Támara le entregó el agua y se ofreció a hacerle café, pero él le pidió que se sentara. Entonces se lo dijo: le había disparado a un hombre.
– Claro que no lo maté, Támara. Lo herí en una pierna, nada grave -añadió, ante la alarma de ella.
Encendió un cigarro y miró a la mujer. Al fin sabía la razón de su presencia allí: no por su rechazo a la violencia ni por escapar de hospitales e interrogatorios. En ese instante necesitaba un ancla, un punto de apoyo que ni siquiera sus hermanos de la vida, Carlos, Andrés, el Conejo y Candito el Rojo podían ofrecerle. Ni el sexo caliente de la china Patricia o el erotismo desbocado de Karina. Era algo más intangible pero más vital, más profundo.
– Casi no he tenido tiempo para pensar en lo que me dijiste, pero a la vez no he dejado de pensarlo -dijo él, y de inmediato lamentó su torpeza expositiva.
– ¿Y qué piensas cuando piensas?
– No pienso sólo en ti. Sobre todo pienso en mí. En la mierda que he hecho y estoy haciendo con mi vida. Pienso en la soledad, y en el miedo que le tengo. En que no puedo posponer por más tiempo decidirme a tratar de componer lo que todavía tenga arreglo…, y pienso que me ayudaría mucho hacerlo contigo…
Támara bajó la vista y se pasó la palma de las manos sobre la falda, como si necesitara secarlas del sudor.
– ¿Qué quieres decir exactamente, Mario?
– Que me haces falta. Eso… Coño, suena a bolero…
– ¿Y por casualidad estás pensando en que debemos casarnos o algo así?
– No, no he pensado tanto… O sí lo he pensado, para serte sincero, porque me da miedo la idea -dijo y sintió deseos de abofetearse a sí mismo: hay cosas que jamás se le dicen a una mujer-. Pero eso no es lo importante. Lo importante es lo otro.
– ¿Lo otro?
– Que estés cerca de mí…
Ella volvió a mirarlo. Conde casi pudo escuchar los sonidos de las fricciones que hacían entre sí los pensamientos de la mujer.
– Mario, no me pidas ahora que te ayude a arreglar tu vida. Primero necesito arreglar la mía… Y yo también voy a serte sincera: a veces pienso que tú formas parte de ese arreglo, pero todavía no estoy segura.
– ¿Y qué te hace falta para estar segura?
– Tiempo. Dame tiempo. Y no me presiones, por favor. Ya sé que eres obsesivo compulsivo, pero dame mi tiempo…
Conde le observó los ojos: eran las dos almendras húmedas de siempre, y comprendió, o creyó comprender, el reclamo de la mujer.
– Me tengo que ir -dijo, poniéndose de pie.
– ¿Estás cabrón conmigo, verdad?
– No, no…, bueno, un poquito -dijo y al fin sonrió-. Pero no te preocupes, tómate tu tiempo… Esta noche vengo para que me digas…
Ella también sonrió.
– Eres el tipo más insoportable que he conocido en mi vida.
– En algo tenía que ser el mejor, ¿no?
No lo pudo evitar: levantó la mano y le acarició el pelo. Y pensó: definitivamente, si alguna vez volvía a cometer el error de casarse, sería con aquella mujer. Lo del enamoramiento, por supuesto, ya estaba garantizado.
– ¿Entonces?
– No te preocupes. La bala apenas le rozó la piel y no le afectó ningún hueso. Lo que pasa es que se apendejó cuando vio que la cosa iba en serio. Después que lo curaron le enseñé el resultado de las huellas y lo cantó todo. Dice que al viejo Pedro le dio una sirimba y se le murió entre las manos, parece que de miedo o de rabia cuando Panchito le ahorcó al perro para presionarlo… Panchito estaba tan nervioso que no se dio cuenta de que el viejo nada más se había desmayado. Entonces fue cuando lo colgó del techo. Jura que en el cuarto nada más había papeles y tarecos y que no se llevó nada. Claro, el dinero de Amancio se había convertido en joyas y estaba en el cementerio… Lo de Zarabanda se le ocurrió allí mismo. Desde que se inició como palero siempre tenía las dos chapillas en el bolsillo, dice que le daban buena suerte, y entonces le hizo la cruz en el pecho y le cortó el dedo, para que se pensara en la brujería o en una venganza y no en el dinero. Lo más jodido es que estuve como una hora oyéndole la historia, porque casi no se le entendía nada… estaba llorando -dijo Manolo y le extendió la carpeta al Conde.
– ¿Y las huellas de la varilla de san Fan Con?
– También están en la carpeta.
Conde abrió la carpeta y buscó el análisis de las huellas. Encontró lo que sospechaba. Entonces tomó el papel y el sobre con la varilla y los extrajo del file.
– Manolo, hazme otro favor -le pidió el teniente mientras le alargaba la carpeta-. Llévasela tú mismo al mayor Rangel. Yo quiero ver a Juan… ¿Y qué te dijeron de la teniente Patricia?
– Dejó dicho en la dirección que iba a ver un caso, pero nadie sabe dónde está metida…
– Olvídate, yo me imagino por qué no aparece esa cabrona… Ella sabrá cómo arreglar sus cosas. Yo voy a tratar de arreglar las que me tocan a mí… Estamos en temporada de reparaciones… Ah, y dile al mayor Rangel que la muerte de Pedro no tenía nada que ver con la droga y que el caso está cerrado.
El Conde bajó hasta el parqueo de la Central y pidió al chofer de guardia que lo llevara a Infanta y Maloja. En el camino, el recluta que hacía de conductor intentó una conversación sobre sus intenciones de hacerse un verdadero policía, pero ante el poco caso recibido por parte de su auditorio, desistió. El teniente iba fumando y miraba hacia la calle, y todo el mundo en la Central -incluso los reclutas recién llegados- sabía lo que aquello significaba. Mejor ni hablarle… «Es un pesao», decían algunos, aunque la mayoría acotaba: «Pero es buena gente».
– ¿Doblo en Maloja, teniente?
– No, déjame en la esquina, es ahí mismo. Anjá. Gracias, Rosique… Ah, y piénsalo bien. Este no es un buen trabajo… ¿Por qué no te metes a cantinero?
– ¿Cantinero?
– Barman, de los que hacen el trago que les gusta a los clientes…
El Conde casi disfrutó con la cara del chofer y esperó a que el carro se marchara para buscar su camino. Avanzó una cuadra y, cuando entró por la primera bocacalle, lo vio: alejándose de él, hacia la otra esquina, caminaba Juan Chion con un paso que parecía haber perdido su elasticidad esencial. El Conde guardó el papel con el resultado de las huellas y el sobre con la varilla. Sacó un nuevo cigarro y sus espejuelos oscuros y se dispuso a seguir las huellas del anciano. Al principio supuso que iría a buscar los mandados de la casa, pues llevaba una jaba en la mano. Pero cuando habían caminado seis cuadras empezó a entender qué sucedía. Cruzaron Carlos III y el Conde ya no tuvo dudas: el viejo iba hacia el Barrio Chino. Caminaba sin prisa, con un paso sostenido y fuerte, y sólo se detenía antes de atravesar las calles.
Juan Chion dobló por Zanja y caminó hacia el centro del Barrio. «¿Qué irá a hacer?», se preguntó el teniente, manteniendo la distancia de unos cincuenta metros que lo separaban de su inesperado perseguido. Desde su perspectiva segura de cazador furtivo empezó a sentir una vergüenza tangible, capaz de dominarlo. No tenía derecho alguno a espiar la vida privada del viejo Juan Chion, y menos en un momento que, sin duda, debía de ser doloroso para el hombre. Pero la curiosidad por saber qué haría el chino lo mantenía en su ruta.
Ya habían caminado casi veinte cuadras y el Conde sentía en los pies la ardentía de sus pobres metatarsos, más tirados que caídos, mientras el sudor le corría por todos los cauces de su anatomía. «Va a doblar por Manrique, me juego un cigarro», apostó el teniente y se pagó a sí mismo con uno de sus magros Populares cuando el anciano torció por la calle donde había vivido el difunto Pedro Cuang. «¿Pero qué coño querrá?», se dijo y se apresuró para verlo entrar en el solar. Sin embargo, Juan Chion sólo se detuvo un instante en la entrada de la cuartería, miró hacia el interior del lúgubre pasillo y reanudó su camino. «Va para la Sociedad», pensó el Conde, y por eso debió perseguirlo más allá del restaurante Pacífico, más allá del periódico chino, hasta verlo doblar por San Nicolas. Cuando el Conde se asomó en la esquina, para contemplar el presunto final de largo viaje de Juan Chion, se encontró cara a cara con los ojos del viejo.