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Eata me tocó el brazo. —¿Crees que esa chica… Maxellindis… corre peligro, allí en el barco?

—Corre menos peligro que tú con ella —dije. Eata no sabía qué estaba diciendo, pero yo sí. Su Maxellindis no era Thecla; su historia no podía ser la mía. Pero tras la cara traviesa y los risueños castaños yo había visto los corredores del Tiempo. Para los torturadores el amor es un trabajo largo; y aunque yo fuera a disolver el gremio, Eata sería un torturador, como todos los hombres, maniatado por el desprecio a la riqueza sin el cual un hombre es menos que un hombre, infligiendo dolor por naturaleza lo quisiera o no. Me apenaba, y más aún Maxellindis la marinera.

Ouen y yo fuimos hacia la casa, dejando a Roche, Drotte y Eata de guardia a cierta distancia. Cuando estábamos en la puerta oí dentro el blando sonido de los pasos de Dorcas.

—No te diremos quién eres —le dije a Ouen—. Yno podemos decirte qué puede ser de ti. Pero somos tu Autarca y te diremos qué debes hacer.

No tenía palabras para él, pero descubrí que no me hacían falta. Como el castellano, se arrodilló en el acto.

—Nos hemos hecho acompañar por torturadores para que supieras qué te estaba reservado si nos desobedecías. Pero no deseamos que nos desobedezcas, y ahora, habiéndote conocido, dudamos de que hicieran falta. En esta casa hay una mujer. Dentro de un momento entrarás. Has de contarle tu historia como nos la contaste a nosotros, y te quedarás con ella y la protegerás aunque intente rechazarte.

—Haré todo lo posible, Autarca dijo Ouen. —Cuando puedas, aconséjale que abandone esta ciudad de muerte. Hasta entonces, te damos esto. —Saqué la pistola y se la puse en la mano.— Vale una carretilla de chrisos, pero mientras esté aquí los chrisos te servirán mucho menos que ella. Cuando estéis los dos a salvo, si deseas te la compraremos de nuevo. —Le mostré cómo se manejaba la pistola y lo dejé. Entonces me quedé solo, y no dudo de que algunos, leyendo este relato demasiado breve de un verano turbulento, dirán que es así como he estado casi siempre. Jonas, mi único amigo de veras, era a sus propios ojos una mera máquina; Dorcas, a quien todavía amo, es a sus propios ojos una especie de espectro.

Yo no lo siento así. Elegimos —o no elegimos— estar solos cuando decidimos a quién aceptar como camaradas y a quiénes rechazar. Así, en su cueva de la montaña, el eremita tiene compañía porque sus compañeros son los pájaros y los conejos, los iniciados cuyas palabras viven en los «libros del bosque» y los vientos, mensajeros del Increado. Otro hombre puede estar solo aunque viva entre millones, porque no tiene alrededor más que enemigos y víctimas.

Agia, a quien yo habría podido amar, había elegido en cambio ser una Vodalus femenina, oponiéndose a todo lo que en la humanidad hay de más vivo. Yo, que podría haber amado a Agia, que amaba profundamente a Dorcas, pero no tanto como yo creía, ahora estaba solo porque me había vuelto parte de su pasado, que ella amaba más de lo que nunca (salvo, creo, al principio) me había amado a mí.

XXXVIII — Resurrección

No queda casi nada por contar. Ha llegado el alba, con el sol rojo como un ojo ensangrentado. Por la ventana entra un viento frío. Dentro de muy poco un criado traerá una bandeja humeante; con él, sin duda, estará el viejo y encorvado padre Inire, que quiere hablar conmigo durante los pocos momentos que quedan; el viejo padre Inire, que ha vivido mucho más que los de su efímera especie; el viejo padre Inire, que, me temo, no sobrevivirá al sol rojo. Cuánto lo contrariará descubrir que me he pasado toda la noche escribiendo aquí, en el triforio.

Pronto deberé vestir ropas de argento, ese color más puro que el blanco. No importa.

En la nave habrá días largos, lentos. Leeré. Todavía tengo mucho que aprender. Dormiré, dormitaré en mi litera, escucharé la fricción de los siglos contra el casco. Este manuscrito se lo enviaré al maestro Ultan; pero mientras esté en la nave, cuando no pueda dormir y me canse de leer, lo escribiré de nuevo —yo, que no olvido nada— todo, cada palabra, tal como lo he escrito aquí. Lo llamaré El Libro del Sol Nuevo porque se dice que ese libro, perdido desde hace tantas eras, ha profetizado su propio advenimiento. Ycuando esté otra vez terminado, sellaré esa copia en un cofre de plomo y lo dejaré a la deriva en los mares del espacio y el tiempo.

¿Les he dicho todo lo que prometí? Soy consciente de que en varios lugares de mi narración he prometido que la trama final de la historia dejaría en claro tal o cual punto. Los recuerdo todos, estoy seguro, pero también recuerdo mucho más. Antes de pensar que los he engañado, vuelvan a leer, como yo volveré a escribir.

Para mí hay dos cosas claras. La primera es que no soy el primer Severian. Los que andan por los corredores del Tiempo lo vieron ganar el Trono del Fénix, y así fue que el Autarca, a quien le habían contado de mí, sonrió en la Casa Azur y la ondina me empujó hacia arriba cuando al parecer tenía que ahogarme. (Pero seguramente con el primer Severian no fue así; algo había empezado ya a dar nueva forma a mi vida.) Ahora dejadme imaginar, aunque es sólo imaginación, la historia del primer Severian.

Él también fue criado por los torturadores. También lo enviaron a Thrax. También huyó de Thrax, y aunque no llevaba la Garra del Conciliador, se encaminó a la guerra del norte: sin duda esperaba escapar del arconte escondiéndose en el ejército. Cómo se encontró allí con el Autarca no puedo decirlo; pero se encontraron y así, como yo, él (que en sentido último era y es yo mismo) llegó a su vez a ser autarca y navegó allende las velas de la noche. Luego los que andan por los corredores del Tiempo volvieron a la época en que él era joven, y comenzó mi historia, tal como la he escrito aquí en tantas páginas.

La segunda cosa es ésta. No fue devuelto a su tiempo: se convirtió en un vagabundo de los corredores. Ahora conozco la identidad del hombre llamado Cabeza del Día y sé por qué Hildegrin, que estaba demasiado cerca, murió cuando nos encontramos, y por qué huyeron las brujas. También sé de quién era el mausoleo en donde me quedaba de niño, esa pequeña construcción con grabados en la piedra: una rosa, una fuente y una nave voladora. He perturbado mi propia tumba, y ahora voy a yacer en ella.

Cuando volví a la Ciudadela con Drotte, Roche y Eata, me llegaron mensajes urgentes del padre Inire y de la Casa Absoluta, y pese a todo me demoré. Le pedí al castellano que me llevara un mapa. Después de mucho buscar encontró uno, grande y antiguo, agrietado en muchas partes. El muro aparecía entero, pero los nombres de las torres no eran los que yo conocía —ni los que conocía el castellano, por cierto—, y en el mapa había torres que no están en la Ciudadela, y en la Ciudadela torres que no estaban en el mapa.

Luego ordené una nave y estuve medio día flotando entre las torres. Sin duda vi muchas veces el lugar que buscaba, pero en todo caso no lo reconocí.

Por fin, con una lámpara brillante y segura, bajé una vez más a nuestra mazmorra, un tramo de escalones tras otro hasta llegar al último nivel. ¿Qué es, me pregunto, lo que da a los lugares subterráneos el poder de conservar el pasado? Todavía estaba allí uno de los tazones en que había llevado sopa a Triskele. (Triskele, que había vuelto a la vida bajo mi mano dos años antes de que yo llevara la Garra.) Una vez más seguí las huellas de Triskele hasta la abertura olvidada, como cuando aún era aprendiz, y desde allí mis propias huellas en el oscuro laberinto de túneles.

A la luz firme de la lámpara vi ahora dónde había perdido el rastro, por seguir en línea recta cuando Triskele había doblado. Tuve la tentación de seguirlo, en vez de seguirme a mí mismo, para saber dónde había salido, y acaso descubrir quién lo había aceptado y a quién solía volver después de saludarme a veces en los caminos apartados de la Ciudadela. Posiblemente lo haga cuando regrese a Urth, si es que en verdad regreso.