– ¿Te gusta mucho caminal, Conde? -le preguntó el chino, y el Conde pidió a la tierra que se lo tragara, ya, allí mismo, en pleno Barrio Chino.
– Viejo, es que… -intentó una excusa y no pudo mentir-. Me hacía falta hablar contigo y me extrañó verte salir. No sé, me dio por caerte atrás.
– Caminal es buen ejelcicio.
– Sí, eso dicen… Quería decirte… no sé, quería decirte algo -se turbó el policía, incapaz de decirle lo que ahora sabía o de expresar la solidaridad que también necesitaba comunicarle al anciano-. ¿Vas a ver a tu compadre?
Juan Chion movió la cabeza y miró hacia la entrada de la Sociedad Lung Con Cun Sol.
– Le debo una convelsación, ¿no?
El Conde guardó sus espejuelos.
– Creo que sí. Ustedes siempre van a tener mucho de que hablar… Pero tú no tienes la culpa de lo que hizo el hijo, ni yo…
– No es culpa, Conde. Tú tas bluto. Mila: es dolol y es velgüenza. Panchito mató a un paisano pol díñelo y… la velgüenza también mata, Conde.
– Está bien, está bien, ya entiendo. Sí, habla con él, pero no te sientas culpable… -Conde lo volvió a pensar, dudando si soltar al ruedo la pieza que completaría el puzle de la muerte de Pedro Cuang, y aunque nuevamente le pareció cruel, también le pareció justo, incluso necesario-. Mira, Juan, quería verte porque hay algo que no le he dicho ni le voy a decir a nadie, pero debo decírtelo a ti. Para que no te sientas culpable de nada…
– ¿Qué cosa, Conde?
– Tu compadre, Francisco, sabía toda la historia del dinero de Pedro Cuang y el plano del cementerio seguramente era para él. Nadie me lo ha dicho, y tampoco quiero que nadie me lo diga, pero estoy seguro de que Francisco le habló a su hijo de que de verdad existía ese dinero y un plano… y ahí se jodio todo.
Juan Chion miraba hacia un punto impreciso, más allá del policía.
– ¿Y cómo tú sabe to eso?
– Porque las huellas de Francisco estaban en el cuarto de Pedro, porque Francisco era amigo de Pedro, porque Francisco sabe leer en chino, y porque Francisco es el padre de Panchito y Francisco sabía en qué andaba su hijo…
– ¿Y tú dice que no lo hablaste con nadie má?
– No, ni con Patricia.
Juan al fin miró a Conde y, luego de un largo silencio, susurró.
– Glacia, Conde.
Juan extendió su mano derecha y Conde se la estrechó. Entonces, del bolsillo de la camisa sacó el sobre en el que había vuelto a guardar la varilla de san Fan Con que le había servido para comparar las huellas de Francisco con las halladas en el cuarto de Pedro Cuang.
– Mira, dale esto a Francisco -y le extendió el sobre a Juan-. Dile que se la devuelvo para que no me caiga arriba la maldición de san Fan Con… Y bueno, me voy con mi música a otra parte -dijo el Conde-. Ah, y discúlpame por haberte seguido.
– Na, yo entiendo, cosa de policía… Ah, si ves a Patlicita acuéldate de hablal con ella. Ella te lespeta, Conde. Y está loca, loca…
– No te preocupes, que no está tan loca nada… Yo también tengo muchas cosas que hablar con ella… Vamos, te acompaño hasta allí -dijo y le pasó el brazo sobre los hombros a Juan Chion-. Aunque todo haya terminado así, ha sido bueno trabajar contigo, viejo. Uno aprende cosas.
– ¿Qué cosas?
El Conde pensó: «Que ustedes los chinos siguen siendo rarísimos, que de verdad hay un olor a chino, que el honor y la amistad son el honor y la amistad, que la venganza nunca resucita a los muertos y que los padres nunca son capaces de juzgar a los hijos, en Cuba y en China». Pero dijo:
– Que los chinos no son hormiguitas.
Entonces Juan Chion se detuvo y le tomó la mano.
– Conde, Conde. Tú lo sabes bien, la velgüenza mata. ¿Sabes la velgüenza que tengo yo, y la que tiene Pancho?… Sí, tú sí sabes… Tú eles homble bueno. Yo he hecho cosas tlemendas en mi vida, y no me alepiento, no, no -insistió el anciano en su falta de arrepentimiento, y el Conde pensó que en realidad se arrepentía, y mucho-. Polque hay cosas que uno a veces tiene que hacel, ¿me entiende?
– Te entiendo, Juan. Y no te arrepientas. Sí, hay cosas que uno debe hacer en un momento de la vida y… otras que no debe hacer.
– Veldá… Adiós, Conde, ve pol casa -lo interrumpió el chino y realizó su breve reverencia.
El Conde, inmóvil en la acera, lo vio subir las escaleras de la Sociedad. A la altura del décimo escalón la figura de Juan Chion se le perdió en la oscuridad, como si hubiera levitado hacia el mundo apacible y lejano de Cuang Con y sus hermanos guerreros. Antes de ponerse en movimiento, el policía sacó de su bolsillo el papel con el resultado del análisis de las huellas de la varilla y lo troceó en varios pedazos que dejó caer por las hendijas de una alcantarilla.
El Conde regresó hasta la esquina, tratando de soltar cargas y de llenarse de consuelos inservibles que, por fortuna, Juan Chion no le permitió enunciar, y entonces lo advirtió: otra vez olía a chino. Claro, era un olor amarillo, tibio y persistente. Al menos el olor sobrevivía en aquel barrio con un pasado lleno de historias sórdidas y un futuro agonizante, aquel barrio mágico donde, como brotado de un ensueño, encontró un bar abierto, aireado por enormes ventiladores de techo y repleto de botellas de ron.
Sin pensarlo entró en el local y se acercó a la barra, de madera pulida y oscura, se acomodó en una banqueta y apoyó los codos. Un mulato cantinero, con una reluciente camisa blanca y un lazo negro al cuello se le acercó.
– ¿Qué hubo, Conde? ¿Lo mismo de siempre?
Y el policía asintió, sin preocuparse por el final de aquel sueño.
De la repisa del fondo el cantinero tomó una botella de ron Santiago y la depositó sobre la barra. Del mostrador alcanzó un vaso reluciente y lo cargó con una pequeña piedra de hielo. El Conde disfrutó el sonido del hielo contra el cristal y estuvo a punto de pedirle al mulato que lo hiciera otra vez. Con maestría, el discreto cantinero vertió el ron sobre el hielo, hasta mediar el vaso de aquel maravilloso líquido perlado, y sin pronunciar palabra, con una capacidad de discreción inexistente entre los cantineros cubanos, se retiró, para dejar al hombre solo, con su trago preferido y sus obsesiones que rumiar.
El Conde, sintiéndose fresco y sosegado, bebió un primer trago y comprendió hasta qué punto su tsin necesitaba aquel nuevo baño de alcohol. Menos mal que en esta ciudad cualquier cosa es posible, se dijo aquella tarde ya veraniega de 1989, cuando todavía era policía y sufría por serlo. Volvió a beber, dispuesto a no dejarse expulsar de aquel paraíso encontrado, como había sido excluido de tantos otros, reales e imaginarios. Ahora bebería en su bar ideal hasta que el ron le concediera el alivio del olvido. Cuando se estrellara contra la realidad, ya tendría tiempo para pensar en su tao. Al fin y al cabo, se dijo con el tercer asalto al vaso de ron con hielo, hay cosas que nada ni nadie puede cambiar.
Nota del autor
En 1987, cuando trabajaba como periodista en el vespertino Juventud Rebelde, realicé una ardua investigación para escribir un reportaje sobre la historia del Barrio Chino de La Habana. Aquel texto, titulado «Barrio Chino. El viaje más largo», fue, poco después, el origen de un documental cinematográfico del mismo nombre (dirigido por Rigoberto López) y dio título a una selección de los trabajos periodísticos que había escrito para aquel periódico y que publiqué en forma de libro en 1995.