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—Lo siento tanto, Hunna… —dije—. Lo siento tanto… No lo hice yo: fue el maestro Gurloes, y unos viajeros.

El maestro Gurloes se sentó, y por primera vez observé que la cama estaba realmente en una mano de mujer con dedos más largos que mi brazo y uñas como garras.

—¡Estás bien! —dijo, como si el moribundo hubiera sido yo—. O al menos casi bien. — Los dedos de la mano empezaron a cerrarse sobre él, pero saltó de la cama y vino a pararse a mi lado, en el agua que ya le llegaba a la rodilla.

Al parecer un perro —mi viejo perro Triskele— había estado escondido bajo la cama, aunque quizá sólo estuviera echado en la otra punta, fuera de mi vista. Ahora se nos acercó, chapoteando con su única pata delantera, cortando el agua con su ancho pecho y ladrando de alegría. El maestro Malrubius tomó mi mano derecha y la Cumana la izquierda; juntos me condujeron a uno de los grandes ojos de la montaña.

Vi lo que había visto cuando Tifón me había llevado allí: el mundo enrollado como una alfombra y enteramente visible. Esta vez era mucho más majestuoso. Teníamos el sol detrás: los rayos parecían haberse multiplicado. Las sombras se transformaban en oro alquímico, y a medida que yo miraba, todo lo verde se hacía más oscuro y más fuerte. Podía ver el grano madurando en los campos y hasta la miríada de peces del mar doblándose y redoblándose junto con las pequeñas plantas de superficie que los alimentaban. El agua del cuarto que estaba a nuestras espaldas se derramó por el ojo, y capturando la luz, cayó en un arco iris.

Entonces desperté.

Mientras dormía, alguien me había envuelto en sábanas cargadas de nieve. (Más tarde supe que mulas de paso seguro la habían traído de las cumbres.) Entre temblores deseé volver al sueño, aunque ya era a medias consciente de la distancia que nos separaba. Tenía en la boca un amargo sabor a medicina, la lona extendida debajo de mí era dura como el suelo y Peregrinas de hábito escarlata se movían por todos lados con lámparas, atendiendo a hombres y mujeres que gemían en la oscuridad.

V — El lazareto

No creo que esa noche haya vuelto a dormir de veras, aunque tal vez haya dormitado. Cuando amaneció, la nieve se había fundido. Dos Peregrinas retiraron las sábanas, me dieron una toalla para que me secara y trajeron mantas limpias. Yo quería entregarles la Garra en ese momento —tenía mis pertenencias en la bolsa, debajo del catre— pero no parecía el más apropiado. En cambio me acosté de nuevo, y ahora que era de día, dormí.

Volví a despertarme a eso del mediodía. En el lazareto había una calma como no se ha visto nunca; en algún lugar distante dos hombres hablaban y otro llamó, pero sus voces sólo acentuaban la quietud. Me senté y miré alrededor, esperando ver al soldado. A mi derecha yacía un hombre cuyo pelo cortado al ras me hizo pensar que era un esclavo de las Peregrinas. Lo llamé, pero cuando se volvió a mirarme vi que me había equivocado.

Tenía los ojos más vacíos que yo haya visto en un ser humano: parecían mirar espíritus invisibles para mí.

—Gloria al Grupo de los Diecisiete —dijo.

—Buen día. ¿Sabes algo de cómo está organizado este lugar?

Pareció que una sombra le cruzaba la cara, y sentí que en cierto modo mi pregunta le había parecido sospechosa. Respondió: —Todos los empeños se conducen bien o mal en la precisa medida en que se conforman al Pensamiento Correcto.

—Conmigo trajeron a otro hombre. Me gustaría hablar con él. Es amigo mío, más o menos.

—Los que hacen la voluntad del populacho son amigos, aunque nunca hayamos hablado con ellos. Los que no hacen la voluntad del populacho son enemigos, aunque de niños hayamos estudiado juntos.

El hombre que estaba a mi izquierda me llamó: —No le sacarás nada. Es un prisionero.

Me giré a mirarlo. El rostro parecía casi una calavera, pero conservaba algo de humor. El pelo rígido, negro, daba la impresión de no haber visto un peine en muchos meses.

—Se lo pasa hablando así. Nunca de otra forma. jEh, tú! ¡Te vamos a dar!

El otro contestó: —Para los Ejércitos del Populacho, la derrota es el trampolín de la victoria y la victoria la escalera a otra victoria.

—De todos modos es mucho más sensato que la mayoría de ellos —dijo el que estaba a mi izquierda. —Dices que es un prisionero. ¿Qué hizo?

—¿Qué hizo? Bueno, no murió.

—Me temo que no comprendo. ¿Lo seleccionaron para alguna misión suicida?

El paciente que estaba más allá del hombre de mi izquierda se sentó: era una mujer de cara flaca pero bonita.

—A todos ellos —dijo—. Al menos no pueden volver a casa hasta que no se gane la guerra, y saben que realmente no se ganará nunca.

—Cuando los combates internos se conducen por el Pensamiento Correcto las batallas externas ya están ganadas.

Dije: —Entonces es un ascio. Eso es lo que queréis decir. Nunca he visto ninguno.

—La mayoría muere —dijo el hombre de pelo negro—. Lo que dije es eso.

—No sabía que hablaban nuestro idioma.

—No lo hablan. Unos oficiales que vinieron a verlo dijeron que debía ser un intérprete. Probablemente interrogaba a los nuestros cuando los capturaban. Sólo que hizo algo mal y lo mandaron de nuevo a filas.

La joven dijo: —Yo no creo que esté loco de veras. La mayoría de ellos sí. ¿Cómo te llamas?

—Lo siento, debí presentarme. Soy Severian. —Casi agrego que era lictor, pero sabía que entonces ninguno de los dos me hablaría.

—Yo soy Foila, y éste es Melito. Yo era de los Húsares Azules; él, hoplita.

—No digas tonterías —gruñó Melito—. Yo soy hoplita. Tú eres húsar. —Pensé que él parecía mucho más cerca de la muerte que ella.

—Lo único que espero es que cuando nos recobremos y podamos irnos de aquí nos den la licencia —dijo Foila.

—¿Yentonces qué haremos? ¿Ordeñar las vacas de otro y cuidarle los cerdos;, — Melito se volvió hacia mí.No dejes que te engañe: fuimos voluntarios, los dos. Cuando caí herido, estaban a punto de ascenderme, y cuando me asciendan podré mantener una esposa.

—¡No he prometido casarme contigo! —gritó Foila. A varias camas de distancia, alguien dijo en voz alta: —¡Llévatela, a ver si acaba de una vez!

El paciente de la cama al lado de la de Foila se sentó bruscamente.

—Se casará conmigo. —Era corpulento, de piel rubia y pelo pálido, y hablaba con la deliberación típica de las islas heladas del sur.—Yo soy Hafvard.

Para mi sorpresa, el prisionero ascio proclamó: —Unidos, hombre y mujer son más fuertes; pero la mujer valiente no desea maridos sino hijos.

Foila dijo: —Pelean hasta cuando están preñadas. Yo he visto sus cadáveres en el campo de batalla.

—El populacho es la raíz del árbol. Las hojas caen, pero el árbol permanece.

Les pregunté a Melito y Foila si el ascio componía sus observaciones o citaba alguna fuente literaria que me era desconocida.

—¿Si se las inventa, quieres decir? —preguntó Foila—. No. Eso no lo hacen nunca. Todo lo que dicen procede de un texto aprobado. Algunos no abren la boca. El resto se sabe de memoria miles de esos dichos; en realidad, supongo, decenas o cientos de miles.

—Es imposible —dije yo.

Melito se encogió de hombros. Se las había arreglado para alzarse sobre un codo.

—Y sin embargo es así. Al menos es lo que dice todo el mundo. Foila sabe de ellos más que yo.

Foila asintió. —En la caballería ligera salimos mucho a explorar, y a veces nos envían específicamente a tomar prisioneros. No es que hablando con la mayoría te enteres de gran cosa, pero el Estado Mayor saca sus propias conclusiones observando el equipo que llevan y la condición física de todos ellos. En el continente del norte, de donde vienen, sólo los niños más pequeños hablan a veces como nosotros.