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La que murió primero fue la madre de Panchito, y su padre, trabajando tantas horas en la bodega, apenas pudo atender al muchacho, que se crió en la calle, sin las ventajas disfrutadas por Patricia. Y eso era lo que más preocupaba al viejo Juan Chion: que él fuera el padre de Patricia, a la cual su madre había criado con rectitud y cariño, mientras su segundo hijo en la tierra, Panchito Chiú, no había tenido aquellas oportunidades. Y ahora, para colmo de desgracias, él había intervenido en el desenlace de toda aquella historia coronada con un final nada feliz… La noticia iba a matar a Francisco, anunció Juan, y el Conde recordó entonces la filosofía del tao y los caminos de los hombres de los cuales le hablara el mismo Juan Chion: ¿no era que el camino de cada muchacho ya estaba escrito antes de venir al mundo? Patricia buena, policía, inteligente, con un componente ladino como le correspondía o, según los prejuicios, debía corresponderé por sus genes chinos. El otro, asesino, ladrón, malvado y, para rematar, estúpido y parlanchín… «Mierda, eso de la predestinación no se lo cree ni san Fan Con», se respondió y, sin atreverse a mirar a los ojos del anciano, intentó buscar alguna justificación.

– Tú no hiciste nada que no hubiera hecho ya el destino. Si de verdad fue Panchito, de cualquier forma lo hubiéramos sabido, viejo, y acuérdate de qué manera mató a un paisano tuyo y por qué lo hizo. Lo siento por su padre…

El Conde le hizo una seña a Manolo. Se levantaron y, al pasar junto al anciano, le puso una mano en el hombro. El chino apenas movió los párpados.

– Hay trabajos que son así, viejo. Cuídate mucho. Haz tus ejercicios…

– Vuelvan otlo día -dijo Juan Chion antes de cerrar los ojos y fumar otra vez de su pipa de caña-brava-. Si ven a Patlicita díganle que venga plonto -y el Conde sintió cómo el dolor de aquel viejo lo tocaba en el pecho: Juan Chion no se merecía sufrir así por una culpa que no le pertenecía. Ni siquiera si ya estaba marcada por la irrevocable fatalidad del tao.

Capítulo 10

Manolo le hizo una seña y el Conde al fin lo vio: Panchito Chiú salió a la acera, frente a la sociedad Lung Con Cun Sol, miró hacia ambos lados de la calle y avanzó hacia la esquina que le había tocado cerrar al teniente.

Después de cotejar las huellas y comprobar que Panchito Chiú les hacía el regalo de haberles dejado varias en la soga de la cual fue colgado Pedro Cuang, Conde decidió hacer él mismo, acompañado sólo por Manolo, una detención lo más discreta posible. Por eso llevaban dos horas esperando la salida del hombre del edificio, pues así podrían evitar incluso trasmutaciones gatunas y persecuciones de azotea estilo Bruce Lee. La vigilia y el cansancio acumulado tenían al Conde con la garganta reseca y los riñones lacerados. Observó la andadura elástica del joven -de verdad parecía tener algo de gato, o de tigre, el muy cabrón- y recordó que el Narra le había advertido sobre el cuchillo y el dominio de las artes marciales del cual se ufanaba Panchito. Además, la forma en que entró en el cuarto de Pedro y lo golpeó sin que el policía advirtiera nada, demostraba la capacidad física del hombre. El Conde lamentó, por un instante, su desidia de siempre, que lo hizo huir del gimnasio a la segunda clase de defensa personal para esconderse en su oficina a leer una novela con la cual se alegraba la vida y recuperaba los deseos de escribir. La recriminación duró sólo un instante: Panchito estaba a diez metros de él, y diez metros detrás del joven avanzaba Manolo. El Conde sacó su carné y le gritó: -Párate ahí: soy policía.

Conde vio cómo los músculos del joven se tensaban, alarmados. Panchito volteó la cara y comprobó que Manolo le cerraba la retirada y, sin transición, pasó los brazos ante su pecho y adoptó postura de ataque: como si se tratara de un mago, en su mano derecha ya brillaba un largo puñal, tomado por la punta y dispuesto a ser lanzado. El Conde imaginó por un instante que el milagro del cine iba a producirse: incluso sintió su cuerpo acomodado en la butaca. Panchito flexionaría ligeramente las piernas y, propulsado por los efectos especiales, volaría ante los ojos de los policías-espectadores y caería sobre la azotea de la Sociedad, y desde allí daría otro salto volador para perderse en las brumas del Barrio. Pero Panchito Chiú era un medio chino de la realidad y no gozaba de aquella capacidad fílmica. Conde lo lamentó, pero más aún lamentó que el joven hiciera un gesto amenazador con el puñal.

– Oye, no comas mierda y suelta ese cuchillo -le gritó el Conde.

– Ven a quitármelo, anda -lo retó el karateca.

– Te digo que lo sueltes, muchacho. Mira, no me compliques la vida, que ya la tengo bastante cabrona -casi le imploró el policía-. Hazme el favor de soltarlo y…

– ¿Qué te pasa, tienes miedo?

– ¡Suelta el singao cuchillo, cojones! -explotó el Conde, como si todas las cargas que llevaba dentro estuviesen sincronizadas.

El grito sorprendió al joven, y el Conde, que siempre lo pensaba todo, también esta vez lo pensó, a pesar de su estado de ánimo: «Mejor no arriesgarme», se dijo, «y además, sí, tengo miedo», concluyó. Entonces sacó la pistola y, también sin transición, apuntó a las rodillas de Panchito, que, recuperado de la conmoción del grito, movió su cuchillo, dispuesto al ataque. Conde no lo pensó más: disparó. Al recibir el impacto Panchito Chiú soltó el puñal y cayó al suelo, revolcándose y aullando como un perro herido. Era la segunda vez en toda su carrera que Conde le disparaba a alguien y sólo después de hacerlo realizó la contabilidad.

– ¡Cojones, Conde, tú estás loco! -gritó entonces Manolo, transparente como papel de China, sin moverse del lugar que le había correspondido en la escena: justo detrás de Panchito-, ¿y si no le dabas al verraco este y me metías el tiro a mí?

– Después te daban una medalla, Manolo. Pero estoy seguro de que ese hijoeputa que ayer por poco me arranca la cabeza, es tan anormal que hoy era capaz de tirarme el cuchillo, ¿no? -El Conde se enjugó el sudor de la frente, trató de controlar el temblor que se le había instalado en las manos y, luego de patear lejos el puñal, caminó hasta el hombre herido, quien no dejaba de lamentarse, pero el policía, necesitado de un desahogo físico, volvió a gritarle-. ¿Ves lo que te buscaste, comemierda?

Capítulo 11

– ¿Y qué tú haces aquí a esta hora?

Conde la miró a los ojos. Tenía la mente llena de pensamientos, ideas, proyectos, recriminaciones, pero le faltaba aquella precisa respuesta reclamada por la mujer, y sólo fue capaz de decir lo que clamaba desde cada célula de su cuerpo.

– Me siento mal…

Támara lo observó un instante y comprendió que el hombre no mentía.

– Ven, entra, siéntate…

La reacción que lo condujo hasta la casa de Támara había sido visceral e incontrolable. La necesidad de disparar sobre un hombre, aun procurando hacerle el menor daño posible, resultaba un acto capaz de superar sus instintos naturales y de invalidarlo como el ser humano que era o pretendía ser. Por eso le pidió a Manolo que siguiera adelante con el caso y huyó del hospital adonde habían conducido a Panchito Chiú y, casi sin saber cómo, había ido a dar a la casa de los sueños, frente a la cual estuvo por más de veinte minutos antes de decidirse a llamar, mirando sin ver las esculturas de concreto con imágenes a medio camino entre Picasso y Lam.

Nada más sentarse y ver a Támara alejarse en busca de un vaso de agua, comprendió que había comenzado a recuperarse: no pudo dejar de mirar el movimiento de las nalgas de la mujer y pensó que, en lugar de agua, lo ideal para ese momento habría sido un trago de aquel Ballantine's cuya última reserva él mismo había agotado en la penúltima visita que hiciera a aquella casa.