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– Me van a quemar, teniente. Contreras está apretando. El ambiente está de bala en estos días.

– No hay líos. Nadie me vio.

– Aquí to el mundo ve y la calle está terrible.

– Despreocúpate, despreocúpate -quiso tranquilizarlo el Conde. Podía respirar el temor de aquel hombre de aspecto feroz que había cometido la imprudencia de hacer un pacto con el diablo.

– Los policías nunca pierden -dijo el otro y aceptó el cigarro ofrecido por el Conde. Buscó un cenicero y lo colocó en el suelo, al alcance de los dos-. Si alguien se lleva el pase de que estoy pitándole a ustedes, voy pal cielo sin escala, ¿usted sabe eso?

– Me lo imagino… Aunque no sé si te tocaría el cielo… Pero tenía que hablar contigo hoy mismo.

El Narra se miró las uñas: tenía uñas largas, gruesas, de un amarillo ocre y afiladas como cuchillas.

– ¿Y qué quieren ahora?

– Es fácil. ¿Tú oíste hablar del chino que apareció colgado en el solar de Salud y Manrique, a tres cuadras de donde tú vives?

– Sí, aquí to se sabe. Y si es un chino ahorcao…

– Por eso mismo estoy aquí. ¿Qué se comenta de eso en el Barrio?

El Narra fumó de su cigarro antes de responder:

– Na, eso, que lo guindaron.

– Creo que no querían hacerlo, pero se les fue la mano. Iban buscando algo y parece que no lo encontraron porque volvieron… ¿El hombre tenía algo que ver con la coca que anda perdida en el Barrio?

El Narra evitó la mirada del Conde y el policía aprovechó para observarle las manos al confidente: tenían un ligero temblor, más sostenido y visible que el que suele provocar el miedo. «¿Abstinencia?», se preguntó el Conde, y lamentó haber prometido no una, sino dos veces, limitarse a la búsqueda de un asesino. El Narra al fin habló, como si sus palabras no fueran importantes.

– No, pa mí que no. Esa droga voló hace rato del Barrio, porque lo único que se consigue ahora es algún poco de marihuana… Los que les venden polvo a los turistas están desesperaos y no se les ve por el Barrio… No, no, con esa candela no…

– Pero la gente por ahí decía que el chino tenía la plata de Amancio el banquero, ¿verdad? ¿Qué se ha dicho de eso?

Definitivamente, el Narra estaba demasiado nervioso. Aplastó su cigarro a medio fumar. El Conde sabía que aquel hombre tenía un pasado de violencia y de agresividad, pero ahora, viendo cómo sus manos temblaban quizás por la idea de ser descubierto por otros violentos y agresivos, que además tenían el poder, sintió lástima por él. Soy demasiado blando para esta mierda, se dijo el policía. ¿Hasta cuándo voy a seguir en esta jodedera? El acto de aplicar la fuerza de su posición sobre un hombre para doblegarlo y hacerlo temblar de miedo o de deseos de evadirse también lo degradaba a él como ser humano. Pero se suponía que debía hacer un trabajo, restablecer un orden, dilucidar un misterio, encontrar a un asesino… y la ironía que tanto parecía molestar a algunos era el recurso personal al cual había acudido para protegerse. Y conversaciones como aquélla, el medio infamante al cual debía recurrir muchas veces para llegar al fin socialmente necesario. «Pero sigue siendo una mierda», se empeñó en pensar.

– Ustedes no tienen paz con uno… -dijo al fin el informante.

– Deja eso y dime lo que se comenta en el barrio… Y oye esto: es mejor tener dos amigos que uno, y yo sé agradecer los favores -el Conde sintió cómo descendía en la escala de la ética sólo con decir aquellas palabras. Lo dicho: mierda y más mierda.

El Narra respiró, sonoramente, y se lanzó al vacío.

– Na, hace como un mes oí un pase en la timba de dominó que se forma al lado de la barbería de la bodega de San Nicolás. Eso de que el chino viejo ese tenía la pasta de Amancio el banquero. Si es verdad, tenía que ser bastante plata, porque Amancio sí que era un cabrón de la vida…

– Anjá. ¿Quién habló del chino y el dinero de Amancio?

– Na, había gente de la canalla del Barrio y se estaban tomando unos tragos… Habladera de mierda.

El informante se sobaba con la mano el brazo tatuado, revelando su incomodidad. Conde recordó que debía preguntarle por las virtudes de la tal Eva. Pero después.

– Narra, no le des más vueltas. Dime quién fue.

El informante se palpó el bolsillo y Conde leyó el gesto: sacó su cajetilla y le ofreció un segundo cigarro. El Narra necesitaba rellenar con nicotina otros vacíos alterados por el miedo.

– Panchito -dijo nada más encender el pitillo-. Pero estaba hablando giña, yo creo que se había pasado un cilindro.

– ¿Un cilindro?

– Un taladro, un tabaco, un pito, un mazo de hierba…

Conde dio la última calada a su cigarro y se preparó para hacer la pregunta. Deseó con todas sus fuerzas que la respuesta inminente no fuera la que, con toda seguridad y fatalidad, iba a obtener:

– ¿Quién es Panchito?

– Panchito Chiú. Vive por allá arriba por Lealtad. Pero ya le dije, ese tipo es un hablador de mierda profesional. Siempre anda con un cuchillo chino y dice que es karateca octavo dan…

– ¿Karateca? -insistió el Conde y se tocó la base del cráneo, todavía adolorida. Un hematoma que se sumaría a la larga lista de daños colaterales que ya veía venir.

– Sí, se pasa la vida hablando esa cáscara para que la gente le coja miedo, y ahora se metió a palero y anda todo el día con que si Siete Rayos lo protege y esa descarga, pero el tipo…

– Ya me lo dijiste: es un hablador de mierda… Le doy recuerdos de tu parte al capitán Contreras -y el Conde se puso de pie. No necesitaba saber más. No quería saber más. Ni siquiera sobre Eva. Dudó entonces del modo en que debía despedirse del informante: «¿Debo darle las gracias?», pensó-. Gracias por todo -le dijo al fin y estuvo a punto de estrecharle la mano al Narra, pero prefirió no hacerlo: las manos del soplón seguían temblando y debían de estar húmedas de sudor. Ya tenía suficiente mierda encima, por fuera y por dentro. Y un soplón siempre será un soplón.

Ahora podía calibrar las proporciones del error al que lo indujera la insistencia de Patricia: nunca debió forzar a Juan Chion a mezclarse en aquella historia. Pero volvió a recordar el tema de los daños colaterales y entendió mejor a la teniente Chion: la china, que debía sospechar de dónde venían los tiros y hasta tener otros temores no confesados, había calculado la conveniencia de que aquel caso cayera en las manos blandas del Conde y no en las garras de otro policía. Y el desayuno con pasteles de coco y guayaba de aquella mañana, seguido del manjar de su cuerpo, quizás formaba parte de la manipulación. ¿Sería capaz de haber fraguado algo así aquella mujer, policía como él? ¿Le estaba pidiendo que tapara algo, en lugar de develarlo, y lo pedía utilizando todas, todas sus armas? No, el Conde no lo podía creer. Pero a la vez no podía dejar de pensarlo.

Salió a la calle y ni siquiera le molestó la claridad del sol ni la última imagen del Narra, escondido detrás de la puerta, mirando al suelo mientras él buscaba la calle. Porque el Conde sentía que lo habían obligado a profanar una tumba que jamás debió ser tocada. Molesto con aquella historia que incluía muertos del pasado y del presente, pero sobre todo disgustado consigo mismo y con sus incapacidades para entender los trasfondos de las personas, atravesó la Calzada del Cerro hacia donde Manolo lo esperaba en el carro. Como era tan habitual en él, otra vez el teniente sentía que estaba a las puertas de la solución de un caso y, sin embargo, aquella certeza no lograba producirle alegría. Más bien lo contrario: una sensación de faena terminada con un gran y doloroso reguero de mierda.

El ya lo sabía: mientras no cambiara de vida, otra historia sórdida siempre lo estaría esperando al doblar la esquina. Ahora dobló una esquina real y levantó la mano haciendo una V con los dedos cuando vio a Manolo: el asesino del infeliz Pedro Cuang no se iba a quedar en la calle, porque si no era el tal Panchito, por él llegarían a la cola de la serpiente, ¿o a la cabeza? ¿Y si, como pensaba, el criminal resultaba ser el mismo Panchito, el ahijado de Juan Chion? Pues se jodería Panchito: las culpas deben pagarse. Si no, que alguien bajara al infierno y le preguntara al hijo de puta capitán griego que se dedicaba a congelar chinos y lanzarlos por la borda de su barco. Pero… ¿y a qué chino estaba destinado el plano del cementerio?