Era un barco de dos palos, algo estrecho de manga y bajo de francobordo: ideal, sin duda, para transportar mercancía no sellada y burlar a las balandras de patrulla que de repente se habían vuelto mías. El timonel, un viejo raposo grisáceo, parecía capaz de cosas mucho peores, y el «muchachito» flaco era una chica de ojos risueños y facilidad para mirar de soslayo.
—Vaya, parece que hoy es mi día —dijo el timonel cuando vio nuestros hábitos—. Pensé que estabais de duelo, hasta que os vi de cerca. ¿Ojos? Ni idea de lo que son, no más que un cuervo en un tribunal.
—Estamos de duelo —le dije mientras subía. Me dio un placer ridículo descubrir que yo no había perdido las piernas de marino que había adquirido en el Samm, y mirar cómo Drotte y Roche se agarraban de los paños cuando el lugre se balanceaba.
—¿Le molesta si le echo un vistazo a ese rubio? Sólo para ver si es de veras. En seguida lo mando a casa.
Le tiré la moneda, que frotó y mordió y por fin rindió con una mirada respetuosa.
—Quizá necesitemos el barco todo el día.
—Por un rubio se lo puede quedar también toda la noche. Como le dijo el funerario al fantasma, a los dos nos alegrará tener compañía. Hasta que amaneció hubo cosas en el río. Quizá porque los optimates han bajado al agua esta mañana, ¿no?
—Zarpe —dije yo—. Si quiere, me puede contar qué eran esas cosas raras mientras navegamos.
Aunque él mismo había sacado el tema, el timonel parecía rehacio a entrar en detalles; quizá sólo porque le era dificil encontrar palabras para describir lo que había sentido y lo que había visto y oído. Había un ligero viento del oeste, así que con las enceradas velas del lugre bien tensas, navegamos río arriba. La muchacha morena tenía poco más trabajo que estar sentada en la proa y cambiar miradas con Eata. (Es posible que, con su camisa y sus pantalones grises y sucios, lo tomara por un ayudante a sueldo de nosotros tres.) El timonel, que se decía tío de ella, hablaba sin aflojar la presión en la caña, para evitar que el lugre se desviase.
—Les contaré lo que vi yo, como el carpintero cuando tenía el postigo abierto. Estábamos ocho o nueve leguas al norte de donde ustedes nos llamaron. De carga llevábamos almejas, ¿entienden?, y con esos bichos no es cuestión de pararse, al menos cuando la tarde pinta calurosa. Bajamos por el río y se las compramos a los cavadores, ¿entienden?, después las subimos rápido por el canal, para que se pudieran comer antes de estropearse. Si se estropean lo pierdes todo, pero si las vendes bien ganas el doble o mas.
»Me he pasado más noches en el río que en cualquier otro lugar de mi vida; es mi cuarto, se puede decir, y este barco mi cuna, aunque en general hasta la mañana no me voy a dormir. Pero anoche… A veces me daba la impresión de que no era el viejo Gyoll sino otro río, un río que subía al cielo o corría bajo tierra.
»Dudo que lo hayan notado si no estuvieron despiertos hasta tarde, pero era una noche tranquila con unas rachas de viento que soplaban lo que dura un juramento, luego se apagaban y luego volvían a soplar. También había niebla, espesa como algodón. Colgaba sobre el agua, como hace siempre la niebla, y a nivel del agua quedaba un espacio como para hacer rodar un pequeño barril. La mayoría del tiempo no veíamos luces en las orillas, sólo la niebla. Antes yo tenía un cuerno y lo hacía sonar para los que no vieran nuestras luces, pero el año pasado se me fue por la borda y como era de cobre se hundió. Así que anoche, cada vez que sentía que se nos acercaba un barco o cualquier cosa, daba unos gritos.
»Como una guardia después de que empezara la niebla dejé que Maxellindis se fuera a dormir. Tenía izadas las dos velas, y con cada bocanada de aire remontábamos un poco el río, y luego volvía a echar el ancla. A lo mejor ustedes no lo saben, optimates, pero la norma del río es que quien lo sube bordea una orilla y quien lo baja navega por el medio. Nosotros íbamos subiendo y tendríamos que haber bordeado la orilla este, pero con la niebla yo no sabía.”Entonces oí remos. Busqué en la niebla, pero no veía luces y grité para que se desviaran. Me incliné sobre la regala y acerqué la cabeza al agua para oír mejor. La niebla absorbe los ruidos, pero cuando mejor oye uno es cuando mete la cabeza debajo, porque el ruido corre derecho sobre el agua. Bueno, el caso es que lo hice, y aquello era grande. Cuando los remeros son buenos no se puede contar cuántas palas hay, porque se hunden al mismo tiempo y salen todas juntas, pero cuando un barco grande avanza rápido se oye el agua rompiendo bajo la proa, y aquél era de los grandes. Me subí a la caseta para tratar de verlo, pero ni así había luces, aunque yo sabía que estaba cerca.
»Justo estaba bajando cuando la divisé: una galeaza de cuatro palos y cuatro bancadas, sin luces, remontando el canal, por lo que podía juzgar. Alguien se apiade del que viene en contra, pensé yo para mí, como dijo el buey cuando se soltó del yugo.
»Claro que sólo la vi un minuto y se perdió de nuevo en la niebla, pero todavía la oí un rato largo. Verla así me dio una impresión tan rara que me puse a gritar de vez en cuando aunque no hubiera ningún otro barco por ahí. Habíamos hecho una media legua más, me supongo, o quizá no tanto, cuando oí que alguien me contestaba los gritos. Sólo que no era como si me contestara, más bien pedía que le echaran un cabo. Volví a gritar, y cada vez él me contestaba, y era un hombre que conozco llamado Trason, que tiene un barco como yo. “¿Eres tú?”, me preguntó, y yo le dije que era yo y le pregunté si estaba bien. “¡Amarra!”, me dice él.
»Le dije que no podía. Llevaba almejas, y aunque la noche estuviera fresca quería venderlas lo antes posible. “Amarra”, me vuelve a gritar Trason. “Amarra y bájate.” Así que yo le digo: “¿Por qué no te bajas tú?” En eso lo veo, y me sorprendió que pudiera llevar tanta gente, pándores, habría dicho yo, pero todos los pándores que he visto tenían la cara morena como la mía, o casi, y la de éstos era blanca como la niebla. Tenían gusanos y escorpiones: se veían las cabezas asomándoles por las crestas de los cascos.
Lo interrumpí para preguntarle si los soldados que había visto parecían hambrientos y tenían ojos grandes.
Sacudió la cabeza torciendo una comisura de la boca.
—Eran hombres grandes, más grandes que usted o que cualquiera de los que vamos aquí, le llevaban a Trason una cabeza. El caso es que en un momento desaparecieron, igual que la galeaza. Fue el único otro barco que vi hasta que se abrió la niebla. Pero… Yo dije: —Pero vio algo más. O lo oyó.
Asintió. —Pensé que usted y su gente estaban aquí por eso. Cierto, vi y oí cosas. Había cosas en el agua, cosas que yo no había visto nunca. Cuando se despertó y se lo conté, Maxellindis dijo que eran manatíes. A la luz de la luna son pálidos y si uno no se acerca mucho parecen bastante humanos. Pero yo los conozco desde pequeño y nunca me confundieron. Yhabíavoces de mujer, altas no, pero fuertes. Yalgo más. Yo no le entendía nada a ninguno, pero oí el tono. ¿Saben cómo es cuando uno escucha gente hablando sobre el agua? Ellas decían esto y lo otro y lo de más allá. Luego la voz más profunda —no puedo decir que fuera de hombre porque no lo creo—, la voz más profunda decía ve y haz así y asá. Oí tres veces las voces de las mujeres y dos veces la otra. No me van a creer, optimates, pero a veces daba la impresión de que las voces salían del río.
Con eso se quedó en silencio, mirando más allá de los nenúfares. Habíamos dejado bien atrás el trecho del Gyoll que bordea la Ciudadela, pero los nenúfares aún se amontonaban más densamente que flores silvestres en cualquier llano a este lado del paraíso.
La Ciudadela misma se veía ya entera, y pese a su vastedad parecía un rebaño reverberante agitándose en la colina, con las mil torres de metal listas a saltar al aire a la primera palabra. Debajo, la necrópolis extendía un bordado de trama verde y blanca. Sé que es de buen tono hablar con leve disgusto de la «insalubre» proliferación de hierba y árboles en tales lugares, pero yo nunca he observado que fuese algo realmente insalubre. Lo verde muere para que vivan los hombres, y los hombres mueren para que lo verde viva, incluso aquel hombre ignorante e inocente que hace tanto tiempo yo maté con su propia hacha. Se dice que todo nuestro follaje está mustio, y no hay duda de que así es; y cuando llegue el Sol Nuevo, su novia, la Nueva Urth, lo glorificará con hojas como esmeraldas. Pero en el tiempo presente, el tiempo del sol viejo y la vieja Urth, yo nunca he visto un verde tan intenso como el de los grandes pinos de la necrópolis cuando el viento mece las ramas. Extraen fuerza de las partidas generaciones de la humanidad, y los mástiles de los navíos, que se construyen con muchos árboles, no son tan altos como ellos.