Pues Patricia Chion era un F-l de chino puro y negra retinta. La mezcla satisfactoria y a proporciones iguales de aquellos genes había dado al mundo una china mulata de un metro y setenta y cinco centímetros de estatura, pelo negrísimo que le bajaba de la cabeza en unos tirabuzones ingobernables pero suaves, dueña de unos ojos perversamente rasgados (casi asesinos), una boca pequeña de labios gruesos, repletos de pulpa comestible, y un color de piel de chocolate aclarado con leche, parejo, limpio, magnético. Aquellos atributos, para más ardor, vinieron acompañados por unos ornamentos también dignos de catálogo: unas tetas pequeñas, insultantemente empinadas, una cintura estrecha que se abría hacia la inmensidad de unas caderas redondas que se extendían por la altura inconmensurable de sus nalgas, dedicadas a formar uno de los culos más exultantes del Caribe, y que luego bajaban por los muslos poderosos para llegar al remanso de unas piernas limpias de venas y cargadas de músculos suaves. El conjunto constituía una de aquellas mujeres que, nada más verlas, cortan la respiración, elevan el pulso y llenan la cabeza de malos (¡qué carajo malos!: ¡buenísimos!) pensamientos y deseos.
Pero no sólo valía la pena pasar y mirarla, como a un cuadro más de un gran museo. La mujer atraía como La Gioconda, o mejor, como la goyesca Duquesa de Alba en su versión calurosa (la mejor): a Patricia Chion, teniente de policía especializada en delitos económicos, le gustaba que la vacilaran, abusaba de la exhibición de su belleza, potenciada por aquel botón de la blusa siempre abierto en el filo del abismo y la falda unos centímetros más corta de lo reglamentario, artilugios que, sumados a su forma de andar, advertían de su carácter más caribeño que asiático: su cuerpo y su mente trasmutaban un anodino uniforme policial en una tentación, como ciertas enfermeras. Y aquella mañana que hasta ese instante imaginaba ociosa y vulgar, el Conde, con la puerta abierta, se había revolcado, como siempre, en la observación golosa del F-l y en la generación desbocada de malísimos pensamientos.
– Está bueno ya, Mayo -dijo la policía, utilizando el mote con el cual siempre se dirigía a Mario Conde, dando por terminado el tiempo de contemplación, aunque premiándolo con un beso sonoro en la mejilla.
– ¿Y qué cosa tú haces aquí? -le preguntó el policía cuando pudo respirar, tragar saliva e, incluso, hablar.
– ¿Me vas a dejar en el portal?
Conde por fin reaccionó.
– Perdóname, coño, es que… -y se apartó del dintel-. Entra, entra, pero no te fijes en el reguero… Hoy iba a limpiar la casa, ¿sabes? Como estoy de vacaciones y… -siguió el Conde, con los nervios alterados, mintiendo sin pudor.
Al pasar por su lado y besarlo en la mejilla, Patricia le había regalado al Conde su olor: a piel limpia, a animal saludable, esencialmente a mujer. Por eso, mientras la veía avanzar por la sala, el hombre, por sentir, sintió incluso ganas de llorar…
– Hombre y policía: demasiado para una sola casa… Pero he visto leoneras peores -admitió Patricia, parada en medio de la sala, y de inmediato se volvió y miró a Conde-. Para que veas cómo soy, te propongo un trato.
Conde por fin sonrió. Y se dejó llevar. No le importaba, por supuesto, que lo condujeran al infierno si era Patricia quien lo halaba de la mano.
– Sé que me vas a joder, pero… A ver, ¿en qué andas?
– Si pospones las vacaciones y coges un caso, te ayudo ahora mismo a limpiar la casa.
Conde sabía que aquellas palabras y la respuesta que les daría le costarían más caro de lo previsible, pero no tenía opciones. Por eso, sin preguntar más ni recordar los férreos planes de no hacer absolutamente nada que tenía para sus días libres, dijo.
– Dale…, ¿qué caso?
Patricia sonrió, colocó su cartera sobre una pila de revistas que envejecían en un butacón, y hurgó en el interior del bolso, de donde extrajo un elástico. Con habilidad, recogió sus rizos negros y los ató sobre la nuca.
– Préstame un short y un pulóver viejo. Te cuento mientras limpiamos…
Patricia se descalzó, trabando un zapato con el tacón del otro y, ya descalza, abrió el tercer botón de su blusa. Mientras, Conde notaba que sus piernas temblaban y sintió cómo bajaba por su uretra una gota lubricante.
– Oye, Mayo, que esto no es un strip-tease, dame la ropa… y que esté limpia -exigió Patricia y por fin el policía reaccionó.
Dos horas después la casa estaba baldeada y todo lo organizada que se hubiera conseguido soñar para el tiempo de que disponían. A la vez Mario Conde quedaba al tanto de las pocas informaciones todavía existentes sobre el asesinato de un tal Pedro Cuang. Pero, sobre todo, el policía conocía la razón por la cual Patricia lo reclamaba: según la teniente, para alguien que no tuviera un guía confiable en el Barrio Chino aquel caso sería de imposible solución. Y Patricia sabía que entre los investigadores de la Central sólo el Conde, por la amistad que lo unía a su propio padre, Juan Chion, tendría alguna posibilidad tangible de acercarse a la verdad.
– Además, el muerto era amigo de mi padrino, Francisco…, y estoy segura de que mi papá lo conocía, aunque me dijo que no.
– ¿Y antes de hablar conmigo tú hablaste con tu padre para que él me ayudara?
– Ay, Mayo, desde que decidí venir a verte yo sabía que tú no podías decirme que no… ¿Para qué somos amigos?
Como si no hubiera suficientes fuerzas para desarmarlo, la voz de Patricia, cuando adoptaba aquel tono entre suplicante y provocador, podía quitarle todo al Conde. Hasta los calzoncillos.
Mientras bebía otra taza de café, sentado en la cocina, Mario Conde pudo oír cómo el chorro de la ducha caía sobre el cuerpo desnudo de Patricia Chion. Por suerte, dos días antes el policía había metido en la lavadora de Josefina, la madre del flaco Carlos, varias sábanas y toallas y pudo brindarle a Patricia una limpia y en niveles de deterioro aceptables, pues la mujer decía que no podía volver al trabajo en aquel estado de suciedad en el cual se había sentido al terminar la faena. Aunque Conde se la hubiera comido con ésa y hasta otras muchas mugres encima, hizo el último esfuerzo, el supremo de aquella mañana, y le dijo adiós a Patricia desde la cocina cuando ésta había entrado en el baño, cerrado la puerta y, previsora como una china, pasado el cerrojo. Con la mente desbocada, Conde fumaba en la cocina, el oído dedicado a escuchar el choque del agua con el cuerpo y a imaginar los ríos que formaría aquel líquido afortunado por la piel color canela.
Media hora después, mientras él mismo se preparaba para darse una ducha y salir a buscar los modos de cumplir su parte del trato con Patricia Chion, Conde descubrió en la banadera un pelo grueso, negro, recogido en sí mismo, como un muelle, un pelo que no podía provenir de otra parte que del pubis de la china. Con el vello ante los ojos y mareado por el olor a mujer limpia que había quedado flotando en su baño, no lo pensó más y se sentó en el borde de la banadera. No luchó demasiado consigo mismo: solo tenía a su alcance un alivio para sus ansias.
Capítulo 2
Fue aquella misma noche, mientras viajaba en una guagua ruidosa y repleta hacia la casa de Juan Chion, atravesando una ciudad oscura, tórrida y cada día más hostil, cuando Mario Conde se dedicó a organizar sus pobres ideas sobre qué cosa era un chino. Pero, después de cincelar su criatura con todas las experiencias a su alcance, resultaba evidente que apenas había logrado algunas respuestas miserables, más bien dignas de lástima. «Si me oye Mao Tse Tung o si me agarra Confucio», se dijo el entonces teniente, pensando que la Gran Marcha y la Gran Revolución Cultural, incluso que la Gran Muralla China, los gigantescos dragones mitológicos y otras grandezas de aquel país exagerado, nunca habrían sido realizadas por el modesto chino con dotes culinarias de su elucubración. Aunque, después de todo, no le disgustaba mucho haber convertido a un hombre tan cabal como Juan Chion en su chino modelo. El viejo se lo merecía y, además, el Conde había descubierto que el ejercicio de tratar de saber qué cosa es un chino, en una guagua atestada, calurosa y maloliente, puede hasta reportar ciertas ventajas apreciables: uno deja de preocuparse por la circunstancia de ser rozado con órganos poco deseables y hasta por el hecho de que alguien pueda ocupar el asiento que debía de corresponderle a ese mismo uno cuando el negro con trazas de albañil se dispuso a bajarse y aquella mulata pechugona lanzó al espacio una de sus tetas para bloquear las justas aspiraciones del Conde (el uno de siempre), que adoraba viajar sentado en las guaguas, con la cara hacia la ventanilla y los ojos puestos en las alturas, preparados para descubrir frontones, arcos elevados y plantas altas en sitios que, cuando andaba al nivel del suelo, resultaban inaccesibles a su mirada y a su interés.