—Esperemos que no sea así.
—Yo también lo espero. Pero si consigo encontrar mi legión, es posible que cuando tú estés bien me hayan matado. Y si no logro encontrarla, probablemente entraré en otra para que no me arresten por desertor.
Hizo una pausa. Yo sonreí.
—Y puede que yo muera aquí, de fiebre. No querrías decir eso. ¿Se me ve tan mal como al pobre Melito?
Sacudió la cabeza. —No, no tan mal. Creo que conseguirás…
—Eso cantaba el zorzal mientras el lince perseguía a la liebre alrededor del laurel.
Ahora le tocaba a él sonreír. —Tienes razón; iba a decir eso.
—¿Es una expresión común en la región de la Mancomunidad donde te criaste?
La sonrisa se desvaneció. —No lo sé. No recuerdo dónde está mi hogar, y en parte es por eso que tengo que hablar contigo. Recuerdo que anduve contigo por un camino y que era de noche: eso es lo único que recuerdo antes de haber llegado a este lugar. ¿Dónde me encontraste?
—En un bosque, calculo que a unas cinco o diez leguas de aquí. ¿Te acuerdas de lo que te conté de la Garra mientras caminábamos?
Sacudió la cabeza. —Creo recordar que mencionaste algo así pero no lo que dijiste.
—¿Qué reAerdas? Dime todo, y yo te diré lo que sé y lo que puedo adivinar.
—Andar contigo. Mucha oscuridad… Caer, o a lo mejor volar a través de eso. Ver mi cara multiplicada, una y otra vez. Una muchacha de pelo como oro rojo y ojos enormes.
—¿Una mujer hermosa?
Asintió. —La más hermosa del mundo.
Alzando la voz, pregunté si alguien tenía un espejo para prestárnoslo un momento. Foila sacó uno de entre las cosas que guardaba bajo el catre y se lo tendió al soldado.
—¿Ésta es la cara? Dudó. —Creo que sí. —¿Ojos azules?
—… No puedo estar seguro. Le devolví el espejo a Foila.
—Volveré a contarte lo que te conté en el camino; ojalá tuviéramos un lugar más privado. Hace un tiempo llegó a mis manos un talismán. Me llegó inocentemente, pero no me pertenece y es muy valioso:
a veces, no siempre, sino a veces, tiene el poder de curar a los enfermos, e incluso de revivir a los muertos. Hace dos días, viajando hacia el norte, me crucé con el cadáver de un soldado. Fue en un bosque, lejos del camino. Hacía menos de un día que había muerto; yo diría que probablemente durante la noche anterior. En ese momento yo tenía mucha hambre, y corté las correas de su mochilay comí la mayor parte de la comida que llevaba. Luego me sentí culpable y saqué el talismán e intenté devolverlo a la vida. Muchas veces ha fracasado, y por un rato pensé que fracasaría de nuevo. Pero no fracasó, aunque él revivió lentamente y por mucho tiempo pareció no saber dónde estaba ni qué le sucedía.
—¿Y el soldado era yo?
Asentí, mirándolo a los sinceros ojos azules. —¿Me dejas ver el talismán?
Lo saqué y se lo acerqué en la palma de la mano. Él lo tomó, examinó cuidadosamente ambos lados y la yema de un dedo.
—No parece mágico —dijo.
—No estoy seguro de que mágico sea el término adecuado. He conocido magos, y nada de lo que hacían me llevó a pensar en esta gema o en cómo actúa. A veces despide luz; ahora es muy débil, dudo que la veas.
—No la veo. Parece que no lleva nada escrito. —Quieres decir conjuros o plegarias. No, no he advertido ninguna escritura, y hace mucho que lo tengo. En realidad no sé nada de él salvo que a veces actúa; pero pienso que es una de esas cosas con que se hacen los conjuros y las plegarias.
—Dijiste que no te pertenecía.
Volví a asentir. —Pertenece a las sacerdotisas de aquí, las Peregrinas.
—Llegaste aquí hace poco. Hace dos noches, lo mismo que yo.
—Llegué buscándolas a ellas, para devolver el talis mán. Se lo quitaron hace un tiempo, en Nessus, pero no fui yo.
—¿Y lo vas a devolver?—Me miró como si lo dudara. —Sí, tarde o temprano.
Se levantó, alisándose la túnica con las manos. Yo dije: —No me crees, ¿no? Ni una parte. —Cuando vine aquí me presentaste a los que te nías cerca, las personas con las que habías conversado desde tu catre. —Hablaba despacio, como si sopesara cada palabra.— Donde me pusieron a mí, por supuesto, también conocí gente. Hay uno que realmente no está muy herido. Es sólo un muchacho, un jovencito de algún dominio lejano, y se pasa casi todo el tiempo sentado en el catre mirando el suelo. —¿Nostalgia? —pregunté.
El soldado sacudió la cabeza. —Tenía un arma de energía. Un korseke, eso es lo que alguien me dijo. ¿Las conoces?
—No mucho.
—Proyectan un rayo adelante, y al mismo tiempo dos en ángulo recto, uno a la derecha y otro a la izquierda. El arco no es muy grande, pero dicen que son muy buenos para enfrentar ataques en masa, y supongo que es cierto.
Miró un momento alrededor para ver si escuchaba alguien, pero en el lazareto es cuestión de honor desentenderse por completo de toda conversación ajena. De no ser así, los pacientes no tardarían en estrangularse unos a otros.
—La centuria de este joven fue blanco de uno de esos ataques. La mayoría rompió filas y huyó. Él no, y no lo prendieron. Otro hombre me contó que tenía delante tres muros de cadáveres. Los había derrumbado, hasta que los ascios treparon a la cumbre y le cayeron encima. Entonces retrocedió y volvió a apilarlos.
—Supongo que lo habrán condecorado y ascendido —dije—. No estaba seguro de si me volvía la fiebre o era el mero calor del día, pero me sentía pegajoso y un poco sofocado.
—No, lo mandaron aquí. Ya te dije que era sólo un muchacho del campo. En aquel día había matado mucha gente, más de la que nunca había conocido hasta hacía unos pocos meses, antes de alistarse. Todavía no se ha recobrado, y quizá no se recupere nunca.
—¿De veras?
—Me parece que tú podrías ser así. —No te entiendo —dije.
—Hablas como si acabaras de llegar del sur, y supongo que si abandonaste tu legión es la forma de hablar más segura. De todos modos, cualquiera ve que no es cierto: nadie que no haya estado en combate tiene las heridas que tienes tú. A ti te alcanzaron esquirlas de piedra. Eso es lo que te pasó, y la Peregrina que habló con nosotros la noche que llegamos se dio cuenta en seguida. Por eso pienso que has estado en el norte más tiempo de lo que admites, y tal vez más de lo que crees. Si has matado a muchos, podría serte agradable pensar que tienes una manera de revivirla.
Intenté sonreírle. —¿Yeso adónde te lleva? —Adonde estoy ahora. No estoy tratando de decir que no te debo nada. Tenía fiebre y tú me encontraste. Puede que delirara. Me parece más posible que estuviera inconsciente, y por eso pensaste que estaba muerto. Probablemente habría muerto si no me hubieras traído aquí.
Empezó a levantarse; le toqué el brazo para detenerlo.
—Antes de que te vayas debería decirte ciertas cosas —dije—. Sobre ti mismo.
—Dijiste que no sabías quién era. Sacudí la cabeza.
—No, no lo dije. Dije que te encontré en un bosque hace dos días. En el sentido en que lo dices tú, no sé quién eres; pero en otro sentido creo que tal vez sí. Creo que eres dos personas, y que sólo conoces a una. —Nadie es dos personas.
—Yo lo soy. Yo ya soy dos personas. Acaso hay muchos otros que también son dos. Sin embargo, lo primero que quiero decirte es bastante más simple. Escúchame. —Le indiqué cómo podría volver al bosque, y cuando estuve seguro de que me había entendido, dije:— Es probable que aún esté tu mochila con las correas cortadas, así que si encuentras el lugar no puedes equivocarte. En la mochila había una carta. Yo la saqué y leí un fragmento. No llevaba el nombre de la persona a quien le estabas escribiendo; pero si la habías terminado y esperabas una ocasión de enviarla, al final tendría que leerse al menos una parte de tu nombre. La dejé en el suelo, voló un poco y quedó atrapada contra un árbol. Quizás aún puedas encontrarla.