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Cualquiera de aquellos libros manoseados representaba lo que, en otros tiempos, él hubiera deseado escribir. Ahora ya no solía pensar demasiado en su vocación abortada, aunque en un sobre intencionalmente perdido por algún lugar de la casa reposaban varias historias pergeñadas a veces hasta contra su voluntad. Porque en realidad prefería vivir como el parásito de otros escritores que sabían hacerlo bien. Islas en el Golfo, leyó en el lomo de un libro; Conversación en la Catedral, El guardián en el trigal, El siglo de las luces, Fiebre de caballos, y no leyó más.

En la cocina, el Conde preparó la cafetera y la puso sobre el fogón. Tenía hambre, pero se sabía incapaz de cocinar cualquier cosa. Por cierto, ¿qué cosa?… Si no salía a la calle con un arco y flechas y cazaba un perro chino. El peligro, bien lo sabía, eran las pesadillas que solía provocar el hambre. En situaciones así soñaba, sobre todo, que iba a bares donde, por alguna razón, nunca podía obtener lo que se supone hay en los bares. Como en la realidad, ¿no? Aquel complot estaba tan bien urdido que dominaba hasta el mundo de la inconsciencia. Bebió el café mirando por la ventana y, sin quererlo, volvió a recordar a la última mujer que tuvo en su cama, la cabrona mujer por delante de cuya casa estaba prácticamente obligado a pasar siempre que visitaba al flaco Carlos. La sensación de abandono fue tan patente que hasta evocó su nombre: Karina. Karina era bella, tenía el pelo rojo y sabía tocar el saxofón. ¿Había sido una persona real o simplemente la inventó para mitigar su soledad? A estas alturas no lo sabía, pero creía recordar que nunca había hecho el amor como lo hizo con aquel ser fugaz, extraviado en la mentira, la noche y la bruma. Lanzó la colilla por la ventana y se cagó en la madre de Karina… Aquella mujer lo había destrozado de un modo cruel, brutal, humillante. «Eso te pasa por enamorarte, comemierda», se recriminó. Pero de inmediato encontró una aplastante justificación: «Si es que siempre te enamoras, Támara te lo restregó en la cara, por eso te tiene miedo, cabrón». Y pensó otra vez en la conversación que el día anterior había tenido con Támara, en los deseos que siempre le despertaba su más viejo y sostenido amor y al instante decidió que cuanto antes debía verla de nuevo y, si podía, volver a poner en marcha aquella máquina satisfactoria. El era quien debía poner en movimiento el balón sin esperar a que ella lo convocara.

Cuando regresó al cuarto y se recostó en la cama, pensó cuánto le gustaría dormir y soñar el sueño de Chuang Chou, aquel chino que cerraba los ojos y soñaba ser una mariposa que al volar sobre flores y pastos se llenaba de gozo. En el sueño el hombre ignoraba su identidad de Chuang Chou, pero al despertar y volver a ser el verdadero Chuang Chou, no sabía si era una mariposa que soñaba ser un hombre o si se trataba de una mariposa masoquista que se trasmutaba en un policía de mierda que cada vez tenía menos deseos de seguir siendo policía. Pensando en la fábula de su propia existencia equivocada de policía sin vocación ni aptitudes, sintió cómo bajaban a su organismo todos los cansancios, excesos alcohólicos y golpes de los últimos dos días y se quedó dormido. Entonces sí soñó. Pero no con mariposas; ni siquiera con bares. Soñó que la china Patricia era la mujer desnuda de los aretes de jade y se acercaba a él, lo acariciaba y dejaba después que él aferrara sus labios a sus senos pequeños, de pezones agresivos y dulces como ciruelas, mientras sus dedos le recorrían los muslos infinitos hasta iniciar el ascenso para acariciar la pelambre dura del sexo, heredada de la sangre negra de su madre. Tras la maraña de vellos el Conde recorría el surco que descendía hacia un pozo profundo y musgoso, devorador, por donde entraba su mano, su brazo, y todo su cuerpo después, succionado por un remolino implacable. Se despertó ya en plena madrugada cubierto de sudor, con una humedad viscosa entre las piernas y un salto en el corazón. Desechó la idea de asearse y se volvió a dormir. Al despertar, con un rayo de sol en la cara, debió hacer un esfuerzo para recordar por qué sus calzoncillos estaban acartonados y olían a chino muerto.

El Conde solía observar con ansiedad el proceso físico que, por el simple acto de aplicarle calor al agua, hacía que ésta ascendiera, luego de atravesar el polvo oscuro depositado en el colador, y se concretara el milagro de obtener el líquido listo para ser bebido. Aquel primer café de la mañana constituía un reclamo vociferante de su organismo, de cada una de sus células de lentos despertares. Pero apenas tomados los primeros sorbos de café se comenzaba a producir un reacomodo de su organismo, que se catalizaba cuando tragaba la primera bocanada del primer cigarro del día. Entonces, sólo entonces, volvía a sentirse persona.

El hambre acumulada, los alcoholes y ajetreos de la víspera, y el premio de la mala noche no hacían del Mario Conde de aquella mañana algo parecido a un hombre de treinta y cinco años: en realidad se sentía de doscientos, aunque la ducha fría a la cual se sometió se llevó consigo la mitad de aquella cifra espantosa, y el segundo café, con el consabido cigarro, lo colocaron en una edad que hasta le pareció aceptable: se sentía de ochenta años cuando escuchó los golpes en la puerta y, con la toalla enrollada en la cintura, hizo girar el picaporte para descubrir, frente a él, al sueño de aquella noche de verano hecho realidad.

– ¿Me estabas buscando?

Patricia venía vestida con su uniforme de oficial de la policía y traía una bolsa en la mano. Conde, sorprendido por aquella visión matinal, reaccionó de un modo que después le parecería tonto y casi imprevisible para los sesenta años de vida a los cuales lo había llevado la simple contemplación de la mujer.

– ¿Y dónde coño tú andabas metida, chica? Me soltaste el caso del chino muerto y fuá, desapareciste… con un chiquillo ahí que tienes de novio y…

– Hice lo que te prometí -lo cortó Patricia y lo empujó leve pero firmemente para entrar en la casa-: hablé con mi padre para que te ayudara y…

El devastado olfato del Conde sintió un segundo aroma tentador, desquiciante. El primero, por supuesto, provenía de Patricia, recién bañada; el segundo, de la bolsa que la mujer traía en la mano. Descubrió con sorpresa que casi había vuelto a tener sus treinta y cinco años. Maltratados, pero sus treinta y cinco, pensaría con nostalgia cuando, años después, al borde de la cincuentena y desandando otra vez el Barrio Chino, recordara los detalles de aquella historia y evocara los bríos que, en el tiempo transcurrido, había dejado en el camino de la vida. Y, sobre todo, cuando recordara aquella precisa mañana de sueños alcanzados…

– ¿Qué es lo que tú traes ahí? -preguntó, tratando de asomarse a la bolsa.

La china sonrió.

– El otro día vi tu refrigerador. No sé cómo estás vivo… Vine a desayunar contigo.

– ¿Desayunar? -El asombro del Conde se disparó cuando Patricia, luego de poner lejos el cenicero atestado, fue sacando provisiones de la bolsa y colocándolas sobre la mesa: un pan que olía a pan recién horneado, un pedazo de queso, unas lascas de jamón curado, unos pasteles (¿de coco o de guayaba?) y un termo del cual serviría dos tazas grandes de café con leche. ¿Todavía existían aquellas cosas? Conde no lo hubiera creído si no lo hubiera visto…

– Vamos, siéntate y hablamos -le ordenó su amiga.

Conde pensó en ir primero a vestirse, aunque se sentía cómodo con la toalla enrollada en la cintura, único parapeto de su desnudez. Pero el hambre pudo más y se acomodó frente a Patricia y empezó a devorar aquellos manjares inesperados que, jubilosamente, recibió su estómago hasta ese instante desolado.