Pedro Cuang seguía colgado de una viga del techo y de su boca salía la punta de una lengua pálida y marcada por la mordida de sus propios dientes. Estaba en cueros y en el piso había un charco de mierda, orines y manchas de sangre. El Conde estudió el cadáver un minuto: «Es el chino más flaco que he visto en mi vida», pensó.
– Y ahora viene algo que a lo mejor tú puedes saber, Juan: a Pedro le habían cortado el dedo índice de la mano izquierda y en el pecho, con una cuchilla o con una navaja muy afilada, le habían hecho un círculo con dos flechas que formaban una cruz, y en cada cuadrícula habían puesto unas cruces más pequeñas, como si fueran signos de sumar…, ¿me entiendes? «Mira», le había dicho entonces el sargento Manuel Palacios, mostrándole una bolsita de nailon que recogió de la mesa del fogón. Cuando lo tocó el vecino de al lado, el que lo descubrió, se le cayó esto de la mano derecha.
– En la bolsita había dos chapillas de cobre, así, del tamaño de un centavo, y tenían la misma marca que le habían hecho a Pedro Cuang en el cuerpo. Un círculo con dos flechas en cruz y cuatro cruces más pequeñas.
– Tá estlaño, estlaño cantidá -aceptó al fin Juan Chion y bebió el último sorbo del vaso de vino de arroz que sólo había sacado para acompañar la comida.
– Oye, Juan, tú mismo, que llevas más de cincuenta años viviendo en Cuba, dime una cosa, ¿por qué ustedes no hablan bien el español, eh?
Juan Chion acentuó su sonrisa.
– Porque no me da la gana de hablar como ustedes, Mario Conde -dijo, haciendo un esfuerzo por redondear todas las sílabas y marcando cada erre como si se tratara de un ejercicio agotador. Sonrió y estiró un brazo para recuperar el vaso del teniente.
– Eso es ser un chino ladino, ¿no?
– Más o menos… No seas bluto, Conde, la rrreee no existe en chino…
– Mira tú… ¿Y cómo dicen ferrocarril? ¿Y remora?… ¡Terremoto!… ¿No me vas a dar más vino de arrrrrroz? ¿No?… Bueno, el caso es que hablé con el vecino que lo encontró y fue como si hablara con la pared. Se reía un poco o se ponía serio pero nada más decía «Chino no sabel, policía, chino no sabel». Y los demás dicen «sabel» menos todavía, pero alguno tiene que saber algo, haber oído algo… Y tú que tienes una hija policía sí sabes que yo no puedo trabajar sin tener la más cabrona idea de por qué mataron a Pedro Cuang y le cortaron un dedo y le hicieron esa marca en el pecho. Dice Manolo, tú sabes, el sargento que trabaja conmigo, que seguro el hombre tenía algún dinero, pero yo lo dudo, mira cómo vivía. Aunque en el cuarto no encontramos ni un centavo, y eso también es muy raro. Pero el reguero podía ser para despistar o qué sé yo… ¿O tú crees que es una venganza y todas estas cosas que le hicieron tienen un sentido?
Juan Chion asintió y, como hombre sabio, optó por rebosar de vino el vaso del Conde.
– Gracias, viejo… El otro lío es que hace un mes agarraron una carga de coca en el Barrio, a dos cuadras de donde vivía Pedro Cuang. Los que tenían la droga son cubanos, pero los investigadores sospechan que la droga confiscada no es ni la mitad de la que entró. Y agarraron tres kilos… Uno de los que está preso dice que de su casa le robaron un paquete con un poco de polvo… Hasta donde sabemos, esa droga no ha aparecido.
– ¿Y Pedio tenía coca? -preguntó Juan, ahora con cierto interés.
– No sé, pero en la casa no apareció nada… Aunque esa manera de matarlo… Mira, viejo, mi problema es éste: no sé un carajo de lo que pueda haber pasado ni lo que significa lo que le hicieron al muerto y me hace falta tu ayuda… No sé si lo conocías, pero era tu paisano.
– ¿Yo de policía? -preguntó lentamente el viejo y, por supuesto, sonreía-. Juan Chion Tai de policía en Balio Chino. No, Conde, no puedo. -Y enfatizó la negativa con un sostenido movimiento de cabeza que amenazaba con ser perpetuo.
Mario Conde lo miró a los ojos y detuvo la súplica que iba a lanzar. Como le había advertido la teniente Patricia, si no encontraba a alguien capaz de abrirle las puertas secretas del Barrio y llevarlo a entender lo del dedo cercenado, el círculo cruzado en el pecho del muerto y las dos chapas de cobre con el mismo signo, no sabría cómo entrar en aquella muerte insulsa pero insultante que debía aclarar. Porque si de algo estaba convencido en aquel instante, era de que nadie, al menos en el Barrio Chino de La Habana, iba a tomarse el trabajo de dejar aquellas trazas como un simple juego de espejos para despistar a la policía. Además, le parecía demasiado extraño el viaje a China de Pedro Cuang, y más aún su decisión de regresar a aquel cuchitril inmundo de La Habana donde había vivido más de cuarenta años, almacenando jabones, latas de comida rusa y búlgara y periódicos viejos… Pero, en realidad, su mayor problema era que todo le parecía extraordinario en la vida de aquellos chinos que vivían en el mismo centro de la ciudad desde hacía más de un siglo y seguían siendo gentes lejanas y distintas, de quienes se conocían con toda certeza apenas dos o tres tópicos inútiles en aquel momento: arroz frito, pomadita china para el dolor de cabeza, el baile del león y la existencia de aquellas películas sin subtítulos, como la que una vez, muchos años atrás, vio el Conde en El Águila de Oro, rodeado por los aplausos, carcajadas y lágrimas de los espectadores chinos, gozadores pletóricos de un espectáculo para él incomprensible. Los tópicos convocados para alimentar sus imágenes de qué coño era un cabrón chino, vivo o muerto.
– Conde, cosa de chino se lesuelven entle chinos. ¿Tú me entiendes?
– No.
– Tas bluto, Conde.
– Más bruto estás tú. Esto no cosa de chinos… Tú sabes bien cómo funciona todo esto, tu hija es policía y ella me dijo que tú podías…
– Mi hija es cubana. Y no puede hablal pol mí.
El policía contó hasta diez. Necesitaba una dosis abultada de paciencia china si quería entrar en el meollo de aquel cuento chino. «Más tópicos, me cago en diez.» Atacó entonces con fuerza y cautela.
– Juan, tu hija es cubana y es policía y tú sabes qué cosa es ser policía. Y fue tu hija la que me pidió que me metiera en esta historia y quien me dijo que tú podías ayudarme. Y tienes que ayudarme. Porque ahora hay un muerto, pero también porque en el Barrio Chino están traficando con cocaína, hay bancos de juego ilícito, parece que una fábrica clandestina de ron y cerveza…, y como soy policía, por lo menos tengo que averiguar quién mató a ese infeliz y por qué. Nadie se merece morir así, Juan. Y yo solo no voy a poder resolver este mierdero. Si tú no me ayudas, el muerto se queda muerto; y el vivo que lo mató, cagándose de risa y comiendo rollitos de primavera en El Mandarín. Además, me dijo Patricia que tú conocías a Pedro Cuang…
– De vista na má.
– Pero yo sé que era amigo de otros amigos tuyos… Por favor, Juan… Mira, ¿y si el que lo mató no es un chino? ¿Por qué tú piensas que es cosa de chinos?
El viejo suspiró, moviendo otra vez la cabeza, con aquella negativa pendular e infinita, hasta que sonrió.
– Oye esto, que es sabidulía de mi país: una vez un homble hizo un pozo de agua al lado de un camino, y todita la gente que pasaba aplaudió su acción, polque ela un pozo muy bueno pala todos los que quelían agua y vivían pol allí… Pelo un día alguien se ahogó en el pozo, y entonces to el mundo cliticó al homble que lo había hecho… ¿Tú entiendes?