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La pipa regresó a la mesa y Juan Chion sonrió:

– Limpia tu tsin, Conde, limpíalo bien, pala que la veldá pueda llegal a tu alma. Ahí empieza la selpiente.

Capítulo 5

Se extasió, como era habitual que se extasiara, en la contemplación de la casa. Por lo que se veía desde fuera y por lo que había dentro, aquélla siempre fue la casa perfecta, la que más sueños y deseos le despertó y le despertaría a lo largo de su vida: hasta el sueño peregrino de volver a casarse, a pesar de acumular ya dos experiencias matrimoniales no precisamente de agradable recordación.

Las esculturas de hormigón que formaban una hilera frente a los ventanales del piso bajo de la casa tenían un aire de familia con la figuración de Picasso y de Wifredo Lam, y constituían el signo distintivo de la edificación. Pero las vidrieras enormes, las largas ventanas de persianas de madera, la ruptura de las líneas rectas de las estructuras y aquel patio con un césped inglés siempre cuidado, completaban los encantos visibles del lugar. Entre los tesoros ocultos estaba la biblioteca que el doctor Valdemira, de larga carrera diplomática, había forjado con bibliografía selecta recogida por medio mundo, y en cuyas paredes colgaban algunos originales de los grandes nombres de la vanguardia pictórica cubana, amigos del abogado.

Pero el mayor encanto de la casa, sin embargo, fue el que, cumplida la etapa de éxtasis arquitectónico y recordación bibliográfica, vino a abrirle la puerta a Mario Conde.

– Mario, ¡qué bueno verte! -dijo ella y se acercó para darle un beso en la mejilla, y el policía puso la retranca a todos sus impulsos.

– Me dijo el Flaco que habías vuelto. ¿Cómo te fue?

Cinco meses atrás, a principios de aquel mismo año 1989, [4] Mario Conde había regresado a aquella casa y a la vida de Támara, la muchacha de la que se había enamorado hasta el dolor cuando coincidieron, casi veinte años antes, en el Preuniversitario de La Víbora. Pero aquellos regresos, tan satisfactorios en algunos sentidos, estuvieron marcados desde el principio por el trauma de la desaparición y, al final, la develación de la muerte y los manejos turbios de Rafael Morín, el hombre que con sus infalibles encantos le había robado al Conde el amor de Támara y con el que ella, incluso, se había casado y tenido un hijo. El hecho macabro de que le encargaran a Conde la búsqueda de Morín y los descubrimientos que el policía fue haciendo sobre las manipulaciones, engaños, corrupciones e hijeputadas múltiples del en apariencia impecable y eterno dirigente, tuvieron la extraña y maravillosa consecuencia de que Conde y Támara terminaran haciendo el amor en aquella misma casa y el Conde entrara en la fase superior del éxtasis posible: la del cumplimiento de un deseo enquistado por casi veinte años.

La avalancha de sueños que el policía acarició por aquellos días, tan desbocada que incluía la imaginación del paso por la promesa de «hasta que la muerte nos separe», fue súbitamente cortada por la decisión de Támara de irse por un tiempo a Milán, donde vivía Aymara, su hermana gemela, casada con un italiano que, según todas las lenguas, estaba podrido en plata, y según las buenas, era una persona normal y afable. «¿Entonces ese tipo no es italiano?», preguntó alguna vez el Conejo, el amigo del Conde más amante de la lógica.

La salida de Támara dejó al Conde desarmado, incluso desalmado: y en aquel estado de indefensión psicológica y hormonal había caído en la órbita de Karina, la ninfa perversa y pelirroja con capacidad para desaparecer justo cuando Conde más la necesitaba. En todo aquel tiempo y las semanas que habían seguido, el hombre esperó el regreso de Támara, albergando incluso el temor de que el retorno nunca se concretara, como había ocurrido con tantos amigos a lo largo de los años. Pero Támara había vuelto, lo había convocado, y Conde, extasiado, le miraba ahora el movimiento telúrico de las nalgas (aquel culo esplendoroso, causante, por sus proporciones, de la frustración de las aspiraciones balletísticas de la joven) mientras ella avanzaba delante de él hacia el patio de la casa.

Támara lo dejó para ir a colar café y Conde se dedicó a repasar las reacciones de la mujer. Después de cruzar la frontera que habían vulnerado unos meses atrás, la situación estaba en un suspense que, pensaba Conde, era a ella a quien le correspondía terminar: en un sentido o en otro. El hecho de que lo recibiera con un beso amigo en la mejilla no resultaba precisamente un buen indicio. Pero ¿para qué quería verlo entonces? ¿Sólo para hacerlo sufrir con la contemplación de aquellos ojos color avellana, siempre húmedos, y el movimiento de trapiche moledor de caña de su retaguardia prodigiosa que enloqueció, enloquecía y enloquecería a Conde?

Mientras tomaban el café se pusieron al día de las generalidades a que obligan las buenas maneras: la familia bien, los amigos bien, Italia, qué decirte, una maravilla… Venecia, Florencia, Nápoles, Roma, Siena, Bolonia…

– Yo pensé que a lo mejor no volvías… Con tantas cosas que ver y después de todo lo que pasó…

– Aymara quería que me quedara allá -dijo ella, casi sin mirar a Conde-. Al que dejé fue a mi hijo, por lo menos hasta el verano. Quiero que se olvide de todo lo que pueda olvidarse…

– ¿Y por qué tú volviste ahora?

Esta vez Támara lo miró a los ojos.

– Necesito ordenar mi vida, y eso tengo que hacerlo aquí.

– ¿Y hay vidas ordenadas? Yo creía…

– No empieces, Mario. Sabes que no me gustan esas ironías tuyas…

– Disculpa. Pero estás planeando algo que ni siquiera me imagino cómo se puede hacer. Bruto que soy…

La mujer le concedió una sonrisa y Conde no lo pensó dos veces: se lanzó al vacío.

– ¿Y yo aparezco en alguna parte de ese ordenamiento?

Támara volvió a sonreír, pero de inmediato recuperó la solemnidad con que había iniciado el diálogo.

– Voy a ser sincera contigo: ahora mismo no lo sé. Estoy demasiado confundida todavía y hacer algo precipitado puede ser peligroso para los dos. Ya Rafael me dejó bastante jodida y no quiero acumular más cicatrices. Además, tú eres…

Conde se quedó suspendido a la línea de puntos en que se detuvo la frase de Támara.

– ¿Policía?

– Tú eres muy complicado… -dijo ella por fin.

– ¿En cuál de los sentidos?

– En todos, y en el peor: te enamoras… y eso pesa mucho en una relación. Y por supuesto, tampoco quisiera que tú salieras herido por una decisión apresurada…

Conde encendió otro cigarro, observó el césped que había pisado por primera vez veinte años antes, el día que las jimaguas Aymara y Támara celebraron allí la fiesta por sus quince años, amenizada ni más ni menos que por Los Gnomos, el más mítico y cotizado de los combos de La Víbora por aquellos tiempos. Pensó que en realidad estaba tan maltrecho y desgarrado que unos revolcones con Támara, capaces de provocarle más y nuevas magulladuras, no iban a cambiar demasiado su estado físico y mental. Siempre y cuando hubiera revolcones, por supuesto. No, no entendería jamás a las mujeres: o todas eran unas perversas o estaban locas y complicaban las cosas de la peor de las maneras (a veces hasta sin enamoramiento). Para él las cosas parecían diáfanas: nos revolcamos primero y pensamos después. Pero, ya lo sabía, Támara, tan estricta, tenía el mando y él, tan desesperado, apenas la opción de exhibir su faceta irónico-caballeresca.

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[4] Pasado perfecto, Tusquets Editores, Barcelona, 2001.