– Sí, está claro.
El tabaco se había apagado, pero Rangel lo recuperó y lo sostuvo entre los dedos.
– Hay una investigación gorda sobre una cocaína que está circulando en Cuba. Muy, muy gorda. Hay gentes trabajando en eso. Si la droga que se mueve en el Barrio Chino no tiene que ver con tu muerto, olvídate de ella.
– Pero, Mayor…
– Sin peros, Conde. ¡Óyeme por una vez en tu vida, coño…! Encuentra a quien mató al chino viejo y vuelve a coger tus vacaciones. Y no se hable más de esto.
Aunque no entendía, Conde supuso que la decisión del mayor Rangel debía de responder a razones muy concretas y no había otra alternativa que acatar la orden.
– ¿Y si la droga y el muerto están relacionados?
– Pues para todo ahí mismo y vienes corriendo a verme antes de hacer nada. ¿Está claro?
– Ya te dije que claro como el café…
– Dale, desaparécete de aquí -explotó Rangel, utilizando el tabaco como puntero para indicar el camino de salida-. Pero ya estás advertido. Arriba, fuera…
Conde se puso de pie, se arregló la camisa e inició la retirada. Ya frente a la puerta, se atrevió:
– Estás muy tenso, viejo… Tienes que limpiar tu tsin…
– ¡Vete ya, cojones! ¡Y ve a bañarte!
Conde atravesó la antesala del despacho y salió al pasillo. Tomó el ascensor y buscó su diminuta oficina, donde Manolo se había quedado esperándolo.
– ¿Qué quería el mayor? -inquirió el sargento.
– Nada, tomarse un café conmigo y hablarme un poco de Confucio… Tú sabes cómo es él de sociable.
– No, no lo sé -dijo Manolo con toda su sinceridad.
– Bueno, a ver, ¿qué tienes?
– Mira -dijo Manolo y abrió la carpeta que reposaba sobre el buró-. En marzo del año pasado un policía, por pura rutina, le pidió identificación a un hombre que le pareció sospechoso en Zanja y Lealtad. El tipo se puso nervioso y el policía, después de ver el carné, le pidió ver qué llevaba en un canguro que tenía en la mano y el hombre se mandó a correr. Bueno, lo cogieron y llevaba varias listas de apuestas para un banco que jugaba con la lotería de Venezuela que se oye por la onda corta. Se hizo la redada y cayeron tres banqueros, pero nada más apareció el dinero del día… La cosa se complicó después: el jefe del negocio era el tal Amancio Valdés, y tuvo un ataque al corazón y se murió a los tres días de estar preso. Ahí mismo los otros dos banqueros vieron los cielos abiertos: dijeron que Amancio era el jefe del negocio y quien guardaba el dinero. Total, hicieron el juicio y por juego ilícito les echaron dos años a los banqueros y catorce meses al apuntador, pero nunca apareció ni un centavo más. Cuando esos banqueros salieron de circulación aparecieron otros, y lo de la lotería sigue a mil en el Barrio. Eso es lo que hay sobre esta historia, además de lo que uno se puede imaginar a estas alturas: Pedro Cuang fue a China cuando empezó el lío y regresó cuando se murió Amancio Valdés. Demasiada casualidad para ser casual, ¿no?
– ¿Y los presos siguen presos?
– Positivo.
– ¿Y la familia de alguno de ellos gastó dinero, hizo compras?
– Negativo.
– ¿Y en todo ese revolico no apareció ninguna conexión con drogas?
– Dos cigarros de marihuana que…
– Menos mal… -suspiró el Conde-. ¿Y qué más se supo de Amancio Valdés?
– Más cosas positivas: hasta 1959 tuvo un garito de juego en el Barrio Chino y la tapadera era una tintorería. ¿Sería mucha coincidencia que Pedro Cuang hubiera trabajado ahí?
– ¿También averiguaste eso? -preguntó el Conde y se apresuró a advertir-: Y si me dices «positivo» te mando al carajo.
Manolo sonrió y cerró la carpeta.
– Ya estás acelerao… Pues sí, allí trabajó treinta años hasta que se retiró en 1968. Pero ahora viene lo mejor -anunció y abrió una pausa que se alargaba mientras sentía crecer la tensión de su jefe-. Dice el forense que a Pedro Cuang le dio una hemiplejía y que fue después cuando lo colgaron. Parece que no querían matarlo, pero cuando le dio la sirimba a lo mejor se asustaron y pensaron que era preferible callarle la boca de una vez.
– Claro, no querían matarlo ni cortarle un dedo… El viejo era el camino hacia el dinero de Amancio… ¿Y qué más se sabe de Pedro Cuang?
– Casi nada. Que se sepa no tenía hijos, ni estuvo casado, ni tenía parientes en Cuba.
– Pero tenía a alguien a quien podía dejarle un mensaje.
– ¿De qué mensaje estás hablando, Conde?
Desde la única ventana del cubículo, Mario Conde observó la calle, donde se levantaba el espectro transparente del calor que volvía a imponerse tras la lluvia. Lamentó el estado deplorable de su mente, demasiado cargada de alcoholes, golpes, órdenes de Rangel, ngangas e informaciones confusas: no podía pensar a la velocidad necesaria. Pero el hecho de poder quitar a Francisco Chiú del sitial de honor de una posible lista de sospechosos le produjo un alivio en su embotado cerebro. Entonces decidió lanzarse por la única brecha prometedora que tenía ante sí. Del bolsillo de su camisa sacó el papel amarillo con caracteres chinos y se lo entregó a su compañero.
– De este mensaje… El camino hacia el dinero de Pedro, que puede ser el de Amancio, está escrito en este papel… Manolo, te pago una comida si me dices ahora qué significa Li Mei Tang-tercero izquierda-sexto derecha-árbol.
El sargento levantó la vista del papel grabado con los ideogramas chinos y miró fijamente a su jefe. Cuando detenía la vista en un punto cercano, su ojo izquierdo soltaba amarras y trataba de esconderse tras el tabique de la nariz.
– No te pongas bizco y dime, anda.
– Eso es un plano, ¿no? De un lugar donde hay un árbol, donde hay un camino que va a la izquierda y luego otro a la derecha y algo relacionado con alguien que se llama Li Mei Tang, ¿no?
Mientras lo escuchaba, El Conde percibió la luz que empezaba a iluminar su mente y comenzó a sonreír.
– Cojones, niño, pero si eres un genio.
Manolo, esperando entender la burla del teniente, también sonrió.
– No jodas, Conde.
– Sí jodo, compadre. Dale, vamos a buscar el carro para recoger a Juan. Eso tiene que ser la tumba de un tal Li Mei Tang en el cementerio chino. Me la juego a que sí.
– ¿Ahora, ahora, a esta hora?… ¿Y mis puercos, compadre, y mis puercos, eh, eh?
Manolo trataba de explicarle al repetitivo y cacofónico celador, pero el hombre insistía: que no, que no, ya era la hora de cerrar el cementerio y por tanto no podía pasar nadie a hacer nada y menos, vaya, y menos sin una orden del administrador. Además, él ya se tenía que ir a recoger unas sobras de un comedor donde se las guardaban para alimentar a sus puercos (tengo cinco, cinco, repetía) y no se iba a complicar ni por la policía ni por un chino muerto ni por nadie. Sus puercos primero…, segundo, tercero…
Aprovechando el enfático discurso del sepulturero, el teniente Mario Conde y el viejo Juan Chion se hicieron los entretenidos y avanzaron por el paseo central del camposanto y contaron tres pasillos, doblaron a la izquierda, caminaron entre los sepulcros, evitando los charcos dejados por la lluvia. Y en el sexto sendero, al torcer a la derecha, bajo un antiquísimo sauce llorón encontraron la recompensa: Li MEI TANG (1892-1956), grabado con letras doradas sobre una placa de granito rojo. La tumba de Li Mei Tang demostraba que, en vida, había sido un hombre pudiente. Pero el difunto no parecía haber recibido una flor hacía muchísimos años. La tapa de su sepulcro estaba manchada de tierra y resina de los árboles, y las anillas de bronce con que se manipulaba la loza la habían marcado con su alma verde.
– Es la pura verdad: qué solos nos quedamos los muertos, ¿no, Juan?