A falta de noticias de Sebastián, Juan había regresado a La Habana por el año 1936. Gracias a un amigo consiguió trabajo en una bodega y poco después conoció y se enamoró de una negra oscura, de pasas duras y culo inconcebible para todo el Lejano Oriente. El chino Juan y la negra Micaela se casaron en 1945 y unos años después, cuando ya casi no lo esperaban, la vida los premió y fueron padres de una niña hermosa y saludable. Desde ese instante, en lugar de diez, Juan trabajó hasta dieciséis horas cada día tras el mostrador de la bodega, sólo para que su hija viviera, si no como rica, al menos como un ser humano y para que en el futuro fuera una persona de bien, con educación y cultura, con un destino distinto al de su padre y al de toda su familia china y negra, lastrada por servidumbres y hasta esclavitudes seculares. Por eso en el año 1958 Juan abandonó el solar donde vivía con su esposa y, empleando el dinero que había ido ahorrando para algún día ir a reunirse con su primo Sebastián o para un siempre soñado regreso a China, tomó sus bártulos, cruzó las fronteras del Barrio y alquiló la casa de la calle Maloja, en la parte menos agresiva del centro de la ciudad, una edificación modesta pero con el lujo de unos grandes ventanales sobre la acera, el sitio donde Patricia había vivido desde que tenía dos años.
Mario Conde y el sargento Manuel Palacios lo dejaban hablar. Nunca habían oído al viejo Juan Chion decir tantas palabras seguidas y escucharlo contar aquellas historias de su vida era un singular privilegio que les reservaba la nueva condición de policía auxiliar al fin aceptada por el chino. El viejo no les comentó por qué estaba vestido y preparado cuando ellos llegaron a su casa, pero el Conde sabía que Patricia («¿Dónde está metida esa mujer?, ¿por qué coño no me llama?») debió de influir en aquella decisión. «Hace cualquier cosa por ella. La quiere demasiado», se dijo el teniente y recuperó el hilo del relato, ya a bordo del auto conducido por Manolo y con la brújula apuntando hacia el Barrio Chino.
Donde primero vivió Juan Chion al llegar a Cuba, como casi todos aquellos cantoneses, fue allí, en el Barrio. Su primer trabajo consistió en lavar los calderos en El León Dorado, la fonda de Li Pei, donde el maestro Cuang Cong Fen le enseñó a preparar los platos más exquisitos para todos los gustos del mundo. Ternera guisada en salsa agridulce, con lascas de mango, polvo de ajonjolí y trozos de pina, por ejemplo. Pero el Barrio que empezaba a dibujarse con las remembranzas de Juan Chion resultaba muy distinto a los callejones sucios y lúgubres por los cuales ahora caminaban los tres hombres: del esplendor físico de esas calles sólo quedaban los apelativos antiquísimos (Zanja, en honor a la zanja real; Rayo, por la centella que un día mató a dos negros), las letras chinas en el balcón de alguna sociedad familiar o de ayuda mutua, y una cierta sordidez indestructible. Este Barrio se muere y el que Juan conoció por el año 1930 vivía y gritaba. No te hacías rico, pero tenías todos los placeres, buenos y malos, ahí mismo, en el corazón del Barrio: el opio y el mayón, el teatro y las putas, las sociedades y la lotería, las fiestas y las peleas, las pandillas y los usureros, las fondas baratas y los restaurantes con reservados, evocaba Juan Chion y el Conde pensó que, en realidad, del espíritu de ese lugar que por las palabras de Juan imaginaba cada vez más colorido y agitado, apenas quedaba aquel olor denso pero inapresable, y la memoria de unos cuantos chinos en vías de extinción, todos tan viejos y esquivos como Juan Chion o el difunto Pedro Cuang. Lo evidente era que recorrían un lugar triste y percudido, maltratado y agonizante, allí, en el mismo centro de una ciudad que también vivía ese destino trágico y común. Entonces el Conde sintió, como otras tantas veces, la agresión de una nostalgia adquirida por aquella vitalidad que él nunca conoció. «Me hubiera gustado verlo», pensó. «Pero no me hubiera gustado vivirlo, y menos como estos chinos», también pensó.
– Y si había tanto ambiente, ¿por qué te fuiste a vivir fuera de aquí?
Juan quiso que Patricia se criara en una casa, fuera del Barrio, porque al fin y al cabo aquél no era un buen lugar si querías ser algo importante en la vida: y él tenía aquel sueño para el futuro de su hija. El Barrio se parecía a Cantón, pero no era Cantón, y los chinos vivían mal. Sólo les importaba ganar suficiente dinero para regresar a China alguna vez, aunque al final nunca regresaran. Pero estaba claro que para ganar dinero, verdadero y suficiente dinero, no se podía ser únicamente bodeguero, lavandero o verdulero: por eso crecieron el juego, la droga, la prostitución, los negocios turbios y una mafia terrible de chinos y cubanos, y Juan quiso poner alguna tierra por medio… Además, después de lo que le ocurrió a Sebastián y luego de convertirse en padre, ya no deseaba irse a ninguna parte.
– Y yo ela un chino un poquito distinto, ¿no?
– ¿Y por qué? -siguió el Conde, aprovechando la locuacidad del viejo, pero enseguida comprendió que estaba equivocado.
– Polque to los chinos tienen los ojos así, pelo no to los chinos son iguales… Y tá bueno ya, que yo no soy el asesino -dijo Juan Chion y esta vez no sonrió.
– Está bien, está bien -admitió el teniente-. Pero dime una cosa: ¿por fin averiguaste qué significa el círculo con las dos flechas? Ahora que lo mencionaste, eso me suena a mafia china, ¿no?
Juan Chion negó con la cabeza, poniendo energía en su gesto.
– No, no, pelo tá estlaño, Conde… Mila: eso palece filma de san Fan Con, el santo chino, el glan capitán, ¿tú sabes?, pelo san Fan Con no mata así, él usa espada y colta pescuezo… Vamo a vel a mi amigo Flancisco, que es gente que más sabe de san Fan Con -y por un instante perdió su sonrisa-. Pelo no lo atolmenten con cosas de policía… Flancisco está muy malo y no se puede disgustal… Ah, y métete una cosa en la cabeza, Conde, los chinos no son holmiguitas.
Mario Conde trataba de respirar y de acostumbrarse a la oscuridad envolvente de la larga escalera que conducía a la planta alta donde radicaba la Sociedad Lung Con Cun Sol, cuando descubrió que Juan Chion había terminado el ascenso y ya abrazaba al hombre. Las palabras en cantones fueron un murmullo efímero, pues de inmediato el padre de Patricia los presentó en castellano como compañeros de su hija.
– Mucho gusto, Flancisco Chiú -dijo el anciano y les ofreció la breve reverencia que utilizaba Juan Chion.
En la penumbra el Conde creyó entrever que Francisco también reía. Era muy viejo, sin duda más que el propio Juan Chion, y tan magro como el difunto Pedro Cuang, con un color amarillento en su piel que, pensó Conde, no tenía origen étnico, sino seguramente hepático. Resultaba evidente que se trataba de un hombre muy enfermo.
– Pancho es padlino de Patlicita. Paisano mío de la misma aldea de Cantón, y tlabajamos juntos mucho tiempo en la bodega -agregó Juan Chion, que hizo otra reverencia antes de llevar su mano hasta el hombro de Francisco.- Y yo soy padlino de Panchito, el hijo de Pancho. Somos compadles, como dicen ustedes…
El Conde y Manolo respondieron con la sonrisa necesaria y siguieron a los viejos hacia el salón principal de la Sociedad. Dos largas hileras de sillones de madera con la rejilla maltratada, vacíos y empolvados, cubrían los laterales del amplio local. Hacia el fondo, una pequeña mesa cuadrada conservaba un final decisivo de una partida de dominó que, a juzgar por el hollín nevado sobre las fichas, debía de haber concluido tal vez varios años atrás. Francisco les indicó los sillones y caminó hasta un ventanal de persianas arruinadas y al fin se hizo la luz. Un rayo de sol, pintado sobre el polvo y la desidia, cayó en el centro del salón y el Conde y Manolo observaron aquel sitio detenido en el tiempo como lo advertía el almanaque de las Selecciones del Reader's Digest, anclado en el 31 de diciembre de 1960, entre el dibujo luminoso de un lago apacible al pie de una montaña nevada, y un reloj de Alka-Seltzer, también detenido en cualquier hora remota. «Así que veinte años son nada, ¿no? ¿Y treinta, ya empiezan a ser algo?», se dijo el Conde observando aquel set de película inglesa de misterio y descubrió sus manos ennegrecidas por el polvo del tiempo perdido: aquella sociedad estaba tan moribunda como el barrio que la había fomentado y al cual habían dejado de llegar chinos desde el año ya histórico de 1949, cuando la Gran Revolución a la que llevó la Gran Marcha conducida por el Gran Líder había cerrado las fronteras del gran país con un valladar más sólido e impenetrable que la Gran Muralla de los tiempos imperiales.