– Creo que la cagamos -le dijo al sargento, casi sin pensarlo, y entró en el auto-. Vamos a ver a Juan Chion.
Manolo puso el carro en marcha y dobló a la izquierda para subir por un costado del estadio.
– ¿Cómo fue la cosa?
– En el Barrio se comentaba que Pedro Cuang tenía la herencia de Amancio, o sabía dónde estaba, y hay un tal Panchito Chiú que estaba bastante interesado en el dinero del viejo. Además, el tipo anda con un cuchillo y es palero, así que sabe muy bien qué cosa es la firma de Zarabanda… Y el tal Panchito Chiú, como te imaginarás, es el hijo de Francisco Chiú, y no sería mucha casualidad que la sombra del gato gigante que vimos en la Sociedad china no fuera la suya, ¿verdad?… Creo que el chiste de marcar al viejo Pedro y cortarle el dedo le va a salir caro. Un castigo divino por andar jugando con Zarabanda, ¿no?
Manolo bordeó el estadio del Cerro: la catedral del béisbol en Cuba. El Conde miró por uno de los corredores abiertos entre las graderías y tuvo una visión fugaz del terreno tan verde y apacible, ahora vacío. Recordó las incontables ocasiones en que con el Flaco -cuando todavía era flaco-, Andrés, el Conejo, Candito y otros de sus amigos se había sentado en las gradas de aquel santuario de tierra y hierba donde se practicaba el rito mágico del juego (en verdad no era tal) de pelota. La última ocasión había sido apenas dos meses antes y con los mismos amigos, incluido el flaco Carlos. Apenas entrar, había sentido en ese sitio magnético la liberación de las tensiones de la vida que sólo puede lograr la acumulación de otras tensiones, las propias de un buen juego de pelota. Ahora el campeonato había terminado, hacía ya dos semanas, y todavía le dolía la inexplicable derrota de su equipo, desplomado al final, luego de haber liderado desde el principio toda la temporada. «Deberían haber ganado, los muy maricones», pensó, recordando cuánto había sufrido el Flaco con aquel descalabro de ilusiones sostenidas durante tres meses y esfumadas en una semana horripilante.
«¡Cojones!, ¡lo que les falta es cojones!», había gritado Carlos y tenía muchísima razón: todo se reducía a una cuestión de cojones (o más bien a la falta de ellos).
Al salir a la calle 19 de Mayo, el Conde miró a Manolo:
– ¿Cuántas huellas útiles había en el cuarto de Pedro Cuang?
– Siete.
Conde metió la mano en el bolsillo del pantalón y sacó el sobre donde había colocado la tablilla de san Fan Con.
– Mira a ver si alguna coincide con las que hay aquí…
– ¿Estás pensando que Francisco Chiú…?
– No estoy pensando nada… Lo que creo es que si entre las huellas que se recogieron en el cuarto está la de Panchito, no hace falta ni que cante. ¿Quieres que te diga una cosa? Ojalá no estén las de ese muchacho. Ojalá todo lo que pienso no sea lo que ocurrió… Aunque tenga que seguir una semana en esta historia, aunque tenga que aprender a hablar en chino, a comer con palitos y hacer la Gran Marcha… Ojalá que no sea él y que su padre no haya tenido nada que ver con todo esto. Por el viejo Juan…
Se incorporaron a Ayestarán y luego de atravesar el semáforo de Carlos III, Manolo siguió por la izquierda y entraron en la calle Maloja. La casa de Juan Chion seguía allí, oprimida por sus vecinas, hasta que la muerte las separara.
Mientras el Conde tocaba a la puerta, el sargento Manuel Palacios repetía el invariable rito de desenroscar la antena de la radio para guardarla en el interior del carro. En aquellos barrios eran capaces de robarle hasta a la policía. «Déjalo que sea precavido, Conde, eso no es asunto tuyo», se dijo, golpeó con la aldaba y esperó por el rostro sonriente de Juan Chion.
– Ah, la policía -dijo el viejo y los invitó a entrar.
– ¿Por qué estás sudando, Juan?
– Ejelcicios, Conde. Tú también tienes que hacel un poco de ejelcicios, ¿no? Mila, mila, estás flaco, pelo ya tienes pancita.
– Y tengo noticias… Y creo que malas -hizo una pausa, antes de soltar la piedra que provocaría el alud-. Parece que Panchito Chiú, el hijo de tu compadre, está metido en este lío.
Juan Chion miró al Conde y luego a Manolo. Cualquier resto de sonrisa había desaparecido de su rostro y las gotas de sudor corrieron blandamente hacia el cuello. El viejo se dejó caer en su desvencijada butaca y suspiró, como si estuviera profundamente enamorado. Un amor doloroso, se dijo el teniente, que ahora gozaba de la ventaja de poder leer los signos del pasado muerto y enterrado de aquella historia.
– ¿Tú ves, Conde, pol qué yo no quelía? Chino buscando desglacia de chino -afirmó y se levantó.
Juan caminó hacia el interior de la casa y entonces el Conde se fijó en la foto que desde siempre ocupaba el lugar de preferencia de la mesita de centro: Juan Chion aún no tenía canas y sonreía a la cámara con todo su corazón. Llevaba cargada una niña color caramelo, de unos dos años, dueña de unos ojos achinados que habían sido acentuados por el maquillaje. La niña iba vestida con un trajecito brillante de princesa oriental y sólo el color de su piel y los rizos de sus cabellos podrían hacer dudar de su origen asiático. Junto a Juan Chion y la niña había una mujer que sostenía en sus manos la corona de falsos diamantes y esmeraldas que debía completar el traje de su alteza. Era una negra hermosa, de caderas desplegadas y piernas como dos columnas, y también sonreía a la cámara. «La felicidad», podía llamarse aquella estampa, como la película.
Juan Chion regresó con una de sus pipas en las manos. Volvió a su butaca y dijo:
– Desglacia tlae desglacia. Chino no debe metelse donde no lo llaman. Eso lo aplendí hace mil años -dijo, con un sentido críptico que ahora al Conde le resultó diáfano, y cerró los ojos para fumar. Retiró la pipa de sus labios y el humo escapó de su boca lentamente, como si lo abandonara para siempre. El Conde se sintió excluido del dolor del viejo Juan Chion y pensó que su trabajo solía tener recompensas como aquélla. «Mierda de trabajo», se dijo, volvió a mirar la foto de «La felicidad» y se armó de la paciencia más sólida, como vulgarmente se suele decir.
Apenas se sorprendió al escuchar la nueva revelación de Juan Chion: su viaje a Cuba lo había financiado su viejo amigo Francisco Chiú. El compró los permisos y el pasaje del barco para que Juan pudiera escapar de la miseria agresiva de Cantón y empezar una nueva vida, quizás mejor, en aquella isla del remoto mar Caribe. Entre los chinos, aquel gesto tenía un valor eterno, pues representaba un desafío del destino individual y, a la vez, engendraba para cada uno de los protagonistas una responsabilidad y una obligación que duraba por el resto de la vida: Francisco pasaba a ser como un padre para Juan, y éste debía gratitud perpetua a su benefactor. ¿Sería por aquella pesada gratitud o por la suerte de Sebastián por lo que Juan decidió acompañar a su amigo el día que iban a matar al capitán griego? El Conde nunca lo sabría, aunque pensó que la muerte horrible de un ser querido debió de haber provocado la drástica decisión del padre de Patricia.
La amistad entre aquellos dos hombres había sido mucho más que una fórmula social o una obligación moral, mucho más que la afinidad de haber nacido en la misma aldea cantonesa, de haber jugado en el mismo río de aguas turbias y de saberse descendientes de los guerreros que combatieron con el gigante Cuang Con por la libertad de las mujeres del reino. Estaba conectada con lo impronunciable, con lo doloroso y lo prohibido. Por eso trataron de sellar los lazos de una sangre derramada con los bautizos cruzados de sus hijos cubanos, pues para ellos aquel compromiso ante un Dios nuevo pero aceptado tenía una significación recta: el padrino es el segundo padre, y la madrina la segunda madre, y así lo habían prometido aquella tarde, frente al altar de una iglesia habanera.