Camilo José Cela
La Colmena
A mi hermano Juan Carlos,
guardiamarína de la Armada española
Nota A La Primera Edición
Mi novela La colmena, primer libro de la serie Caminos inciertos, no es otra cosa que un pálido reflejo, que una humilde sombra de la cotidiana, áspera, entrañable y dolorosa realidad.
Mienten quienes quieren disfrazar la vida con la máscara loca de la literatura. Ese mal que corroe las almas; ese mal que tiene tantos nombres como queramos darle, no puede ser combatido con los paños calientes del conformismo, con la cataplasma de la retórica y de la poética.
Esta novela mía no aspira a ser más -ni menos, ciertamente- que un trozo de vida narrado paso a paso, sin reticencias, sin extrañas tragedias, sin caridad, como la vida discurre, exactamente como la vida discurre. Queramos o no queramos. La vida es lo que vive -en nosotros o de nosotros-; nosotros no somos más que su vehículo, su excipiente como dicen los boticarios.
Pienso que hoy no se puede novelar más -mejor o peor- que como yo lo hago. Si pensase lo contrario, cambiaría de oficio.
Mi novela -por razones particulares- sale en la Repú blica Argentina; los aires nuevos -nuevos para mi- creo que hacen bien a la letra impresa. Su arquitectura es compleja, a mí me costó mucho trabajo hacerla. Es claro que esta dificultad mía tanto pudo estribar en su complejidad como en mi torpeza. Su acción discurre en Madrid -en 1942- y entre un torrente, o una colmena, de gentes que a veces son felices,y a veces, no. Los ciento sesenta personajes (1) que bullen -no corren- por sus páginas, me han traído durante cinco largos años por el camino de la amargura. Si acerté con ellos o con ellos me equivoqué, es cosa que deberá decir el que leyere.
La novela no sé si es realista, o idealista, o naturalista, o costumbrista, o lo que sea. Tampoco me preocupa demasíado. Que cada cual le ponga la etiqueta que quiera; uno ya está hecho a todo.
C. J. C.
Nota A La Segunda Edición
Pienso lo mismo que hace cuatro años. También siento y preconizo lo mismo. En el mundo han sucedido extrañas cosas -tampoco demasiado extrañas-, pero el hombre acorralado, el niño viviendo como un conejo, la mujer a quien se le presenta su pobre y amargo pan de cada día colgado del sexo -siniestra cucaña- del tendero ordenancista y cauto, la muchachita en desamor, el viejo sin esperanza, el enfermo crónico, el suplicante y ridiculo enfermo crónico, ahí están. Nadie los ha movido. Nadie los ha barrido. Casi nadie ha mirado para ellos.
Sé bien que La colmena es un grito en el desierto; es posible que incluso un grito no demasiado estridente o desgarrador. En este punto jamás me hice vanas ilusiones. Pero, en todo caso, mi conciencia bien tranquila está.
Sobre La colmena, en estos cuatro años transcurridos, se ha dicho de todo, bueno y malo, y poco, ciertamente, con sentido común. Escuece darse cuenta que las.gentes siguen pensando que la literatura, como el violín, por ejemplo, es un entretenimiento que, bien mirado, no hace daño a nadie. Y ésta es una de las quiebras de la literatura.
Pero no merece la pena que nos dejemos invadir por la tristeza. Nada tiene arreglo: evidencia que hay que llevar con asco y con resignación. Y, como los más elegantes gladiadores del circo romano, con una vaga sonrisa en los labios.
C. J. C.
Nota A La Tercera Edición
Quisiera desarrollar la idea de que el hombre sano no tiene ideas. A veces pienso que las ideas religiosas, morales, sociales, políticas, no son sino manifestaciones de un desequilibrio del sistema nervioso. Está todavía lejano el tiempo en que se sepa que el apóstol y el iluminado son carne de manicomio, insomne y temblorosa flor de debilidad. La historia, la indefectible historia, va a contrapelo de las ideas. O al margen de ellas. Para hacer la historia se precisa no tener ideas, como para hacer dinero es necesario no tener escrúpulos. Las ideas y los escrúpulos -para el hombre acosado: aquel que llega a sonreír con el amargo rictus del triunfador- son una remora. La historia es como la circulación de la sangre o como la digestión de los alimentos. Las arterias y el estómago, por donde corre y en el que se cuece la sustancia histórica, son de duro y frío pedernal. Las ideas son un atavismo -algún día se reconocerá- jamás una cultura y menos aún una tradición. La cultura y la tradición del hombre, como la cultura y la tradición de la hiena o de la hormiga, pudieran orientarse sobre una rosa de tres solos vientos: comer, reproducirse y destruirse. La cultura y la tradición no son jamás ideológicas y si, siempre, instintivas. La ley de la herencia -que es la más pasmosa ley de la biología- no está ajena a esto que aquí vengo diciendo. En este sentido, quizás admitiese que hay una cultura y una tradición de la sangre. Los biólogos, sagazmente, le llaman instinto. Quienes niegan o, al menos, relegan al instinto -los ideólogos-, construyen su artilugio sobre la problemática existencia de lo que llaman el "hombre interior", olvidando la luminosa adivinación de Goethe: está fuera todo lo que está dentro. Algún día volveré sobre la idea de que las ideas son una enfermedad. Pienso lo mismo que dos años atrás. Desde mi casa se ven, anclados en la bahía, los grises, poderosos, siniestros buques de la escuadra americana. Un gallo cacarea, en cualquier corral, y una niña de dulcecita voz canta -¡oh, el instinto!- los viejos versos de la viudita del conde de Oré.
No merece la pena que nos dejemos invadir por la tristeza. La tristeza también es un atavismo.
C. J. C.
Palma de Mallorca, 18 de junio de 1957
Nota A La Cuarta Edición
Seguimos en las mismas inútiles resignaciones: los mismos dulces paisajes que tanto sirven para un roto como para un descosido. Es grave confundir la anestesia con la esperanza; también lo es, tomar el noble rábano de la paciencia por las ruines hojas -lacias, ajadas, trémulas- de la renunciación.
Desde la última salida de estas páginas han pasado cinco años más: el tiempo, en nuestros corazones, lleva cinco años más parado, igual que una ave zancuda muerta -y enhiesta e ignorante- sobre la muerta roca del cantil. ¡Qué ridicula, la carne que envejece sin escuchar el zarpazo -o el lento roído- del tiempo, ese alacrán!
Sobre los zurrados cueros de mis títeres (Juan Lorenzo, natural de Astorga, hubiera dicho caeran fornecinos e de rafez affer) (1) han caído no cinco, sino veinte lentos, degollados, monótonos años. Para los míos -que el tiempo late en los de todos y de su marca no se libra ni la badana de los tres estamentos barbirrapados: curas, cómicos y toreros- también sonaron los veinte agrios (o no tan agrios) avisos de veinte sansilvestres.
Sí. Han pasado los años, tan dolorosos que casi ni se sienten, pero la colmena sigue bullendo, pese a todo, en adoración y pasmo de lo que ni entiende ni le va. Unas insignias (el collar del perro que no cambia) han sido arrumbadas por las otras y los usos de mis pobres conejos domésticos (que son unos pobres conejos domésticos que, a lo que se ve, sólo aspiran a ir tirandillo) se fueron acoplando, dóciles y casi suplicantes, al último chinchín que les sopló (¡qué ilusión mandar a la plaza todos los días!) en las orejas.
(1) N, del E. Se trata de un cálculo muy modesto por parte del autor; en el censo que figura en el presente volumen, José Manuel Caballero Bonald recuenta doscientos noventa y seis personajes imaginarios y cincuenta personajes reales; en total, trescientos cuarenta y seis.