– Sí, ¿pero qué le estará echando?
– No te preocupes, lo que sea debe de saber bien. Eso espero.
– ¿Y está bueno el vinito este, eh? Un poco amargo, pero baja bien.
– Anjá -dijo el Conde y tomó un sorbo del vino de jengibre que ese día les había ofrecido Juan Chion.
El viejo, desde la cocina, cantaba ahora un quejumbroso romance cantones, que al parecer complementaba su inspiración culinaria y le permitía ordenar sus ideas. Cuando terminó de hablar con Armando Li y salieron a la calle, les había pedido algún tiempo para pensar y ninguna de las súplicas del Conde dio otro resultado que no fuera una invitación a almorzar. Pero resultaba evidente que en algún momento de aquella mañana había ocurrido algo que parecía haber mejorado el estado de ánimo del viejo Juan Chion.
– Oye, Juan -el Conde proyectó la voz desde la sala-, ¿entonces Pedro Cuang pertenecía a esa sociedad de san Fan Con?
– Clalo, clalo -respondió el viejo y recuperó la letra de la canción cantonesa.
– Y ese signo que le pusieron en el pecho… ¿Qué tú crees que significa?
– Cosa mala, ¿no?
– Y lo del dedo, ¿de verdad no te suena a mafia china?
– Tú ve mucha película, Conde. Ya no hay mafia china en el balio. Na má un pila de viejos chinos y unos delincuentes cubanos culo cagaos…
– ¿Y por qué mataron al perro? ¿Tú no dices que a los perros los enterraban vivos con los dueños para que los guiaran en el otro mundo?
– A veces, a veces, cosa de leyendas -dijo Juan Chion, sólo después de haber sostenido la voz de falsete en un largo verso.
– Oye, ¿y los chinos siempre son tan complicados?
La respuesta no llegó de inmediato. Vino con la cara de Juan Chion, asomada desde la cocina.
– Los chinos son chinos, Conde… Comida ya está -y sonrió con los brazos abiertos.
El Conde y Manolo se acercaron a la mesa, donde el viejo ya había dispuesto los cubiertos. Aunque al principio le preguntaron en qué consistía el plato al cual los invitaba, el chino les pidió paciencia y ahora, con una hermosa sopera de serpientes azules y emplumadas entre sus manos, les deseaba buen apetito.
Juan Chion dejó la olla sopera en el centro y ocupó su silla. El Conde, sin esperar un instante más, se puso de pie y asomó la vista sobre el misterioso engendro: unas tiras amarillentas y otras verde oscuro flotaban sobre un caldo espeso y blancuzco, de consistencia gelatinosa.
– Viejo, huele bien -admitió el teniente, pero dudó antes de lanzarse al ataque-. Ahora dime qué cosa es esto, por favor.
– Sopa de pelo chino -dijo Juan Chion, sin sonreír, y las facciones del Conde y Manolo expresaron, de golpe, una repugnancia inevitable.
– ¿Perro chino? Oye… -empezó a decir el Conde, cuando el anciano recuperó su sonrisa.
– Na, na, Conde, ela jugando… Joliendo, como tú dices. Mila, es sopa de alós y pescao blanco, con huevo y tilas de col. Plueba, plueba.
– ¿Y qué más le echaste? -insistió el Conde, mientras el chino iba sirviendo ya los platos.
– Albahaca y yelbabuena, pol eso huele lico, ¿no?
El Conde observó su plato y miró el rostro todavía desconcertado de Manolo. «Allá voy», pensó, y dio el salto: metió la cuchara en aquella gelatina humeante, sopló un par de veces y al fin probó, ante la mirada expectante de Manolo y la sonrisa segura de Juan Chion.
– Coño, viejo, sabe bien, la verdad -y volvió a hundir la cuchara en la consistencia viscosa de aquel plato ancestral.
Juan Chion los veía comer, satisfechos, cuando dijo:
– Ya pensé.
– Anjá -tragó el Conde y se dispuso a escuchar el resultado de las lentas cavilaciones asiáticas del viejo.
Juan Chion pensaba muchas cosas. Cuando se fue a Cantón, Pedro Cuang había comentado que si las cosas le iban bien se quedaría en China, pero volvió al mes y nunca explicó por qué, aunque le comentó a la gente del Barrio que la China adonde llegó no se parecía a la China que él se imaginaba. Pero mucha gente pensaba que el muerto había regresado porque debía de tener dinero en Cuba: por años había trabajado como colector de un banco clandestino de apuntaciones de juego ilícito que había en el Barrio, y como a los chinos les gustan mucho las apuestas, los colectores debían ganar bastante. Aunque no sólo los chinos apostaban: al parecer lo hacía el Barrio en pleno, incluidos los niños y las niñas, como se dice ahora.
La policía había desmantelado el banco justo cuando Pedro estaba en China y salió ileso porque a nadie le convenía decir que el viejo, ausente en ese momento, era quien recogía las listas de otros apuntadores. Los chinos no eran delatores y aquella historia sólo se podía saber ahora, cuando el viejo ya era inalcanzable por la justicia de los hombres… Que se supiera, Pedro Cuang no parecía estar metido en líos de drogas ni se le conocía ningún otro negocio turbio y mucho menos que hubiera traicionado o delatado a alguien. Pero Juan Chion pensaba que siempre hay alguien dispuesto a matar a un chino que a lo mejor tiene algún dinero, quizás hasta mucho dinero, y por eso no resultaba extraño que no apareciera ni un centavo en el cuarto del muerto. Pedro tenía que tener algún dinero. Y también pensaba que hay un código inviolable para sus paisanos: el engaño y la traición se pagan con la muerte, y aunque nadie pudiera asegurarlo, tal vez Pedro Cuang, a pesar de ser chino, delató o traicionó a alguien.
– Tá facilito ahola, ¿no, Conde? -terminó Juan Chion, y fue el Conde quien sonrió.
– Me la pusiste en las manos, ¿no? Ahora lo que hace falta saber es qué carajo es lo que tengo en las manos: engaño, traición, un banco de apuntaciones que ya no existe y un chino que no se sabe si andaba metido en un negocio de drogas del que todo el mundo habla o si de verdad tenía dinero, pero que debía de tenerlo… Un chino que aparece ahorcado con una cruz en el pecho que ahora resulta que ni siquiera es el signo de san Fan Con, un santo que no es santo pero también lo es, una mafia que ya no existe pero que si existiera no perdonaría una traición, un chino que no traiciona pero a lo mejor sí… Facilito.
– Ah, Conde, ah, Conde -se lamentó el viejo-. La selpiente tiene cola y tiene cabeza. Pol la cabeza se llega a la colita, y pol la colita se llega a la cabeza. Hala la selpiente. Siemple se llega a la otla punta del animal. Pelo con cuidado…, si la coges pol la cabeza, la selpiente muelde. ¿Una serpiente?
Luang-me Wu perdió al último de sus hijos que le quedaba vivo, pero no dio muestra alguna de dolor. Hizo un bello funeral, recibió las condolencias y algunos amigos hasta lo vieron sonreír. Así pasaron los días y Wu volvió a trabajar la tierra, a cuidar de sus animales y a beber unos tragos de licor en las tardes, luego de la faena: continuó comportándose como siempre lo había hecho, y ni siquiera guardó el luto acostumbrado. Al ver esta actitud, un vecino que estimaba a Wu como un hombre recto y sabio le recriminó por aquella falta de sensibilidad. Entonces Luang-me Wu le dijo:
– Hubo un tiempo en que yo vivía sin hijos y no estaba acongojado. Cuando murió mi último hijo, volví a estar como antes. ¿Por qué debo estar triste?
Juan Chion haló el humo de su pipa y dejó un largo silencio para que el Conde y Manolo pensaran, antes de explicarles que aquella fábula era una de las más conocidas en la tradición taoísta. Y aunque él sabía que en el mundo real las cosas funcionaban de otro modo, y que los muertos queridos debían ser llorados, la historia atribuida a Luang-me Wu sí enseñaba algunas verdades que el Conde y su compañero debían aprender: por ejemplo, cada cosa, animal y persona viene al mundo con su propio camino, su propio tao, pero a la vez no existe nada con la capacidad de ser eternamente invariable. Todo puede convertirse en su contrario, la búsqueda de la felicidad puede llevar a la desgracia y hasta a la muerte, y el hombre sabio debe encontrar el carácter esencial de las cosas y siempre observar las leyes naturales de la vida, el tao marcado, la senda de cada uno, para poder entrar en posesión de la sabiduría y llegar al conocimiento de la verdad. Porque el alma del hombre está compuesta de finísimas partículas materiales, llamadas «tsin tsi», que llegan y se van dependiendo de la limpieza o suciedad del órgano de pensar, el «tsin».