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Pensé en el maestro Gurloes dirigiendo los asuntos de nuestro gremio.

—¿Cómo pueden hacer para decir, por ejemplo, «Toma tres aprendices y descarga esa carreta»? —Nunca algo así: simplemente agarran a la gente por el hombro, señalan la carreta y les dan un empujón. Si se ponen a trabajar, bien. Si no, el jefe cita algo sobre la necesidad de esforzarse para asegurar la victoria, con varios testigos presentes. Si después de eso la persona a quien le habló se niega a trabajar, hace que la maten; probablemente señalándola y citando algo sobre la necesidad de eliminar a los enemigos del populacho.

El ascio dijo: —Los gritos de los niños son los gritos de la victoria. No obstante, la victoria requiere sabiduría.

Foila interpretó: —Eso significa que aunque los niños son necesarios, lo que dicen no tiene sentido. La mayoría de los ascios nos consideraría mudos por más que aprendiéramos el idioma, porque para ellos los grupos de palabras que no son textos aprobados no significan nada. Si admitieran, aun íntimamente, que significan algo, oirían quizá comentarios desleales e incluso los dirían ellos mismos. Como sólo entienden y citan textos aprobados, nadie puede acusarlos.

Volví la cabeza hacia el ascio. Era claro que había estado escuchando atentamente, pero aparte de eso el rostro del ascio me pareció inescrutable.

—Los que escriben los textos aprobados —dije— no pueden escribirlos citando textos aprobados. Por lo tanto hasta en un texto aprobado puede haber elementos de deslealtad.

—El Pensamiento Correcto es el pensamiento del populacho. El populacho no puede traicionar al populacho ni al Grupo de los Diecisiete.

Foila me dijo: —No insultes al populacho ni al Grupo de los Diecisiete. Podrían tratar de matarte. A veces lo hacen.

—¿Alguna vez se volverán normales?

—He oído que con el tiempo algunos llegan a hablar más o menos como nosotros, si te refieres a eso. No se me ocurrió nada que decir, y estuvimos un rato callados. Descubrí que en lugares como aquél; donde casi todo el mundo está enfermo, hay largos períodos de silencio. Sabíamos que las guardias se sucederían una tras otra; que si no decíamos esa tarde lo que deseábamos decir tendríamos otra oportunidad por la noche y otra más a la mañana siguiente. La verdad es que si alguien hubiera hablado como lo hace normalmente la gente sana —después de una comida, por ejemplo— se habría vuelto intolerable.

Pero lo que habíamos hablado me hizo pensar en el norte, y descubrí que sabía poco más que nada. En mi infancia, cuando fregaba suelos y hacía recados en la Ciudadela, la guerra misma me había parecido infinitamente remota. Sabía que la mayoría de los matrusos que manejaban las baterías principales habían participado, pero lo sabía como sabía que la luz que me daba en la mano había estado en el sol. Yo iba a ser torturador, y como torturador no tenía ninguna razón para entrar en el ejército y ninguna razón para temer que me obligaran. Nunca esperé ver la guerra a las puertas de Nessus (de hecho las propias puertas eran para mí apenas más que una leyenda), y nunca esperé dejar la ciudad, ni siquiera dejar el sector de la ciudad que encerraba la Ciudadela.

El norte, Ascia, era entonces algo inconcebiblemente remoto, un lugar tan lejano como la más lejana galaxia puesto que ambos serían por siempre inalcanzables. Mentalmente lo confundía con el agonizante cinturón de vegetación tropical que separaba nuestra tierra de la de ellos, aunque si el maestro Palaemon me lo hubiera preguntado en el aula, los habría distinguido sin dificultad.

Pero de la propia Ascia no tenía ninguna idea. Ignoraba si había allí grandes ciudades o ninguna. No sabía si era montañosa como las zonas del norte y el este de nuestra Mancomunidad o plana como nuestras pampas. Tenía, sí, la impresión (aunque no estaba seguro de que fuese correcta) de que era una sola masa de tierra y no una cadena de islas como nuestro sur; y, más nítida que ninguna, tenía la impresión de un pueblo innumerable —el populacho de nuestro ascio—, un enjambre inagotable que, como las colonias de hormigas, llegaba a ser casi una criatura. La idea de esos millones de millones sin habla, o limitados a emitir frases proverbiales que seguramente no significaban nada desde hacía tiempo, era más de lo que yo podía soportar. Hablando casi conmigo mismo, dije: —Seguro que es un truco, o una mentira, o un error. No puede haber una nación así.

Y el ascio, en voz no más alta que la mía y acaso aun más baja, respondió: —¿Cómo será más vigoroso el Estado? Será más vigoroso cuando no haya conflictos. ¿Cómo será para que no haya conflictos? Cuando no haya desacuerdo. ¿Cómo será proscrito el desacuerdo? Proscribiendo las cuatro causas del desacuerdo: las mentiras, el habla insensata, el hablajactanciosa y el habla que sólo sirve para incitar disputas. ¿Cómo se prohibirán las cuatro causas? Diciendo sólo el Pensamiento Correcto. Entonces en el Estado no habrá desacuerdo. No habiendo desacuerdos, no habrá conflicto. No habiendo conflicto, será vigoroso, fuerte y seguro.

Me habían respondido, y con creces.

VI — Miles, Foila, Melito y Hallvard

Esa noche caí presa de un miedo que por un tiempo había intentado apartar de la mente. Aunque desde que Severian niño y yo habíamos escapado de la aldea de los hechiceros no había vuelto a ver señales de los monstruos que Hethor trajera de más allá de las estrellas, no había olvidado que él me buscaba. Mientras viajaba por el yermo o sobre las aguas del lago Diuturna no había temido que me diera alcance. Ahora ya no viajaba y sentía la debilidad de mis miembros, porque pese a la comida estaba más débil de lo que había estado nunca mientras pasaba hambre en las montañas.

Además, casi temía más a Agia que a los nótulos, salamandras y proyectiles de Hethor. Conocía el valor, la inteligencia y la malicia de Agia. Era posible que cualquiera de las sacerdotisas de las Peregrinas que se movían entre los catres vestidas de escarlata fuese ella, con un estilete envenenado bajo la túnica. Esa noche dormí mal; pero aunque soñé mucho, los sueños fueron confusos y no intentaré relatarlos aquí.

Me desperté menos que descansado. La fiebre, de la que apenas había sido consciente al llegar al lazareto, y que el día anterior había parecido descender, volvió a subir. Sentía el calor en todos los miembros —me daba la impresión de que yo reverberaba, y que si me metía entre los glaciares del sur, se derretirían. Saqué la Garra y la apreté contra mí, e incluso la tuve un rato en la boca. La fiebre bajó otra vez, pero me dejó débil y mareado.

Esa mañana vino a verme el soldado. En vez de la armadura llevaba una túnica blanca que le habían dado las Peregrinas, pero se había recuperado del todo, y me dijo que esperaba marcharse al día siguiente. Le dije que me gustaría presentarle las amistades que había hecho en esa parte del lazareto y le pregunté si se acordaba de mi nombre.

Sacudió la cabeza. —Me acuerdo de muy poco. Cuando vuelva al ejército recorreré las unidades y espero que alguien me conozca.

Lo presenté de todos modos, llamándolo Miles porque no se me ocurría nada mejor. Tampoco sabía el nombre del ascio, y pronto descubrí que nadie lo sabía, ni siquiera Foila. Cuando se lo preguntamos, lo único que dijo fue: —Soy leal al Grupo de los Diecisiete.

Foila, Melito, el soldado y yo estuvimos un rato conversando. Me pareció que a Melito el soldado le caía muy bien, aunque quizá sólo porque el nombre que yo le había puesto se parecía al suyo. Luego el soldado me ayudó a sentarme y bajando la voz dijo: —Ahora tengo que hablarte en privado. Como te dije, creo que me iré de aquí por la mañana. Por tu aspecto, pienso que tú no saldrás hasta dentro de varios días, quizá no antes de un par de semanas. Quizá no vuelva a verte nunca.