– Te estás aflojando, mi herma… Mira, yo amanecí campana y tomé lo mismo que tú…
– ¿Orujo?
– Dale, que ahí viene la lanchita -dijo Candito y lo tomó por el brazo, como a un ciego.
La vieja lancha que cruzaba la bahía desde la Avenida del Puerto hacia el pueblo de Regla había comenzado su atraque y el Conde pensó que era una mala idea eso de lanzarse a la navegación con aquella resaca alta. Aunque el tránsito era breve y el mar parecía apacible, su maltrecho estómago podía voltearse con el vaivén de las más mínimas olas. Pero respiró profundo y embarcó.
La noche anterior, cuando a petición de Carlos había dibujado sobre un papel el signo grabado en el pecho de Pedro Cuang, Candito le dijo que se olvidara de san Fan Con y toda aquella cantaleta china, pues estaba despistado o lo habían despistado: el Rojo estaba casi convencido de que las flechas, el círculo y las cuatro cruces eran una firma de palo mayombe, la brujería conga, y el dedo que le habían cortado al muerto debía de ser para usarlo en una nganga. ¿Una nganga? Pues si querían estar seguros de lo que significaban aquellos signos y saber de ngangas y firmas de palo, Conde tenía que ver a Marcial Varona, el viejo ngangulero más sabio y respetado entre todos los brujos de Regla, la meca de la brujería cubana.
Mirando hacia un punto distante, más allá de las altas paredes encaladas de la iglesia de la Virgen de Regla, el policía pudo completar la breve travesía sin que se concretara la amenaza de vómito, pero al poner pie en tierra sintió un súbito mareo, como si la borrachera se le hubiera reactivado.
– Ahora estás cenizo, cabrón -le advirtió Candito.
– Déjame coger aire, seguro se me pasa -pidió el policía y se recostó en el muro que rodeaba la iglesia. Del bolsillo de la camisa extrajo una duralgina y la masticó, absorbiendo todo el amargor del analgésico. Entonces encendió un cigarro y observó el mar. Sintió cómo los efluvios del mareo se iban asentando y escupió en la tierra-. De pinga, creo que más nunca en mi vida me tomo un trago.
Candito soltó la carcajada y obligó al Conde a reír también.
– No jodas, Mario Conde, eso lo estás diciendo desde que te conozco.
En ese instante pasó frente a ellos el párroco de la iglesia, vestido para el oficio, o quizás regresando de haber otorgado una extremaunción.
– Mira, te lo juro por la madre del cura.
– Zarabanda -afirmó Marcial Varona y devolvió el tabaco a su boca.
Aquel negro podía tener cien, doscientos, cualquier cantidad de años. Su cabeza, cubierta con una lana blanca, contrastaba con la profunda oscuridad de su piel, marcada por todas las arrugas posibles, amontonadas como pliegues rígidos. Pero fueron los ojos del anciano los que atrajeron el interés del Conde: el globo ocular era casi tan negro como la piel y trasmitía una expresión que en tiempos pasados, cuando Marcial fue joven y fuerte, debió de infundir pavor. Según Candito, Marcial era nieto de esclavos africanos y había vivido toda su vida en Regla, donde se inició en los secretos religiosos de la regla de palo y se hizo mayombero. Pero, por si fuera poco, el viejo también fungía como babalao de la Regla de Ocha y muchos lo consideraban el mejor conocedor de las prácticas de la santería yoruba. Pero, si todavía fuese poco, Marcial detentaba la condición de miembro del antiquísimo «juego», abakuá de los Makaró-Efot, una de las más viejas células de aquella sociedad secreta venida del viejo Calabar africano en los barcos negreros, y, por muchos años, había ocupado en Makaró-Efot las más altas dignidades de la cofradía. Pero cuando Conde vio colgado de una pared, junto al altar católico presidido por un crucifijo y por la virgen de Regla, la santa cubana de rostro negro, aquel diploma del Gran Consistorio del Grado 33 de la masonería cubana, a favor del hermano Marcial Varona, supo que se hallaba frente al hombre adecuado: un arca de saberes sin fondo y una muestra viva de qué coño significaba ser cubano. Candito le había advertido que hablar con el anciano era como consultar a un viejo gurú tribal, el hombre capaz de guardar en su mente todas las historias y las tradiciones del clan, y muy pronto el Conde lo corroboraría.
La brisa marina corría debajo de la ceiba que Marcial había plantado setenta años atrás en el patio de su casa y sus efectos fueron recomponiendo el organismo del Conde, quien sintió cómo el inmejorable café servido por una de las tataranietas del viejo iba despertando una a una sus embriagadas neuronas.
– Zarabanda es nganga de brujo congo, pero también es de Oggún lucumí, o de la santería yoruba, como se dice ahora. Oggún es el dueño del monte y de los hierros, y es san Pedro, el que tiene las llaves del cielo, que también son de hierro, ¿no? Por eso Zarabanda no es palo auténtico, sino una mezcla criolla, ¿entiendes?
– No -admitió el Conde con toda su sinceridad, sintiéndose incapaz de asomarse a su ironía, y le pidió a su cerebro macerado un esfuerzo viril para comprender y asimilar aquella información escolástica, totalmente críptica para un hombre que, por voluntad propia, había terminado su relación con las religiones justo el día en que, obligado por su madre, tomó su primera y última comunión.
– A ver, mijo… El palo monte es la religión de los negros congos y la nganga es el asiento del misterio de esa religión. El Arca de los judíos, el cáliz… Nganga quiere decir espíritu de otro mundo. En la nganga, que físicamente se reúne en una cazuela de hierro donde se colocan varios atributos, se atrapa a un difunto para que sea esclavo de un vivo y haga lo que el vivo le ordene. La nganga es poder y casi siempre se usa para hacer el mal, para acabar con los enemigos, porque la nganga concentra las fuerzas sobrenaturales del cementerio, donde están los difuntos, y las potencias del monte, donde están los palos sagrados de los árboles, entre los que viven los espíritus… Por eso la religión se llama palo monte…
– ¿Y qué tiene que ver esto con una nganga? -preguntó, mostrando otra vez el papel dibujado, pues ya no pretendía comprender, sólo mover el diálogo de lo abstracto del mundo intangible a lo concreto grabado en el pecho de un chino muerto.
– Esa es una firma de Zarabanda. La firma es el signo que siempre se escribe en el fondo de la cazuela de hierro que va a recibir la nganga. La firma es el asiento de la firmeza, como se le dice al poder, y es la base de todo lo demás que contiene la cazuela. Fíjate bien en el dibujo: lo redondo es la tierra y las dos flechas en cruz son los vientos. Las otras cruces marcan los puntos del mundo, que siempre son cuatro… No busques más, eso que está ahí quiere decir Zarabanda… Pero lo raro es que esa firma, así como ésta aquí, ya casi no se usa. Ahora los que se creen que saben le ponen más flechas y adornitos, como si eso importara. Esa que está ahí es la firma vieja, de los tiempos de la colonia, como la hacían mis abuelos, que eran congos legítimos venidos de allá…
La mano de Marcial indicó un punto preciso, más allá de las fronteras del pueblito de Regla, por encima del mar. El principio de todo.
– ¿Y es verdad que se ponen huesos de persona en las ngangas?
– Claro, si no, ¿cómo vas a tener al muerto? La nganga lleva mil cosas, sea conga pura o sea una mezcla criolla con la santería yoruba, como Zarabanda. Pero siempre tiene que llevar huesos de hombre, y mejor si es la cabeza, la kiyumba, que es donde están los malos pensamientos, la locura, el odio, la ambición. Luego lleva palos del monte, pero no unos palos cualquiera, sino palos sagrados, con poder; también piedras de centella que ya hayan bebido sangre, huesos de animales, entre más fieros mejor, un poco de tierra de cementerio y azogue para que nunca, nunca esté quieta. Ah, y agua bendita si se quiere para el bien. Si no, no se bautiza, y se deja judía… Pero si la nganga es de Zarabanda, como él es el dueño de los hierros, lleva entonces una cadena alrededor de la cazuela y dentro hay que poner también una llave, una herradura, un imán, un martillo y encima de todo el machete de Oggún… A todos esos atributos se le da a beber sangre de gallo y chivo, y después se adorna con plumas de muchos colores.