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Mientras, Juan Chion y su paisano volvían a hablar en cantones. Era un abejeo sostenido, afirmado con sucesivos asentimientos de cabeza y algunos gestos amplios y suaves de las manos, movimientos abarcadores, como de prestidigitador. En más de una ocasión aquellas manos de sombras chinescas se encontraron en el aire, se tocaron, se estrecharon y luego reanudaron su baile moroso, como si las palabras no bastaran y fuera precisa aquella comunicación cutánea.

– ¿Tú habías oído hablar de san Fan Con, eh, Conde? -le preguntó entonces el sargento Manuel Palacios, susurrándole en el oído.

– Creo que sí. Cuando mi abuelo decía que alguien era más malo que san Fan Con, es porque era malísimo. Pero no sé de dónde carajos el viejo sacó eso, porque de chino sí que no tenía un pelo.

– ¿Entonces es un santo malo? ¿Santo y malo?

– Debe de ser… Tú sabes cómo son los chinos.

– No, no sé.

– ¿No te da el olor?

El sargento sonrió. Tenía un as en la mano.

– Huele a chino, ¿no?

El Conde asintió, aceptando la conclusión de Manolo: claro, también allí había aquel olor impreciso pero inconfundible que la tarde anterior habían definido como «olor a chino». Y también percibió que en aquel sitio anacrónico la canícula húmeda de mayo parecía tener vedada la entrada: una atmósfera irreal creaba un ambiente fresco, como si estuvieran a muchos kilómetros de la calle reverberante que acababan de recorrer.

– ¿Por fin alguien te dijo si Pedro Cuang tenía dinero o si conocía a la gente que andaba con la coca?

– No, Conde, ninguno habló de eso ni de nada. Esto está jodido, yo no entiendo a los chinos, los cabrones se hacen los que no me entienden a mí y yo… ¿Oíste eso?

Del fondo de la sociedad les llegó el sonido de un mueble que se movía con mucho cuidado, pero sin que fuera posible evitar un leve chirrido. Desde su posición, el Conde se inclinó hacia un costado y vio, contra la pared, la sombra de un hombre que se aproximaba a un cuadro de claridad y lo atravesaba.

– Hay alguien ahí y creo que saltó por una ventana -le informó a los chinos, pues no sabía cómo comportarse en aquel sitio.

– No, no, no hay nadie -sonrió Francisco Chiú y agregó, aumentando su sonrisa-: Ah, sí, un gatico…

El Conde no tuvo más remedio que pagar sonrisa con sonrisa: si quería ayuda no podía empezar provocando una discusión con Francisco Chiú por el tamaño de aquel gato que andaba en dos patas.

Juan Chion y Francisco se pusieron de pie y el padre de Patricia les dijo:

– Vamos pa vel a san Fan Con.

El Conde pensó: «No, no voy a asombrarme, aunque vea a san Fan Con en persona», y siguió a los viejos.

Otra escalera, más oscura y polvorienta, llevaba hacia la segunda planta de la Sociedad. Francisco abría la marcha y ascendía con pasos demasiado lentos. Lo seguía Juan Chion, y sus pisadas, más firmes, levantaban un vaho consistente y gris. El Conde se moría de deseos de preguntar, pero se contenía, mientras sentía cómo se le irritaban los ojos. Cuando llegara a la Central iría a hablar con la teniente Patricia y con su jefe, el mayor Rangeclass="underline" «¿Por qué siempre me toca precisamente a mí?», pensaba, cuando Manolo le dijo al oído:

– Hay una ventana, y da a otra azotea… Por ahí saltó el gato.

Francisco abrió una puerta al final de la escalera y una leve claridad llegó desde la altura. La puerta se cerró tras él y regresó la oscuridad.

– ¿Por qué tanto misterio, Juan? -preguntó el Conde, tratando de ver las facciones del viejo-. ¿Qué quiere decir eso de ver a san Fan Con, eh?

– Tú velas, tú velas. ¿Mucho apulo?

– No, qué va, ninguno… -dijo y buscó un cigarro en el bolsillo de la camisa. Se lo llevó a los labios y oyó al viejo.

– No encienda.

El Conde sonrió. O sonreía o salía corriendo de allí, pensó, cuando volvió la claridad, ahora con mayor fuerza. Francisco les franqueaba la puerta y, tras Juan Chion, el Conde y Manolo entraron al cuarto sagrado de la Sociedad Lung Con Cun Sol.

– Nunca jamás policía entló aquí -advirtió Francisco y se apartó para abrir otra ventana, pero antes agregó-: Lo hago pol mi ahijada Patlicita…

La luz cayó de golpe. «¿Un altar?», fue lo primero que se preguntó el Conde. Parecía un altar, pero no lo era, aunque tenía dos cuerpos, como un altar mayor y un ara para oficiar el culto. La repisa que podía identificarse con el ara había sido labrada en madera oscura, desbastada con empecinado esmero, primero por algún artista exquisito, ahora por el comején, las hormigas y la humedad del trópico, que se habían tragado una parte del precioso mueble. A cada lado había un largo jarrón de porcelana, profusamente dibujado y fileteado en oro, con un manojo de flores secas. Más hacia fuera se erguían unos pebeteros de bronce -supuso que para quemar incienso o alguna otra hierba aromática- con patas formadas por cabezas de serpientes y coronados por un león-perro engrifado, que trataba de expresar ferocidad con sus dientes al aire, aunque su cara afeminada apenas le permitía resultar patético. En el centro de la pieza que ascendía gracias a dos columnas de madera con forma de trenzas, y al fondo de la parte equiparable con el altar mayor, estaba el tapiz de seda bordada, enmarcado entre los arabescos más trabajados de la madera: representaba la imagen de cuatro mandarines gordos, de largos bigotes y pelos como colas de caballos, que hablaban entre sí, discutiendo, tal vez, el destino de toda una nación. El mandarín del centro, al cual la perspectiva colocaba en un ligero primer plano, tenía el rostro encarnado, como recién sacado de un fogón.

Los dos chinos, parados frente al altar, repitieron por tres veces la inclinación de cabeza con que solían saludarse, y Juan tomó de la repisa dos trozos de madera, tal vez unas semillas, con forma de orejas y una cara plana, los hizo chocar entre sí, varias veces, mientras pronunciaba una letanía que el Conde quiso identificar con una oración. Juan devolvió las piezas de madera a su sitio y sólo entonces Francisco les informó, indicando el gobelino:

– El de las balbas lalgas y la cala cololá… Ese es Cuang Con, o san Fan Con, como le pusielon aquí.

Un círculo con dos flechas y cuatro cruces pequeñas. Un hombre y su perro muertos. Dos chapas de cobre también marcadas. Un dedo cercenado. Y ahora Cuang Con, el héroe mitológico. «¿Cómo empata este enredillo chino?», se preguntó el Conde y observó la fascinación en la cara de Manolo. Su compañero miraba la tela bordada y la boca de Francisco, mientras su cabeza giraba -¿qué otra cosa puede parecer?- como un ventilador chino, moviéndose del informante de tez demasiado amarilla a los legendarios mandarines bordados sobre un fondo con esplendores de sol recién nacido.

Sobre el tapiz estaban representados los cuatro capitanes fraternizados por las campañas militares, Cuang Con, Lao Pei, Chui Chi Lon y Chui Fei. Ellos fueron los príncipes que durante la dinastía Han habían fundado la Gran Cofradía Lung Con Cun Sol para que por siempre jamás todos sus hijos, los que llevaran los apellidos ilustres de Lao, Cuang, Chion y Chiú, se protegieran mutuamente bajo la tutela divina de aquellos dioses combatientes. En China y hasta en La Habana.