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Cuando Mario Conde regresó nuevamente a la vida, apenas veinte minutos después, el dolor de cabeza había desaparecido y no pudo recordar si lo que flotaba en su mente era la reminiscencia de algo que había leído una vez o tal vez un recuerdo de lo que acababa de soñar: había visto a un hombre con una túnica china ensangrentada mientras perseguía a una muchacha desnuda, ataviada con largos aretes de jade. Él, por su parte, corría tras ellos e intentaba sacarles una foto con una cámara sin rollo, en el instante en que otro hombre, también vestido con ropas chinas, le asestaba un golpe en la nuca. En la bruma de su mente pudo concluir que no había soñado: aquella historia de vestidos chinos era la remembranza de alguna lectura, ¿Chandler? No podía responderse. Pero sí tuvo la convicción de que se despertaba movido por una premonición en camino de tornarse certidumbre y capaz de hacerlo saltar de la cama: bajo una de las vigas de madera tendidas en el techo, asomaba su nariz amarilla un pedazo de papel.

– ¿Otla vez? -se asombró Juan Chion y se olvidó de la reverencia y hasta de la sonrisa-. ¿Y qué te pasa, estás enfelmo? Tas amalillo…

– Es que me gusta cambiar de color varias veces en el mismo día…

El Conde entró en la casa y tomó de la mano al viejo y casi lo arrastró hasta el comedor.

– Siéntate ahí, cabo Chion -le dijo y él ocupó la silla más cercana-. Lee esto.

El viejo tomó el papel que el Conde le alargaba. Dos hileras de caracteres chinos, imprecisos y pálidos, cubrían la superficie amarillenta del papel. El anciano lo observó y, alargando el brazo, buscó la mejor distancia para la lectura. El Conde esperó, devorando un cigarro.

– Tá estlaño.

– Eso ya me lo dijiste ayer como diez veces. ¿Qué dice ese cabrón papel?

– Li Mei Tang. Eso es nomble de gente.

– ¿Y más nada?

– Conde, Conde. Li Mei Tang, telcelo izquelda, sesto delecha, álbol.

– ¿Ya?

– Ya.

– ¿Y qué quiere decir eso, viejo?

– Yo soy chino, no alivino.

Conde exprimió las últimas gotas de su inteligencia.

– Es un plano, ¿no?

– Policía eles tú, Conde.

– Suena como si fuera un plano… ¿Pero de dónde coño es ese plano?

Juan Chion levantó los hombros.

– Si está escrito en chino, es porque lo escribió un chino… -siguió Conde.

– Sí, veldá.

– … para que lo leyera un chino.

Juan Chion sonrió y, con un dedo, señaló al Conde.

– Tú ve, chino no son holmiguita. Chino son jodeloles y también son misteliosos.

– Demasiado misteriosos… Y mira lo que me hicieron para que no descubriera algunos de esos misterios.

El Conde volteó la cabeza y le mostró las huellas del golpe que había recibido.

– ¿Y eso, Conde?

– Creo que me dieron este trancazo para que no encontrara este papel. El que me dio también fue a casa de Pedro buscando este papel. Lo demás no le importaba… Pero me dio con ganas, duele como carajo. ¿Tienes algún remedio para esto?

– Pomadita china que es buena pa to.

– Pues úntame un poco, que tengo que salir a buscar al que me hizo esto. Tiene que ser el mismo que mató a Pedro Cuang… y ahora estoy seguro de que lo mató porque quería sacarle lo que ya estaba escrito en este papel. El dedo que le cortaron a Pedro fue un daño colateral…

– ¿Cola qué?

Capítulo 7

Sentado tras su buró, con el larguísimo habano entre los labios y envuelto en una nube de humo azulado, el mayor Antonio Rangel observaba a Mario Conde. El teniente sintió que su jefe lo había colocado entre dos placas de vidrio y lo estudiaba a través de las lentes de un microscopio como si se tratase de un virus mutante.

– Parece que saliste de un latón de basura -fue la primera conclusión, diríase que científica, del jefe de la Central de Investigaciones Criminales-. Por lo menos hueles como si hubieras estado en uno.

– Es olor a chino, jefe.

– ¿Olor a chino? -Rangel se sacó el tabaco de la boca y, con delicadeza, cortó la ceniza en un cenicero de cristal de Murano, reciente obsequio de su hija mayor, casada con un austríaco ecologista que recorría el mundo salvando ballenas y tigres bengalíes, aunque con presupuesto para dejarse caer por Venecia y comprar vidrios caros. Hay de todo en esta vida.

– Me acosté en la cama de un chino… Pero mejor ni te cuento, Viejo.

– Pues creo que no. Al contrario, cuéntame bien en qué andas, porque tengo cosas que decirte. No te mandé a buscar porque no pudiera vivir sin verte… ¿Qué coño hacías tú acostado con un chino?

– Pare ahí jefe… Se precisa aclaración.

El Conde profesaba un profundo respeto por su superior. No obstante, se sentía cómodo trabajando con él y le divertía aguijonearlo con sus comentarios irónicos. Mientras, el mayor Rangel, tan cáustico con el resto de sus subordinados, admitía -sólo para sí mismo- que tenía alguna debilidad por aquel investigador irreverente, a veces hasta confianzudo, que incluso se atrevía a tutearlo, llamarlo El Viejo, y colarse en su casa para que la mujer del mayor lo invitara a café. Al fin y al cabo, pensaba Rangel, algo debía soportarle: a pesar de todas sus manías y heterodoxias, aquel teniente era su apagafuegos. Y de vez en cuando tenía que vengarse.

Mientras le explicaba a Rangel que no es lo mismo dormir en la cama de un chino que en la cama con un chino y luego todo lo ocurrido desde que Patricia se presentara en su casa, el Conde tuvo la sensación de que sus ideas por fin se organizaban y se movía hacia un descubrimiento capaz de ubicarlo frente a la solución de su caso chino. Al mismo tiempo, la sensación de que alrededor de aquel asesinato existían otros misterios todavía invisibles pero más complicados, se convirtió en una nueva certeza. Sí, una sombra oscura del pasado flotaba sobre aquella muerte y la disipación de esa oscuridad, fuese cual fuese su carácter, podría traer consecuencias dolorosas. Pero le omitió a Rangel aquella parte de sus cavilaciones, todavía demasiado vagas, y no le mencionó la sospecha cada vez más maltrecha pero todavía viva que señalaba hacia Francisco Chiú.

– ¿Entonces no estás seguro de que el chino muerto haya tenido alguna relación con la cocaína que se estuvo moviendo en el Barrio? -preguntó Rangel, y abandonó el tabaco sobre el cenicero.

– Hasta ahora mismo no. ¿Por qué me preguntas eso, Viejo? Todo el mundo saca en algún momento la historia de esa cocaína que andaba por el Barrio…

Rangel se recostó en su silla y cerró los ojos por un instante.

– Lo que voy a decirte ahora es confidencial. Si alguien se entera de que lo hablé contigo, me parten al medio. ¿Está claro?

– Claro como el café que no me brindaste hoy…

– ¿Está claro? -el tono de voz del mayor cambió con la misma pregunta y Conde entendió a la perfección el significado de aquel movimiento.