mi puerta con Drotte y Eata. Aunque Drotte era el mayor de nosotros, la cara y los ojos relampagueantes lo hacían parecer más joven que Roche. Todavía era el retrato mismo de la fuerza nerviosa, pero no pude dejar de notar que ahora yo era dos dedos más alto que él. Eata, el más bajo, ni siquiera había llegado aún a aspirante; de modo que después de todo yo sólo había estado fuera un verano. Cuando me saludó parecía un poco aturdido, y supongo que le costaba creer que ahora yo fuese el Autarca, especialmente porque no me había visto hasta ese momento, en que una vez más yo vestía las ropas del gremio.
Yo le había dicho a Roche que los tres debían ir armados; él y Drotte llevaban espadas parecidas a (aunque de manufactura muy inferior), y Eata una clava que yo recordaba haber visto exhibida en nuestras fiestas del Día de la Máscara. Antes de haber visto batallas en el norte los habría creído bien equipados; ahora los tres, no sólo Eata, me parecían niños dispuestos a jugar a la guerra con palos y piñas.
Por última vez pasamos por la brecha en el muro y pisamos las senderos de hueso que se curvaban entre los cipreses y las tumbas. Las rosas muertas que yo había dudado en arrancar para Thecla mostraban todavía unos capullos de otoño, y me encontré pensando en Morwenna, la única mujer cuya vida había tomado, y en su enemiga Eusebia.
Cuando cruzamos el portal de la necrópolis y en— tramos en las escuálidas calles de la ciudad, pareció que mis compañeros se ponían casi alegres. Pienso que inconscientemente habían temido que el maestro Gurloes los viera y de algún modo los castigase por obedecer al Autarca.
—Espero que no planees ir a nado —dijo Drotte—. Con estas cuchillas nos hundiríamos.
Roche soltó una risita. —La de Eata flota, sin duda. —Vamos muy al norte. Necesitaremos un barco, pero creo que si recorremos la ribera podremos alquilar alguno.
—Si alguien nos lo alquila… Ysi no nos arrestan. Ya sabéis, Autarca…
—Severian —le recordé—. Mientras lleve esta ropa. —… Severian, que se supone que estas herramientas sólo podemos llevarlas al tajo, y costará mucho convencer a los peltastas de que hacemos falta tres. ¿Sabrán quién eres tú? Yo no…
Esta vez fue Eata quien lo interrumpió señalando hacia el río.
—¡Mirad, allí hay un barco!
Roche lo siguió, los tres agitaron las manos y yo saqué uno de los chrisos que me había prestado el castellano, volviéndolo para que reluciera al sol que detrás de nosotros empezaba a mostrarse sobre las torres. El hombre que iba a la caña agitó la gorra, y alguien que parecía un muchachito flaco saltó adelante para poner la chorreante tarquina en la otra amura.