El viejo lo miró.
– No to los mueltos, Conde. Li Mei Tang segulo tiene compañía, ¿veldá?
– ¿Tú sabes que la tumba de un chino es un mal lugar para guardar algo? La gente cree que a ustedes los entierran con joyas y con dinero, pero lo peor es que los brujeros dicen que para hacer cazuelas judías los mejores huesos son los de los chinos.
– Lo que yo digo, pa to silven los chinos. Hasta pa blujelía cubana.
El Conde levantó la vista hacia donde Manolo discutía con el celador y luego observó la indeseable calma del cementerio. Sintió, como muchas veces, que su muerte podía ser algo tangible y cercano y deseó estar lejos de allí. El hipocondríaco que llevaba dentro empezaba a alborotarse y él sabía que aquellos despertares siempre terminaban en la depresión o en la melancolía. De verdad se quedan solos, se dijo, mientras encendía un cigarro.
– Así que aquí está el hombre -suspiró Manolo al llegar con el celador, que ahora daba una vuelta alrededor de la tumba y la reconocía como si fuera un perro de caza.
– ¿Y qué dicen que hay aquí? -preguntó el hombre, intrigado.
El Conde, sin mirarlo, le dijo a Manolo.
– Llama a la Central para que vengan a ayudarnos. Vamos a abrir esta tumba. Y diles que le guarden un poco de sobras para los cinco cochinos del compañero…
El rostro del sepulturero se aflojó ostensiblemente. Alimentar a sus cerdos debía de ser una de sus más arduas tareas cotidianas y con seguridad calculaba día a día cuánta carne y cuánta manteca se iba acumulando bajo la piel de los animales que, en el momento de sus respectivos sacrificios, le reportarían dos bienes escasos y añorados: comida y dinero.
– Si me resuelven lo de los puercos, que son cinco, cinco, no se preocupen por lo demás. Yo sólo abro la tumba y así me puedo ir más rápido -se brindó el celador.
– Pero es que también hay que buscar en esta mata. Por algo la anotaron en el plano y no creo que nadie esconda nada en la tumba de un chino.
– Con una pala yo lo puedo buscal. Con la lluvia la tiela está blandita -fue ahora Juan Chion quien ofreció sus servicios y el Conde se dijo: «Estoy rodeado». Pero siempre había algún modo de escapar.
– Bueno, arriba… Yo voy a comprar cigarros allá enfrente y vengo enseguida. -Y ante los ojos comprensivos de Manolo, el Conde huyó del cementerio.
Cruzó la calle hacia la cafetería y lo primero que descubrió fue que el bar contiguo estaba cerrado. ¿Aquello era un complot de proporciones nacionales? Apenas habían pasado las cinco de la tarde y resultaba absurdo que el sitio no estuviese abierto a la mejor hora del día para tomarse un trago. ¿Otro más? Sí, uno más tal vez le hubiera venido muy bien. Qué desastre. Entró en la cafetería y en la inmensidad petulante de la tablilla de ofertas leyó: CIGARROS POPULARES, CIGARROS SUAVES, CAFÉ. Y en un rincón, escrito a mano, un papelito que ofrecía Agua, con una concluyente aclaración: DEL TIEMPO, y observó, al otro lado, el freezer apacible del bar, capaz de ofrecer agua fría a todo aquel barrio. «No hay remedio», se dijo: «es una conspiración.» Pidió una cajetilla de Populares y dudó con el café. ¿Me atrevo? Se atrevió y lo lamentó profundamente. El supuesto café le dejó sobre la lengua un sabor de cocimiento dulzón y unos granos de borra casi imposibles de escupir.
Salió al portal de la cafetería y miró hacia el cementerio chino. La verja no le permitía ver lo que hacían los otros y sólo el tronco y las ramas cansadas del sauce llorón le ayudaron a ubicar la tumba de Li Mei Tang, donde debía haber, si acaso, unos cuantos huesos, un sarcófago podrido, mil sueños olvidados, pero quizás también un secreto valioso, tanto como para costarle la vida a un hombre. Encendió un cigarro y miró los autos que pasaban por la calle. «¿Cuál será ese secreto?», se preguntó sin intenciones de darse respuesta, pues enseguida pensó que la persona capaz de colgar y mutilar a Pedro Cuang sabía que el chino tenía relación con el banco de apuntación y debía de ser el albacea de la fortuna extraviada del banquero Amancio, con quien Pedro parecía haber sostenido una larga amistad y una fructífera sociedad en negocios sucios. Y ahora Conde sabía que el difunto se había llevado el secreto a la tumba. O a la morgue, donde todavía estaba. Además, el signo fatal de Zarabanda denunciaba al asesino como alguien conocedor de viejos secretos de mayomberos, aunque había algo que cada vez le sonaba menos auténtico… ¿Y por qué lo golpearon a él y no se llevaron la pistola? Sin duda, sólo fue que vieron entrar a alguien que tenía la llave del cuarto y decidieron aprovechar para hacer un nuevo registro. O tal vez apenas por precaución: un intruso podía hallar lo que el asesino no había encontrado. Pero si sólo… «No, no», pensó el Conde y se detuvo: «no me van a tupir», concluyó, convencido ya de que únicamente lo querían despistar con tantas pistas, ahorcando además a un hombre que creyeron muerto cuando aún no lo estaba y que, casi con toda seguridad, no había revelado el escondite del cementerio, pues si lo hubiese hecho, ellos hubieran encontrado las trazas del registro. Pero el que lo mató es alguien del Barrio, eso sí, y lo voy a joder. Lanzó la colilla a la calle y respiró hasta llenarse los pulmones -y más de la mitad del tsin- con el monóxido de carbono expulsado a chorros por una guagua renqueante y abarrotada. Y cuando más deseos sentía de largarse de allí, cruzó la avenida y siguió el camino ya develado hacia la tumba donde se violaba la paz de los difuntos.
Al verlo, Juan Chion le gritó: -Colé, Conde, colé -pero él no corrió. Había tiempo para ver el sarcófago de Li Mei Tang, donde apenas quedaban unos huesos quizás inservibles para las ngangas (algunas costillas y vértebras, la kiyumba había desaparecido) y sobre todo para deslumbrarse ante el cofre de metal extraído por Juan Chion de entre las raíces del viejo sauce llorón: cadenas, pulseras, anillos, aretes y monedas de oro ofrecían su brillo inconfundible y esencial desde el interior del estuche, que, ya sin duda alguna, le había costado la vida a Pedro Cuang.
Capítulo 8
Rufino giraba apaciblemente en su pecera. Sus temibles aletas de pez peleador batían con suavidad el agua y lo impulsaban en aquella danza circular que sólo terminaría con la muerte del animal… Y se reanudaría con la llegada del siguiente Rufino, siempre idéntico al anterior, y al ante anterior, y al de más atrás, pues el pez rojo y su vida de ciclos repetidos le ofrecían al Conde la sensación de que algo en el mundo podía ser, o al menos parecer, permanente e inmutable. «Vivimos en eso, Rufo», le dijo el Conde a aquel Rufino: «todo el tiempo dando vueltas en el agua sucia, hasta que nos jodemos. Pero siempre habrá otro dispuesto a empezar a girar: hasta que se joda todo, ¿no?…».
Se sentó en la cama y dejó la pistola junto a la pecera. «No la toques, está cargada», le advirtió al pez y se frotó los ojos. Dos días antes, mientras Patricia lo ayudaba a limpiar la casa, se había prometido imponerle una organización a fondo al cuarto, pero ahora le faltaban fuerzas para lanzarse a realizar aquella hazaña. Miró la torre de libros acumulados sobre una silla cuya función original en el cuarto, antes de que lo abandonara aquella última mujer de cuyo nombre procuraba ni acordarse, había sido la de servir de soporte a alguna escena atrevida del acto amoroso. Ahora dormían sobre la silla cómplice los libros que leía una y otra vez. Hacía tiempo volvía siempre sobre los mismos libros: conocía a sus personajes mejor que a casi todas las personas que lo rodeaban y sentía un extraño placer al comprobar cómo entre lectura y lectura sus vidas apenas habían cambiado, a pesar de que en cada regreso a ellas las descubría con matices o intenciones diferentes: porque en realidad algo se había movido, aunque fuera en sentido circular. El, Mario Conde, se había movido -muy probablemente hacia abajo- y era su nueva perspectiva de lector la que le permitía descubrir aquellos destellos u oscuridades antes no advertidos en las historias revisitadas. Como si fuera un nuevo pez Rufino en el traje rojo del anterior pez Rufino. En la vida de los vivos de verdad siempre había algo dispuesto a cambiar. Y lo jodido era que, por lo general, cambiaba para peor…