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Los cuatro titanes discutían el futuro del reino. El enemigo ha secuestrado a las mujeres del jefe y hermano mayor, Lao Pei, y con ellas se han llevado la fertilidad y el futuro del país. Sin mujeres no hay belleza, ni hay mundo, porque ni siquiera hay vida, y Cuang Con, el más intrépido de los hermanos, se dispone a salir al rescate. Enfrentará y vencerá mil trabajos, cabalgará praderas y montañas sosteniendo en el brazo su lanza de seiscientas libras de peso que solo él podía manejar, derrotará con astucia y valor a los ejércitos rivales y una tarde de primavera regresará con las mujeres secuestradas y devolverá la esperanza al país de Lao Pei. La hazaña inmortal quedará para la historia y el héroe se convertirá en dios y cada año sus descendientes, frente a un altar como aquél, le rendirán eterno homenaje al varón que les salvó el futuro.

– Pero no era santo, ¿verdad? -preguntó el Conde, rascándose los brazos para contener los deseos de fumar-. Quiero decir, no lo santificaron como a los santos católicos… ¿Por qué san Fan Con?

Francisco se va a reír, pensó el policía al terminar la pregunta. El chino sonrió:

– Eso fue aquí. Vino Cuang Con, un glan capitán, un héloe mitológico, pelo se cubanizó en san Fan Con, y como es cololao y ahola santo, los neglos dicen que es Changó, mila tú, capitán -dijo Francisco sin dejar de sonreír, y el Conde volvió a pensar que, a pesar del ascenso prodigado por Francisco (y que lo colocaba a la altura del mismísimo Cuang Con), una renuncia a tiempo resultaría lo más honorable: cada vez entendía menos, se sentía más estúpido e inculto, al mismo tiempo que sospechaba si alguna de aquellas risas iban dirigidas a burlarse de su inocencia, su credulidad y su ignorancia. Porque eso de que Cuang Con no sólo es san Fan Con, sino también es Changó, Santa Bárbara bendita, con su manto rojo y la espada en la mano… era demasiado para él, se dijo.

Mientras, sin dejar de sonreír, Francisco había tomado de la repisa que asemejaba un ara una caña de bambú cortada como un largo vaso. Dentro descansaban unas tablillas finísimas, también de bambú, con un número y una inscripción en el extremo, grabadas con tinta… ¡china!, coño, y ya las hacía sonar como una maraca para música concreta. Francisco explicó que Cuang Con era el dueño de la fortuna: cada varilla indicaba un camino en la vida y la que llevaba un círculo con una cruz formada por dos flechas era el peor camino: el del infierno, adonde iban los traidores, los homicidas y las mujeres adúlteras. En Cuba alguna gente decía que aquél era el signo más negativo de san Fan Con y que el hombre marcado por él sólo podía esperar todas las desgracias de los dos mundos: el de los vivos y el de los muertos. A medida que iba recibiendo la explicación, Conde sintió una dolorosa alegría: por fin entendía algo y, a la vez, se reafirmaba en su idea de que las marcas en el cuerpo del difunto Pedro Cuang no respondían a un simple juego de apariencias: cuando menos indicaban un camino que conducía hasta aquella habitación oscura y polvorienta de una sociedad china. O al menos pasaba por allí.

– Yo no cleo en eso, capitán, pelo hay gente que sí, ¿tú sabes? Eso es cosa de paisanos que hacen blujelías de neglos y de neglos que hacen blujelías con cosas de chinos. ¿Tú vas a entendel? Pedio Cuang la debía y alguien se la cobló, y pol eso le puso la filma de san Fan Con.

– ¿Entonces lo mató otro chino? ¿Una venganza?… ¿Y el dedo, se lo cortaron porque había delatado a alguien?

– Ah, capitán, eso yo no lo sé -dijo Francisco sin dejar de batir la caña de bambú-. ¿Ahola quieles sabel tu camino?

El Conde no tuvo tiempo de pensar en algún modo de presionar a Francisco porque observó cómo del interior de la caña de bambú que Francisco mantenía en movimiento iba saliendo una tablilla, sólo una, que parecía flotar por encima de sus compañeras, como si algún magnetismo oculto la separara del resto y la acercara al policía. En la cabeza ya visible, la varilla, como todas las demás, llevaba sus símbolos y algunas letras. ¿Vendría ahí la esencia de su destino?

– No, gracias, prefiero no saberlo… -dijo Conde, impulsado por la fuerza de su superstición, y empujó hacia el interior del vaso la tablilla de su destino-. Pero quiero ver la que tiene la cruz.

Francisco detuvo el movimiento del recipiente y se acercó a la claridad que ofrecía la ventana. Buscó entre las varillas y sacó una que le extendió al teniente. El Conde, seguido por Manolo, también fue hacia la luz.

– Se parece pero no es igual -advirtió el sargento, mientras dibujaba en su libreta aquel símbolo incomprensible.

– Francisco, lo que Pedro tenía en el pecho llevaba también unas cruces chiquitas aquí, en estas cuadrículas… ¿No será otra varilla?

– No, capitán, con cuatlo cluces así no hay… ¿Tá extlaño, veldá, Juan?

– Francisco -dudó en decir el Conde, pero se atrevió-… ¿sería mucho pedir que me prestara esa varilla? Le prometo devolvérsela. Me hace falta fotografiar ese signo y…

– No, no, esto es cosa de san Fan Con y…

– Hay un hombre muerto, Francisco -dijo el Conde, procurando que su voz trasmitiera gravedad.

Francisco pareció pensarlo todo lo que su cerebro podía pensar, hasta que tomó la decisión.

– Tá bien, tá bien -aceptó el anciano-. Pelo tú me la devuelve o te coge la maldición de san Fan Con…

– Por mi madre que la devuelvo -juró el Conde, imaginando ya las proporciones de una posible maldición china.

«No se ve a ningún chino, pero ahora los huelo», se dijo el Conde y se felicitó. Desde hacía muchos años, cuando comenzó a fumar, su olfato se había atrofiado y por eso trataba de saber qué cualidades penetrantes debía de tener aquel olor tan peculiar que ya era capaz de distinguir entre todos los olores de una ciudad pródiga en perfumes y, sobre todo, en hedores. El largo pasillo del solar de Salud y Manrique había recobrado su tranquilidad. En la tendedera se batían lentamente contra el viento dos camisetas agujereadas como soldados caídos en la guerra más cruel y, en el quicio de la tercera puerta, un viejo leía un fragmento de hoja de algún periódico chino.

– Mira, ahí está -dijo Manolo al ver al vecino de Pedro Cuang.

– ¿Cómo se llama? -preguntó Juan Chion.

– Armando Li -recordó el sargento, que utilizó el nombre para saludar al anciano-. ¿Cómo está usted?

Armando leyó unos segundos más y entonces levantó la vista. Iba a sonreír -él también-, pero no lo hizo. Miró a los recién llegados y dejó su vista sobre la figura de Juan Chion.

– Buenos días -dijo al fin y se levantó, con una agilidad impropia para los años que representaba.

– Mire, Armando, éste es Juan Chion. Es familia mía. Vino para explicarme, usted sabe…

Armando asintió y luego dijo.

– Yo no sé más na -y sacó la sonrisa.

El Conde observó los dientes verdosos del anciano y se dijo que lo desesperaba aquella sonrisa capaz de atrincherar a toda una cultura de cuatro mil años. Levantó un brazo, a punto de amenazar al viejo, pero Juan Chion pareció adivinar sus intenciones y se le adelantó. Dijo algo en cantones y Armando, después de volver a guardar la sonrisa, le respondió, y los dos ancianos entraron en un cuarto.

– Ahora sí que estamos bien arreglados, ¿no?

– ¿Tú no querías que Juan te ayudara? Pues eso es lo que está haciendo, Conde. Con nosotros sí que los chinos no quieren arreglo.

– ¿Quieres que te diga una cosa, eh, Manolo? Estamos empezando y ya estoy de chinos y de san Fan Con hasta el último pelo…

– Pues cuida ese pelo, que esto se está poniendo color de hormiga… Porque si el signo ése no es de san Fan Con, ¿qué coño es lo que quiere decir entonces?

– Otra vez huele a chino, pero a chino sabroso, ¿no? -le preguntó el Conde, aunque Manolo sabía que aquella inflexión final era una de sus preguntas retóricas. Quería una afirmación simple, no una respuesta, y el sargento lo complació a medias.