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El Campo Sanguinario está lejos del río. Atrajimos miradas extrañas, los cuatro, mientras íbamos hacia allí, pero nadie nos detuvo. La Taberna de los Amores Perdidos, que alguna vez me pareciera la menos permanente de las casas de los hombres, seguía alzándose allí como la tarde en que yo había llegado con Agia y Dorcas. El gordo tabernero por poco se desmaya cuando nos vio aparecer; le pedí que llamara a Ouen, el camarero.

Aquella tarde, cuando entró con una bandeja para los tres, en realidad no lo había mirado. Ahora lo hice. Era un hombre calvo tan alto como Drotte, flaco y con aire afligido; los ojos eran de un azul profundo, y en la forma de los párpados y de la boca había una delicadeza que reconocí en seguida.

—¿Sabes quiénes somos? —le pregunté. Meneó lentamente la cabeza.

—¿Nunca has tenido que servir a un torturador? —Una vez, sieur, esta primavera — dijo—. Ysé que estos dos hombres de negro son torturadores. Pero usted no es torturador, sieur, aunque vista como ellos. Lo pasé por alto. —¿Alguna vez me has visto?

—No, sieur.

—Muy bien, tal vez sea así. (Qué extraño era darme cuenta de que yo había cambiado tanto.) Ouen, ya que tú no me conoces, sería bueno que yo te conociera a ti. Dime dónde naciste y quiénes eran tus padres, y cómo llegaste a emplearte en esta taberna.

—Mi padre era tendero, sieur. Vivíamos en Puertavieja, en la ribera oeste. Cuando yo tenía unos diez años, creo, me mandó a una taberna a hacer de mozo, y desde entonces siempre he trabajado en alguna.

—Tu padre era tendero. ¿Y tu madre?

La cara de Ouen seguía manteniendo una deferencia de camarero, pero los ojos parecían confundidos.

—No la conocí, sieur. La llamaban Gas, pero murió cuando yo era pequeño. En el parto, decía mi padre.

—Pero sabes cómo era.

Asintió. —Mi padre tenía un relicario con su imagen. Yo tendría veinte años cuando una vez quise verlo y descubrí que lo había empeñado. Por entonces yo había hecho un poco de dinero ayudando en sus asuntos a cierto optimate… Llevándoles mensajes a las damas, quedándome de guardia fuera y cosas así; y fui a la casa del prestamista y pagué la prenda y lo retiré. Todavía lo llevo, sieur. En un lugar como éste, donde todo el tiempo entran y salen tantos, es mejor tener los objetos valiosos encima.

Metió la mano dentro de la camisa y sacó un relicario de esmalte tabicado. Los retratos de dentro eran de Dorcas de frente y perfil, una Dorcas apenas más joven que la que yo había conocido.

—Dices que a los diez te hiciste mozo, Ouen. Pero sabes leer y escribir.

—Un poco, sieur. —Parecía incómodo.— Varias veces le he preguntado a la gente que me leyera algo escrito. No olvido muchas cosas.

—Cuando esta primavera estuvo el torturador tú escribiste algo —le dije—. ¿Te acuerdas de lo que escribiste?

Asustado, sacudió la cabeza. —Sólo una nota para prevenir a la chica.

—Yo me acuerdo. Decía: «La mujer que la acompaña ha estado antes aquí. No confíe en ella. Trudo dice que el hombre es un torturador. Usted es mi madre que ha vuelto».

Ouen se metió el relicario dentro de la camisa. —Es que se parecía mucho a ella, sieur. Cuando yo era joven, siempre pensaba que un día iba a encontrar una mujer así. Me decía, ¿sabe?, que yo era mejor hombre que mi padre, y a fin de cuentas él la había encontrado. Pero yo no, y ahora no estoy seguro de ser mejor.

—Esa vez tú no sabías cómo era el hábito de los torturadores —le dije—. El que sabía era tu amigo Trudo, el palafrenero. Sabía mucho más que tú de torturadores, y por eso se escapó.

—Sí, sieur. Cuando oyó que un torturador preguntaba por él se escapó.

—Pero tú viste que la chica era una inocente y quisiste prevenirla contra el torturador y la otra mujer. Quizá tenías razón sobre los dos.

—Si usted lo dice, sieur…

—¿Sabes, Ouen?, te pareces un poco a ella.

El tabernero gordo había estado escuchando más o menos abiertamente. Ahora soltó una risita. —¡Más se parece a ustedl Me temo que me volví a clavarle los ojos.

—No quería ofenderlo, sieur, pero es verdad. Él es un poco mayor, pero mientras hablaban vi las dos caras de perfil, y no hay ni un lunar de diferencia.

Estudié de nuevo a Ouen. No tenía los y el pelo oscuros como yo, pero dejando de lado el color, su cara podría haber sido casi la mía.

—Dices que nunca encontraste una mujer como Dorcas… como la del relicario. Sin embargo encontraste una mujer, pienso.

Evitó mirarme a los —Varias, sieur. —Y tuviste un hijo.

—¡No, sieur! —Estaba atónito.— ¡Nunca, sieur! —Qué interesante. ¿Alguna vez tuviste dificultades con ¡ajusticia?

—Varias, sieur.

—Está bien que hables en voz baja, pero no hace falta que sea tan baja. Y cuando me hables mírame. Una mujer que amabas… o quizás ella te amaba a ti… una mujer morena… ¿La detuvieron una vez?

—Una vez, sieur —dijo—. Sí, sieur. Se llamaba Catherine. Es un nombre anticuado, me dicen. Como usted dice, sieur, hubo problemas. Se había escapado de una orden de monjas. La detuvo la justicia y no la vi nunca más.

Él no quería venir, pero cuando volvimos al lugre nos los llevamos.

Cuando yo había remontado el río con el S¢mru, de noche la línea entre la ciudad viva y la muerta había sido como la que separa la curva oscura del mundo y la estrellada cúpula celeste. Ahora, con tanta luz, había desaparecido. Líneas de estructuras medio en ruinas bordeaban las riberas, pero no pude determinar si eran los hogares de nuestros ciudadanos más miserables o meras cáscaras vacías hasta que vi tres trapos flameando en una cuerda.

—En el gremio tenemos el ideal de la pobreza —le dije a Drotte mientras nos apoyábamos en la regala—. Pero esa gente no necesita el ideaclass="underline" lo ha realizado.

—Yo pensaría que lo necesitan más que nadie —respondió él.

Se equivocaba. El Increado estaba allí, algo más alto que los hieródulos y que aquellos a quienes servían; incluso en el río yo sentía su presencia como se siente la del señor de una gran casa, aunque esté en un cuarto a oscuras de otro piso. Cuando bajamos a tierra, me pareció que en cada uno de los umbrales que yo cruzara, sorprendería a una brillante figura; y que el comandante de todas esas figuras parecía invisible sólo porque era demasiado grande.

En una de las calles invadidas de hierba encontramos una sandalia de hombre, gastada pero no vieja. —Me han dicho que por aquí andan saqueadores. Es una de las razones por las que os pedí que vinierais. Si sólo se tratara de mí, me las arreglaría solo.

Roche asintió y sacó la espada, pero Drotte dijo: —Aquí no hay nadie. Tú te has vuelto mucho más sabio que nosotros, Severian, pero pienso que te has acostumbrado un poco en exceso a cosas que aterran a la gente común.

Le pregunté qué quería decir.

—Tú sabías de qué hablaba el barquero. Te lo vi en la cara. A ti también te dio miedo, o al menos te preocupó. Pero no miedo como el que tuvo él anoche, o como el que habríamos tenido Roche, Ouen o yo si hubiésemos estado cerca del río sabiendo lo que pasaba. Anoche los saqueadores que dices anduvieron rondando, y han alertado a los guardacostas. Hoy no se acercarán al agua, y no lo harán por varios días.