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– Olvídate del café -le propuso el Conde, sin dejar de admitir para sí mismo que Contreras tenía razón. Pero justo en ese momento de lo que menos deseaba hablar era de economía socialista global y del futuro del comunismo europeo. O chino.

– Pero fíjate, para que tú veas que yo también te quiero -siguió el capitán y abrió una gaveta del buró y movió sus manazas, como el mago encima del sombrero: sacó un vaso de café y se lo entregó al Conde.

– ¡Coño, si está caliente! -exclamó el Conde, como si estuviera asombrado.

– Mira, muchacho, di una clase de bateo que para callarme el mayor Rangel me manda un vaso cada vez que le cuelan café, porque a él sí le mantuvieron su cuota… Cuestión de jerarquías, ¿no? -Y soltó las amarras de su risa. Su papada, sus tetas y su barriga de tonel sin fondo bailaron al ritmo estruendoso de su carcajada.

– No hay quién te agarre, Gordo -dijo el Conde, aunque la vida demostraría que se equivocaba. ¿Quién diría que Contreras no resultaba simpático?, ¿quién que era mucho más de lo que aparentaba?

– Y eso que hay gente aquí que siempre anda hablando mierda de mí, y tú lo sabes. Tú no, porque tú sí me quieres, ¿verdad?

– Yo, bueno, mira: es una cosa que no puedo vivir sin ti, te lo juro.

– Claro, por eso estás aquí. A ver, ¿qué te duele?… Por cierto… ¿el chino muerto que tienes atrás tendrá algo que ver con el cónsul chino vivo que estuvo esta mañana en la oficina del mayor Rangel?

Conde cerró los ojos. Lo que le faltaba.

– ¿El cónsul chino?

– Eso me dijo la secretaria de Rangel…

El Conde encendió su cigarro: ni siquiera había pensado que los moradores del Barrio Chino tuvieran algo que ver con el consulado del país que no era el mismo país cuando ellos salieron, aunque, por suerte o desgracia para ellos, los chinos nunca dejaban de ser chinos: ni aunque se operaran los ojos. Conde sabía que ahora debía moverse a mayor velocidad y fue directo al grano: estaba allí porque necesitaba que el capitán Contreras le cediera un informante.

– Alguien que conozca todas las movidas del Barrio Chino, Gordo, las que pasan y las que se comentan, y yo sé que tú debes tener a alguien.

– Ah, ¿sí? ¿Qué facilito, eh?

– Ayúdame, Gordo. Es un lío complicado, fíjate que ya están los de la embajada metidos en eso… y mira…, esto me lo hicieron ayer.

El Conde volteó la cabeza para mostrarle a Contreras el hematoma que se le había formado en la base del cráneo.

– Te dieron con ganas -dijo, sin reír esta vez, y añadió-: No, eso no se puede permitir… Eso es una falta de respeto y…

– Pero no quisieron robarme la pistola. ¿Tú entiendes eso? ¿Ahora mismo, cuánto vale mi pistola?

Contreras meditó apenas unos segundos y recitó:

– Alquilada, con ocho balas, cien pesos por día.

Vendida, como tres mil cañas, porque últimamente la demanda es mucha…

– Así que las alquilan… Mira, ésa no me la sabía. Tienes que ayudarme, Gordo.

– Eso ya me lo dijiste.

– Y te lo vuelvo a decir: ayúdame, compadre.

– Está bien, muchacho, te voy a tirar un cabo… Mira, tú eres un tipo legal y ya no queda mucha gente como tú. Pero déjame recordarte algo: nunca te vayas a creer que eres mejor que los demás. Aquí todos navegamos en la mierda y nadie sale ileso, nadie… Yo te defendí cuando tuviste la bronca con el teniente Fabricio, [5] porque tenías la razón y porque Fabricio es meao de perro y le venía bien que alguien le diera cuatro trompadas y dos patadas en el culo… Pero yo sé que a veces tú te crees cosas, te haces el intelectual y el pulcro, y eso le jode a mucha gente. Mientras seas policía tienes que comportarte como policía y no ponerte a comer mierda, porque un policía que no le gusta a otros policías puede tener una vida muy, muy complicada…

Conde lo dejó hablar, interesado en aquel juicio de Contreras que, en buena medida, lo sorprendía aunque no demasiado.

– ¿Y a qué viene ahora todo eso, Gordo?

– Viene a que ahora mismo este lugar es una bomba de tiempo y lo mejor es no tener que mandarse a correr cuando vuele en pedazos…

A la mente del Conde regresaron las misteriosas advertencias del mayor Rangel respecto a la droga y tuvo la certeza de que algo grave se estaba gestando bajo la aparente rutina de aquella Unidad Central de Investigaciones Criminales. Y, como tantas veces, de tantos sitios, sintió unos deseos irrefrenables de irse lo más lejos posible.

– Te voy a dar la mejor lengua que tengo en el Barrio Chino -casi lo sobresaltó la voz de Contreras y el dedo del Gordo, como un plátano macho, apuntado hacia su rostro-. Pero cuídamela. El Narra vale un millón de pesos. Y úsalo nada más para lo que estás investigando, no me lo compliques en otras cosas, mira que te conozco bien y cuando te impulsas…

Obviamente, el Narra también debía tener algo de chino y por eso le decían el Narra, aquel apelativo con el cual, sólo Dios sabía por qué razón, solían llamarles a los chinos en Cuba. Aquel Narra revelaba su origen sobre todo cuando se reía: los ojos formaban dos surcos profundos en la cara, como piquetes simétricos, con algo tétrico y siniestro. Aunque, por lo demás, no parecía chino: más bien un mulato cualquiera, sacado de un baúl de recuerdos. Usaba un demodé flat top con motas, sin patillas, el pelado que caracterizaba a los guapos y buscapleitos de la década de 1970, y sobre la piel oscura de su brazo derecho lucía un tatuaje que advertía «Eva, por ti me muero».

¿Qué le habría hecho o dado Eva para dejarse morir por ella?, el Conde pensó que debía preguntarle. La sonrisa del Narra mostraba dos dientes de oro deslumbrantes, como reflectores amarillos. Deja que se ría todo lo que quiera, le advirtió Contreras, pero la verdad es que se caga de miedo cuando ve a un policía. El Narra tenía treinta años, y doce los había vivido en la cárcel. Primero un robo con fuerza; luego tráfico ilegal de divisas, y ahí cayó en manos del Gordo Contreras, quien lo trabajó hasta domesticarlo y logró una reducción de condena a cambio de ciertos servicios. Trátalo bien, le había advertido el capitán. Te va a esperar a la una de la tarde en casa de su hermana, en el Cerro.

Cuando el Conde le mostró su carné de teniente investigador, el Narra se rió con toda su socarronería, como estaba previsto.

– Yo soy el amigo de tu amigo Contreras -le explicó, y el hombre le cedió el paso. La hermana vivía en el local de una antigua bodega de la calle Cruz del Padre, a la cual la ley de intervenciones primero, y la necesidad, después, le habían revertido el destino para convertirla en una vivienda oscura y sin alma. Una sala, una cocina y un baño, detalló el Conde antes de que el Narra le advirtiera en voz baja a la mujer que cocinaba:

– No estoy pa nadie, Cacha -y le indicara al policía la escalera del entresuelo de madera, fabricado gracias al altísimo puntal del inmueble, y sobre el cual habían instalado la habitación.

Al Conde le pareció que andaba por una caverna prehistórica. «¿Por qué se me ocurrirán estas mierdas?», se dijo y subió para encontrarse con un ambiente inesperado: equipos eléctricos para todos los usos y necesidades brillaban en aquel cuarto improvisado, un sitio que delataba inesperadas posibilidades económicas y una sólida protección en ciertos lances prohibidos. Pero recordó las advertencias de Contreras.

El Narra le brindó un sillón con la rejilla del culo bastante maltrecha, mientras él ocupaba el borde de la cama.

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[5] Vientos de cuaresma, Tusquets Editores, Barcelona, 2000.