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Dijo adiós a sus maltratadas remembranzas, tan visibles en aquel edificio atiborrado de voces que el Conde podía escuchar a través de los años, y siguió a paso lento por la calle que llevaba directamente a la casa del flaco Carlos y, por desgracia (convertirse en lo contrario puede ser el sino de las que alguna vez fueron grandes satisfacciones), que también conducía a la casa donde vivía, o decía que vivía (o mentía, quién coño lo sabría), Karina, la última mujer que, soplando un saxofón, le había revuelto la existencia para luego esfumarse como un sueño. [3] O como la música.

Necesitaba hablar con Carlos, esa noche sin apoyos alcohólicos, porque tenía un presentimiento molesto desde que hablara con Juan Chion de la muerte violenta de su paisano Pedro Cuang. Algo ambiguo había recorrido aquella charla y las reacciones del viejo, y Conde sospechaba que en el Barrio Chino y, sobre todo, en la mente del padre de Patricia, estaba colgando mucho más que un cadáver con trazas misteriosas. Por esa razón también quería volver a conversar con la teniente, pues necesitaba advertirle de aquella premonición y recordarle la existencia de puertas que es mejor no tocar, y, por supuesto, no volver a abrir nunca jamás.

Carlos estaba sentado en el portal, sobre la silla de ruedas a la cual había sido confinado por el resto de su vida. De su magra figura de los tiempos del Preuniversitario nada quedaba: ahora las libras caían como fardos colgantes de sus brazos, cuello, pecho y piernas, como testimonio de una frustración que el Conde asumía también como propia. «¿Por qué él y no yo?»… No, Carlos no se merecía aquel destino al que lo lanzó una bala perdida que lo encontró -porque le exigieron aquel sacrificio- en medio de una guerra remota y ajena.

– Coño, ¿no me dijiste que estabas enredao en un trabajo? -Carlos levantó la mano para que Conde estampara la palma de la suya.

– Sí, me jodieron las vacaciones…, pero a cambio tengo la casa más limpia del mundo y con un olor…

– ¿Y ya comiste?

– Como un mandarín.

– ¿Y bebiste?

– Just a little…

– ¿Y no quieres tomarte un trago de ron?

Conde miró a su amigo. La pregunta bastaba para deshacer sus más firmes propósitos de continencia. ¿Firmes?

– ¿Dónde está la botella? -inquirió él, presto ya para el combate.

– Media botella -aclaró Carlos, para evitar excesivos entusiasmos-. En mi cuarto. Tráela pa'ca. Y no hagas ruido, la vieja ya se acostó.

– ¿Tan temprano?

– Dice que la televisión es una mierda, que mejor es soñar un poco.

– Sabia mujer -admitió Conde con toda sinceridad y sonrió.

La vida de Josefina, en la realidad, se había reducido a cuidar y alimentar a su hijo y a soportar la presencia de la desaforada banda que con su amistad, su sed y su hambre sostenían a flote al inválido. La anciana se merecía tener alguna vía de escape.

– Oye lo que dice ahora -siguió Carlos para confirmar la conclusión de su amigo-. Dice que sueña que cocina. Que nos prepara unos banquetes y cada vez que necesita un ingrediente nada más tiene que estirar la mano y ahí lo tiene…

– Pues debería invitarnos a esos sueños, ¿no?

Con dos vasos mediados de ron, acaparando la brisa nocturna que atravesaba el portal, conversaron hasta la una de la madrugada. Conde no sólo le habló de sus temores y premoniciones, sino que hasta le confesó a Carlos la desesperada masturbación a la que se había visto sometido, arrastrado por la huella dejada en su retina por el cuerpo de Patricia Chion y propulsado por aquel pendejo hipnótico y el invencible olor a mujer aferrado a la atmósfera de su baño.

Sólo en el momento de la despedida, con aquella capacidad de tocarle las fibras más complicadas de su existencia, el Flaco le reveló una información que puso en rojo todas las alarmas de Mario Conde.

– Ah, coño, por poco te vas y se me olvida… Llamó Támara. Ya vino de Italia. Y dice que quiere verte.

Capítulo 4

Cuando Juan Chion llegó a Cuba, tenía dieciocho años, dos brazos fuertes y una sola idea en la mente: ganar mucho dinero y hacerse rico en ese mundo nuevo donde los dineros más reales corrían como el agua cristalina por los míticos arroyos de su país. Entonces volvería con su fortuna a la aldea de Cantón donde sus padres y hermanos apenas sobrevivían, siempre ateridos y hambrientos, sembrando arroz y robándoles peces a unos ríos fangosos y voraces, nada míticos, que no les pertenecían, pues hasta los ríos tenían dueños en su país. Con aquel dinero ganado al otro lado del mundo compraría sus propias tierras, para él y para su familia, y sería famoso y querido, como un dios que baja de la montaña más alta y más nevada, y consigue cambiar con un solo gesto omnipotente el destino de los suyos. Juan tenía noticias de muchos otros chinos que se habían enriquecido en las tierras de América, y él, con sus dieciocho años, confiaba en llegar a ser uno más entre esos afortunados.

Pero Juan Chion, que realmente se llamaba Li Chion Tai y era un hombre demasiado bueno, nunca había ganado suficiente plata para llegar a ser rico ni regresó jamás a la aldea: sus padres se ahogaron en una inundación del mismo río que les daba comida, dos de sus hermanos murieron en una rebelión campesina y el resto de su familia se dispersó por un país demasiado ancho y ajeno, en busca de una salvación que Li Chion Tai nunca pudo saber si se había producido… Desde entonces perdió el contacto con el resto de su familia y lo embargó una gran tristeza: por eso dejó el trabajo y los amigos que tenía en La Habana y se fue a vivir a Cienfuegos, donde estaba un primo venido a Cuba dos años antes que él. El primo Sebastián le consiguió un puesto en la heladería de un paisano y Juan sintió cómo recuperaba la sensación amable de tener familia. Pero un buen día el primo Sebastián le avisó que se iba a los Estados Unidos. A pesar de las muchas trabas existentes para emigrar, su primo había contactado con un capitán griego que navegaba en un barco con bandera panameña. Por doscientos pesos el capitán lo llevaría hasta Nueva Orleans. Juan, que no poseía dinero, tuvo que quedarse en Cienfuegos, pero acariciando la promesa de Sebastián de mandarle los dólares necesarios para que se reuniera con él en San Francisco, donde todo el mundo aseguraba que era más fácil montar un negocio propio y hacerse rico en unos pocos años.

Sebastián y Juan, que se querían como hermanos, se abrazaron muy fuerte la mañana en que, junto con otros paisanos, el primo abordaría el barco cuya proa apuntaba hacia la salvadora fortuna. Durante meses, Juan esperó una carta de Sebastián, pero nunca más tuvo noticias de él. Entonces comenzó a indagar con todos los chinos que tenían algún pariente en San Francisco o en cualquier ciudad de los Estados Unidos, pero nadie conocía al tal Sebastián, también llamado Fu Chion Tang. Sólo por el año 1940, Juan pudo enterarse al fin del destino de su último pariente: todos los chinos embarcados en aquella travesía habían sido hacinados en las cámaras frías del barco y, en lugar de ir hacia los Estados Unidos, la nave enfiló hacia Centroamérica, y el capitán dio la orden de poner al máximo el enfriamiento de las cámaras. Los cadáveres congelados de los treinta y dos chinos fueron lanzados como piedras de hielo por la borda, en el golfo de Honduras, luego de ser despojados del dinero que siempre lograban ocultar y las escasas pertenencias de valor que llevaban consigo…

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[3] Vientos de cuaresma, Tusquets Editores, Barcelona, 2001.