– ¿Qué has averiguado? -preguntó Patricia, y Conde, mientras masticaba y bebía su taza de café con leche, trató de resumirle sus aventuras chinescas de las últimas jornadas, más llenas de tropiezos, dudas, misterios y preguntas que de verdaderas certezas. Como el día anterior, cuando habló con su jefe, omitió en el resumen la idea de que Francisco Chiú, el padrino de Patricia, pudiera haber tenido alguna conexión con el asesinato, aunque añadió la sospecha de que Pedro Cuang había escrito en chino el modo de encontrar el tesoro de Amancio pensando en un destinatario específico, también chino.
– Y lo que más necesitaba hablar contigo… -Conde se acercaba al cierre de su discurso-. Desde el primer día siento que tu padre sabe algo que no me dice. Algo que puede ser importante para resolver esta historia.
– ¿Qué tú piensas que pueda ser? -quiso saber Patricia. Ella, escuchando, apenas había mordisqueado un pastel (¡de coco!) y bebido el café con leche.
– ¿No te vas a comer el pastel? -Conde trató de sonar casual. Ella negó con la cabeza y lo movió hacia el hombre, quien lo atrapó como si pudiera esfumarse-. Pues no tengo ni idea de qué cosa pueda ser… pero creo que Juan conocía a Pedro Cuang más de lo que él admite, y que su amigo Francisco, tu padrino, también lo conocía y mucho.
Patricia suspiró con una profundidad que sorprendió al hombre.
– Mayo, quiero agradecerte lo que estás haciendo… Todo lo que tenga que ver con mi padre es demasiado importante para mí…
El policía la escuchó en silencio y decidió, por esa vez, mantener el mutismo. Era evidente que Patricia quería hablar.
– No puedo decir que haya sido el mejor padre del mundo, pero ha sido el mejor que cualquiera hubiera soñado tener. La familia siempre fue para él lo más importante. Por la familia que tuvo cuando era un niño fue por lo que vino a Cuba a buscarse la vida, y por la familia que hizo aquí trabajó toda su vida como un animal y yo…
Patricia se había lastimado a sí misma una fibra dolorosa, profunda tal vez, sin duda demasiado sensible, porque mientras hablaba la voz le comenzó a fallar y los ojos se le humedecieron hasta formar dos lágrimas que se precipitaron por sus mejillas achocolatadas. El Conde, dueño de tantas debilidades, exhibía entre ellas la incapacidad de ver llorar a una mujer: sencillamente se derrumbaba ante esos espectáculos. Por eso dejó el cigarro y se acercó a Patricia, y le acarició los rizos de tirabuzón, que resultaron ser más sedosos de lo imaginado. Más suaves que los vellos púbicos de su reciente ensoñación.
– No pasa nada -dijo ella, y trató de sonreír mientras tomaba la otra mano del Conde-. Es que son muchas cosas, mi padre…
La mujer dio un leve y amistoso tirón a la mano del Conde y la sacudida provocó que la toalla enrollada en la cintura cayera al suelo, como un telón teatral. A escasos treinta centímetros de su nariz, Patricia vio el pene erecto que le apuntaba como una pistola de agua dispuesta a disparar. Conde fue a moverse, para recuperar su pobre vestimenta, pero la presión de la mano de Patricia sobre la suya lo detuvo. Conde tragó en seco y miró su atributo enhiesto, afortunadamente de treinta y cinco años, quizás hasta rejuvenecido con aquel desayuno inesperado.
– Coño, Mayo… ¿tú querías consolarme o estabas pensando en otra cosa?
– Por mi madre, quería consolarte… pero no podía dejar de pensar en otra cosa -dijo el Conde con toda su sinceridad también al desnudo-. Es que cada vez que te veo no puedo dejar de pensar en esa otra cosa… Nunca. Y tú lo sabes…
Patricia ahora sonrió.
– Ah, yo pensé que toda esa historia de templarte a una china mulata eran juegos tuyos… -La ironía de la mujer se desbordaba hacia la zalamería, mientras la presión en la mano del Conde aumentaba y sus ojos subían hasta los del Conde o bajaban hasta el ya goteante y enrojecido glande.
– Yo no juego con esas cosas, ni desprecio jamás un pastel de coco, ni invoco en vano el nombre del Señor…, me cago en… -empezó a decir el Conde y casi dio un salto, de puro placer, cuando el envés de la mano libre de Patricia le rozó el escroto. Pero cuando las uñas de aquella mano recorrieron el vientre liso del pene, el temblor en las piernas fue una sacudida explosiva que le penetró por el ano, le hizo arder las tetillas, le deshidrató el cerebro y lo dejó totalmente indefenso, apto sólo para disminuir unos centímetros la distancia que separaba su pene en pena de la cara de Patricia.
Se desmayaba, se desmayaba, pensó cuando percibió la calidez de los labios, la lengua y la boca de Patricia envolviendo a su llorosa pero erguida criatura. No, no se desmayaba, se moría… Conde sintió que subía al cielo y hasta escuchó el tintineo de las llaves de san Pedro, ¿o fueron los hierros de Zarabanda congo y Oggún lucumí? Bah, da iguaclass="underline" ¡es el cielo, coño, coño, coño!
Una hora después, luego de haber cumplido de aquella forma rotunda y en un momento tan inesperado uno de los anhelos más persistentes de su vida, Conde volvió a colar café y le sirvió una taza a Patricia, otra vez vestida con su uniforme de oficial de policía: de los que te meten preso y te interrogan. Mario Conde estaba convencido de que aquel evento erótico no tendría consecuencias, sólo debía asumirlo como el resultado mágico de una coyuntura de toallas caídas y debilidades a flor de piel, pero también sabía que nunca más en su vida volvería a ver a la china Patricia con los mismos ojos: ya conocía de primera mano, había visto, probado y hasta penetrado lo que escondían las ropas. Tenía materia visual concreta para adornar sus próximos sueños y masturbaciones.
Con un café recién colado Conde ocupó la otra silla del comedor y dio fuego al cigarro.
– A ver, Patricia -dijo y carraspeó. Todavía le fallaba la voz-. ¿Cómo hago para que el viejo Juan me diga lo que no quiere decirme…?
Patricia se acomodó los rizos de tirabuzón y bebió el café.
– Mayo, no sé qué cosa puede ser lo que mi padre sabe, aunque está claro que tienes razón: sabe algo. Ellos siempre saben algo, pero nunca lo dicen.
Conde apagó el cigarro que había estado fumando.
– Por favor, Patricia, no te pongas misteriosa tú también.
– No, Mayo, no me pongo misteriosa… Déjame hablar, coño. Mira, primero te voy a recordar algo que tú sabes muy bien: mi padre, Francisco, Pedro y todos esos chinos son unos hombres que han pagado un precio altísimo por estar en el mundo. Les ha pasado todo lo malo: han sufrido hambre, desprecio, discriminación, desarraigo y todo lo que quieras poner en una lista de miserias y humillaciones tan jodidas como ésas. No te puede asombrar entonces que sean desconfiados y no se entreguen.
– Entiendo lo que me dices -admitió el Conde-. Y precisamente por eso es que desde hace dos días te andaba buscando para hablar contigo. Tengo miedo de que tratando de encontrar una verdad, lo que haga sea herir a más gentes que no se lo merecen. Tu padre, por ejemplo. Es un cabrón presentimiento que tengo… O Francisco Chiú, tu padrino, que no sé cómo carajo pero tiene alguna papeleta en todo esto.
– Francisco se está muriendo -dijo ella-. Cáncer en el hígado.
– Tu padre me dijo que estaba jodido, pero no…
Patricia lo miró a los ojos. Y Conde lo captó entonces: la teniente también sabía algo muy gordo y pesado que no quería confesar. Algo que, para tener una idea de por dónde se movía y cuánta mierda podría destapar, Conde pensó que necesitaba conocer.
– Dímelo, Patricia -la conminó.
Patricia no apartó sus ojos de los del Conde hasta que comenzó a hablar:
– Mi padre te contó la historia de su primo, Sebastián, el que quería ir a California…
– Sí, al que congelaron y echaron al mar.